John Constable
Entrevista a John Constable, analista energético
«Las políticas renovables están condenadas a fallar, y arrastrarán consigo el apoyo ciudadano»
El experto considera que Europa ha adoptado decisiones relacionadas con la energía que son «irracionales» y que nos llevan «al declive»
la transición hacia una generación de energía renovable marca las agendas de todos los países en una clara apuesta por la solar y la eólica. Pero esta ambición por descarbonizar también ha generado críticas y se encuentra en cuestión por algunos expertos.
Es el caso de John Constable, una de las voces más singulares en el análisis energético europeo. Doctor por la Universidad de Cambridge y con experiencia docente tanto en esta institución como en la Universidad de Kioto, dio el salto al debate energético y climático impulsando proyectos orientados a promover políticas menos intervencionistas y más alineadas con la libertad económica. Autor de trabajos influyentes, lleva más de una década advirtiendo sobre las consecuencias económicas del descenso del consumo energético en Occidente y sobre las distorsiones generadas por el impulso político a las tecnologías renovables mediante subvenciones y otros mecanismos alejados del funcionamiento natural del mercado.
Constable participará el próximo 13 de diciembre en el I Foro Internacional Economía, Clima y Energía, una cita de alto nivel que se celebrará en la Universidad CEU San Pablo de Madrid. El evento, organizado por el Instituto Juan de Mariana, reunirá a expertos internacionales como Bjorn Lomborg, Michael Shellenberger, Andy Mayer y el propio Constable. A pocos días de esta celebración, el experto atiende a las preguntas de El Debate.
–Usted vincula la energía barata con el progreso y la estabilidad social. ¿Estamos poniendo ese equilibrio en riesgo con las políticas climáticas actuales?
–La historia económica es bastante concluyente: la introducción de combustibles altamente productivos –primero la turba en los Países Bajos y luego el carbón en las Islas Británicas– a partir del siglo XVI permitió el primer crecimiento sostenido de la riqueza en la historia humana. Ese salto energético transformó la estructura social, debilitó a los terratenientes y amplió tanto la población como la variedad de empleos.
Antes del carbón, la tierra era la principal fuente de energía, pero su productividad era muy baja: apenas generaba un pequeño excedente más allá de lo necesario para sostener la propia actividad agrícola. Eso hacía que casi todos los recursos y el capital humano estuvieran absorbidos por el campo.
El carbón rompió ese límite y permitió un crecimiento sostenido que favoreció no solo la prosperidad, sino también la libertad: la gente podía moverse, elegir y, sobre todo, tolerar el éxito ajeno. La riqueza precede a la libertad, aunque ambas se retroalimentan. Las sociedades basadas solo en energía orgánica también podían enriquecerse, pero eran extremadamente frágiles; bastaban malas cosechas para hacer retroceder décadas de progreso.
Los combustibles de alta calidad energética produjeron sociedades robustas, donde la riqueza pudo seguir creciendo. Por eso me preocupa que las políticas climáticas de los años 90 estén conduciéndonos de vuelta a flujos orgánicos, mucho más inestables y poco productivos.
Ya estamos viendo descensos muy marcados del consumo energético en países que han incorporado renovables en gran escala: en el Reino Unido el Consumo Final de Energía ha caído un 27 % desde los años 2000; el consumo eléctrico, un 22 % desde 2005. España ha caído un 21 % y Alemania un 18 % desde ese mismo año. Esto no es eficiencia: la eficiencia libera demanda latente y aumenta el uso. La energía, como el dinero, nunca se «deja en la mesa».
La caída del consumo indica contracción económica. Y en economías que se encogen, el éxito ajeno se percibe como una amenaza, lo que lleva a usar el poder del Estado para frenarlo, generando una espiral negativa. Ojalá no fuera así, pero estos son los hechos. Y sí, estoy muy preocupado: nuestras políticas energéticas están poniendo en riesgo una tendencia hacia la libertad y la prosperidad que ha sostenido a nuestras sociedades durante cuatro siglos.
–En su análisis, el objetivo de emisiones Net Zero es económicamente inviable. ¿Por qué cree que se ha convertido en un dogma político en lugar de un debate técnico?
–Los gobiernos de la OCDE, especialmente en Europa, muestran una clara desconfianza hacia la capacidad del público para decidir sobre su propio futuro. Un ejemplo es el tratamiento del descuento en la política climática, ilustrado por el célebre Stern Review (2006). Stern eligió una tasa de descuento extremadamente baja, lo que equivale a aceptar casi cualquier coste presente en nombre de las generaciones futuras. Pero esa elección fue normativa: reflejaba sus propias convicciones sobre el clima y las tecnologías renovables, no cómo la gente realmente valora el futuro cuando forma sus propias opiniones.
El público, en cambio, es escéptico ante las panaceas «verdes» y entiende que sabemos poco del futuro, por lo que resulta sensato descontar con fuerza y atender primero a los costes actuales. Sin embargo, muchos responsables climáticos consideran estas actitudes como un defecto moral y suponen que saben más que nadie.
Es razonable tener una política climática, pero debe ser racional, y la nuestra no lo es
Esta falta de confianza en la ciudadanía ha llevado a que el debate técnico ocurra a puerta cerrada, mientras al público solo se le ofrece retórica dogmática. En privado, los expertos dudan mucho más, pero en público proyectan una seguridad exagerada. Las políticas basadas en renovables están fracasando y, cuando colapsen del todo, probablemente arrastrarán consigo el apoyo a cualquier política climática, lo que sería muy lamentable. Es razonable tener una política climática, pero debe ser racional, y la nuestra no lo es. La escasa interacción con el público es una de las principales causas de esta deriva.
El ciudadano común quizá no sea un técnico, pero ama a su familia y suele saber qué es lo correcto. Yo habría confiado mucho más en él.
–Habla usted de «costes ocultos» en la transición energética. ¿A qué se refiere exactamente y quién los asume?
–Las renovables como la eólica y la solar son costosas por naturaleza: sus flujos irregulares exigen más infraestructura, más capital y el mantenimiento de centrales convencionales que funcionan como respaldo de forma antieconómica. Esto eleva los costes del sistema, pero muchos quedan ocultos. Las centrales de gas generan menos y, para cubrir sus costes fijos, deben cobrar más cuando producen, aunque luego se culpe injustamente a los «combustibles fósiles caros». Además, buena parte de los costes de red y de equilibrio del sistema se diluyen en contabilidades opacas.
A esto se suman las subvenciones. El Reino Unido gasta unos 12.000 millones de libras al año en ayudas directas a las renovables, más otro tanto en subvenciones indirectas, recargos y comercio de emisiones, lo que sitúa el coste anual total en torno a 25.000 millones, más del 35 % del coste eléctrico. Y aún hay que añadir la ineficiencia del sistema convencional que sigue siendo necesario para garantizar el suministro.
Nada de esto es visible para el público, y aunque los mecanismos varían entre países, el mismo problema de costes ocultos se repite en toda Europa.
–¿Cuáles son los principales errores del modelo energético británico que otros países deberían evitar?
–Para los países europeos ya es demasiado tarde para aprender de nuestros errores; hemos avanzado prácticamente en paralelo, es un error paneuropeo. Intentar una descarbonización profunda basada en flujos estocásticos como la eólica y la solar fue un error que ha hecho retroceder las políticas climáticas serias 20 o 30 años. Hubo un momento en el que estaba disponible una transición del gas a la energía nuclear. No la tomamos, y ahora nos vemos ante una grave contracción económica, un colapso del consumo energético, y puede que incluso tengamos que volver al carbón para salvarnos. Tal vez aún sea posible retomar un camino basado en el gas y luego avanzar hacia la nuclear, pero la demanda mundial de turbinas de gas es alta y la construcción nuclear es dolorosamente lenta en Occidente debido al exceso regulatorio, así que el carbón resultará muy atractivo para países cada vez más desesperados como el Reino Unido, y no estaremos solos. Será interesante ver qué hace Alemania.
–Los defensores del decrecimiento proponen consumir menos energía para salvar el planeta. ¿Cree usted que es posible mantener la prosperidad con menos energía?
–No, no es posible mantener la prosperidad con menos energía a escala del sistema. La riqueza consiste en crear estados físicamente improbables, y eso requiere conversiones energéticas abundantes. Hoy, gran parte de esa energía se consume en Asia para fabricar bienes que Occidente importa, lo que genera una prosperidad real pero superficial.
Quienes proponen estilos de vida con muchísimo menos consumo energético suelen recurrir, según el autor, a juegos de palabras o a una redefinición radical de valores. Si aceptamos la noción común de prosperidad –comodidad, seguridad, bienes y servicios complejos–, entonces la conclusión es inevitable: se necesita más energía, no menos. La prosperidad sin energía abundante simplemente no es físicamente posible.
–¿Cree que la transición verde actual está ampliando la brecha entre ricos y pobres?
–Sí, aunque, en justicia, no es el único factor implicado, como estoy seguro de que todos coincidimos; la política también tiene mucho que ver. Dicho esto, los costes de las políticas climáticas son, por lo general, brutalmente regresivos. No solo recaen de forma desproporcionada en los hogares de menores ingresos, sino que de hecho implican transferencias de riqueza desde los hogares más pobres hacia los más ricos.
Por ejemplo, en el Reino Unido hemos tenido subsidios muy generosos para incentivar la instalación de paneles solares domésticos. Esos subsidios se financiaban con las facturas eléctricas de todos los consumidores y se transferían a quienes tenían suficiente capital, o la solvencia para endeudarse, e instalar estos sistemas tan caros en su propiedad. Quienes vivían de alquiler o no tenían suficiente capital estaban pagando por un esquema en el que no podían participar. Era un Robin Hood al revés: robar a los pobres para llenar los bolsillos de los ricos. Y profundamente injusto. Pero como las subvenciones estaban ocultas, siguen siendo muy poco conocidas, a pesar de que ascienden hoy a unos 1.800 millones de libras anuales. Me temo que análogos similares pueden encontrarse en otros países.
Luego está la consideración general de que, para persuadir a los intereses de capital y a las empresas a invertir en proyectos de muy alto riesgo, los gobiernos han tenido que eliminar ese riesgo mediante subvenciones y otras coerciones de mercado, restringiendo la elección pública. El gobierno ha decidido coludirse con el interés productor frente al consumidor para cumplir los objetivos de renovables, y eso sin duda ha implicado una transferencia de riqueza de los consumidores a los accionistas. La tragedia es que estas políticas caras e injustas ni siquiera han tenido éxito en sus propios términos. Ni siquiera son políticas climáticas viables. Los sacrificios impuestos a los pobres son completamente inútiles.
–Europa lidera la agenda verde, mientras que EE.UU. y Asia adoptan un enfoque más pragmático. ¿Está Europa perdiendo competitividad?
–En 1990, Alemania y China consumían niveles similares de electricidad; hoy China consume 18 veces más, mientras Alemania ha reducido su demanda un 14 % desde 2007. Su red eléctrica, dominada por el carbón y otras fuentes firmes, es termodinámicamente sólida. En Europa, en cambio, muchos países registran descensos preocupantes en su consumo energético e industrial debido al coste de las políticas climáticas.
Estados Unidos adopta un enfoque más pragmático: su secretario de Energía, Chris Wright, entiende bien la conexión entre energía y crecimiento y busca reorientar la política, aunque la reindustrialización será larga y difícil. China, por su parte, está en una posición muy fuerte: su industria consume cuatro veces más energía que la estadounidense y seis veces más electricidad, mientras EE. UU. ha visto caer su consumo eléctrico industrial un 24 % desde 1999. La electricidad, clave para la manufactura sofisticada, revela hasta qué punto China ha desplazado a EE. UU. en el sector. Europa, aunque muchos ciudadanos comprenden ya el problema, sigue muy rezagada, especialmente sus gobiernos y la Comisión Europea.