El grito del Elbrus

Atalayamos. Mi caballo se ha despeñado en el último tramo; perdió una mano y rodó. Pude saltar a tiempo. Se quedó a cuatro o cinco pasos de un cortado vertical de esos de trescientos metros. Los dos guías imploran a Alá. Él nos protege. Recupero mi jaco, no tiene nada

Expedición de caza en el monte Elbrus

Expedición de caza en el monte ElbrusCedida por el autor

Había luna llena. Noche serena, sin aire, donde cuando salí fuera de la cabaña noté que crujía la hierba escarchada de una pronta madrugada. Eran las tres. El ruido de uno de los caballos me decía que ya estaban listos. El monte Elbrus a lo lejos era iluminado por la luz y las nieves de esta penumbra que parecía de día. Fueron cuatro horas cabalgando hasta situarnos en las faldas del gran Zar -del Elbrus- que da entrada a Rusia.

Asia te lleva al extremo. Al físico y al mental. Asia te enseña que un huevo duro con sal y una taza de té puede ser la comida más cara del mundo. Sí, cuando tomas lo anterior sobre una cumbre nevada y tus ojos pueden ver un entorno infinito que se alza sobre las propias nubes. Eso no tiene precio.

La montaña -que es la esencia de Asia- te acompaña en silencio, te hace sudar, resoplar y apretar los dientes en los cortados verticales. La bendición de estar aislado -no amarrado a un teléfono como vivo- me hace recordar las poesías de mi juventud, la tabla periódica, los reyes godos o cualquier lección de la escuela grabada en mi memoria. Impone el silencio total del entorno. Al estar a mucha altura no hay pájaros, ni roedores. No hay nada. Sólo frío. Antes de poner pie al estribo me gustó ver a mi amigo Rasú realizando la primera oración del día.

Expedición de caza en el monte Elbrus

Expedición de caza en el monte Elbrus

Seguimos ganando altura, zigzagueando con los jamelgos que llevan ramplones en sus suelos. Paramos en un alto a dar resuello a los animales. Rasú va a por la segunda oración. Lo observo. Mira hacia el Elbrus pues en aquella dirección está la Meca. La luna vigila la escena. Es sobrecogedora. El hombre se arrodilla y vuelve a levantarse mientras susurra una oración. Silencio extremo, quizá es el propio frio quien calla las almas. Estoy gozando de todo.

Atalayamos. Mi caballo se ha despeñado en el último tramo; perdió una mano y rodó. Pude saltar a tiempo. Se quedó a cuatro o cinco pasos de un cortado vertical de esos de trescientos metros. Los dos guías imploran a Alá. Él nos protege. Recupero mi jaco, no tiene nada, sólo un susto. Estoy absorto en mi felicidad. Veo una manada de yaks. Seguimos subiendo hasta una meseta en lo más alto. Está amaneciendo…

Desmonté. Rasú comienza a escudriñar el entorno. Servidor estaba embobado admirando el horizonte; un mar de nubes bajo mis pies. Picos que atraviesan esa piel de niebla. Al fondo Dagestán. A otro lado el monte Elbrus, imponente, que nos vigila sereno, como un mastín caucásico que duerme plácido pero con un ojo abierto . Quiero quedarme allí para siempre. Morir allí si es preciso. Rasú reza de nuevo. Qué hermoso es hablar con Dios desde aquel lugar.

Mientras caminas por aquellos cortados debes olvidarte de dónde estás. El vértigo es el peor aliado o el mejor enemigo

El día transcurre sin mayores. O con todos los peligros juntos. Pero sólo escucho mi corazón palpitar. El silencio, el silencio hiriente de la montaña, ese que te amartilla los tímpanos porque sólo escuchas tus pensamientos y a ti mismo. Mientras caminas por aquellos cortados debes olvidarte de dónde estás. El vértigo es el peor aliado o el mejor enemigo. Me acuerdo de mis amigos, de mi familia. De todos aquellos que me alegra que no estén allí por lo duro del entorno. Y rezo, hablo con Dios, el entorno invita a ello.

El día se apaga, hemos tenido éxito en nuestra caza pero se nos ha hecho muy tarde. Tenemos que regresar por nuestros pasos en aquellos cortados helados, nevados, suicidas. La luna nos vigila, es nuestra aliada. La ventaja de no ver mucho es que tampoco te asustas mucho. El cuerpo está amorcillado por el esfuerzo. Ya de perdidos al río. Una raya más para el tigre. El Elbrus nos sigue mirando. No sé si nos protege o examina. Rasú reza la cuarta oración del día. Sé que se está encomendando a los suyos para que nos den protección en el arduo y peligroso regreso.

Me he desorientado, o no calculo bien las distancias. Pensé que habíamos llegado pero no, hemos de avanzar una hora más y cruzar por un vertiginoso cortado. No recordaba haberlo cruzado -o sí-. Estoy agotado, llevo quince horas caminando. Pero aquí seguimos. Un apretón más para llegar a los caballos y otro trecho para el campamento. Me santiguo y me acuerdo de Mario Migueláñez que allí se despeñó. Desde alguna de esas estrellas nos estará mirando como el Elbrus.

Lolo de Juan en el monte Elbrus

Lolo de Juan en el monte Elbrus

Falta poco, el silencio duele, no se escucha nada de nada, sólo los suspiros de tres hombres extenuados. Mis meniscos se resienten en las bajadas, prefiero subir, pero es el terreno quien manda. Mi vara de castaño me ayuda. Quiero besar la lona, no puedo más. Por fin un ruido, un resoplido de los caballos que nos aguardan maneados, hemos llegado a territorio seguro, el miedo y el vértigo quedaron atrás. Llevamos veinte horas y nos faltan tres más para llegar a la base. Me tumbo en el suelo mirando al cielo en una noche limpia y quieta donde todos los elementos nos observan. Oigo mi corazón, mi respiración, esto impone. Hemos superado la prueba. Me santiguo. Subimos a los caballos para rematar la marcha. Vamos a partir pero un gran explosión se escucha a lo lejos, en las cimas del Elbrus. Es lo único que escuché en todo el día. Nos quedamos los tres mirando al estruendo, al grito, al grito del Elbrus. Sería algún desprendimiento de rocas. O quizá las almas que ha recogido nos desean buena suerte. O era Mario Migueláñez quien desde aquella cima me decía que se despedía, que lo malo había pasado y que ya no le necesitábamos.

No quise responder al grito. Por el contrario, me quité la gorra y la alcé a los cielos devolviendo al Elbrus ese saludo frío pero con la sonrisa cansada de haber pasado la prueba. De demostrar a mi ego que aún puedo subir y puedo seguir bailando con la montaña, como el joven amante enamorado de una mujer mayor.

Tres horas después por fin encuentro el saco y un jergón de paja. No tengo tiempo para descalzarme y entregarme al sueño. Se escucha el fuego de la estufa que me mece con su susurro. Rasú entona la última oración del día. Y yo seguía repitiendo en mis oídos el grito más hermoso del Cáucaso norte, el grito del Elbrus.

  • Lolo De Juan es gestor agropecuario

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