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Por qué 'Shōgun' se ha convertido en una de las series del año
El mayor éxito de los diez episodios que componen esta magnífica miniserie radica en que el espectador entienda ese «por favor» y esa extraña cortesía ante la muerte obligada
«Por favor, córtate el vientre mañana al atardecer», conmina uno de los personajes en el último episodio. Esta sentencia –nos vale el doble sentido de la palabra– ejerce de síntesis perfecta para Shōgun, una de las propuestas más comentadas y aplaudidas de esta primavera y uno de los hitos del año seriéfilo. Estamos en el siglo XVII en Japón, lo que ya nos proporciona pistas. Esas coordenadas espacio-temporales también nos transportan al aroma samurái de una tradición milenaria, de la importancia del honor, de los lazos de vasallaje.
Pero lo que más cuesta tragar para quien no haya visto aún Shōgun es la locución adverbial que enmarca esa orden de suicidio. El mayor éxito de los diez episodios que componen esta magnífica miniserie radica en que el espectador entienda ese «por favor» y esa extraña cortesía ante la muerte obligada.
Y es que Shōgun resulta contracultural desde su formato. Es una serie bilingüe. Hay subtítulos sí o sí. La versión original combina el inglés y el japonés; la doblada solo traduce el primer idioma. Aún más: numerosas escenas exhiben un personaje transcribiendo a otro. Esto, que parece atentar contra cualquier manual de eficacia narrativa, se convierte en un elemento esencial de Shōgun. Por un lado, es como si los creadores (el matrimonio formado por Rachel Kondo y Justin Marks) demandaran del espectador una fidelidad absoluta; en estos tiempos de dispersión visual y multipantalla necesitarás estar muy atento o te perderás las intrigas que tejen Toranaga e Ishido para controlar el Consejo de los Cinco Regentes.
Por otro lado, la traducción en pantalla –generalmente entre Mariko y Blackthorne– sirve tanto para obligarnos a los espectadores a empatizar con el difícil acomodo del marino inglés a un entorno desconocido, como para trabajar la sutileza entre el decir y el sentir. De hecho, uno de los grandes descubrimientos de Shōgun ha sido Anna Sawai, una actriz portentosa en el gesto minimalista, capaz de negar con un sutil arqueo de cejas la misma afirmación que está pronunciando.
Es otra de las virtudes que han aupado a Shōgun al altar crítico: su trabajada construcción de personajes, repletos de matices, vericuetos, heridas y lealtades. Los arcos de transformación evolucionan de forma orgánica, haciendo del choque cultural una experiencia que va perfeccionando los contornos de unos y otros. En este sentido, la última escena de Blackthorne constituye una sublimación de todo lo aprendido en suelo nipón, no solo por él, sino también por los espectadores.
Sin embargo, Blackthorne no es realmente el protagonista principal. Un gigantesco acierto de esta nueva adaptación del best-seller de James Clavell –que ya fue llevado a la pequeña pantalla en 1980, con Richard Chamberlain y Toshiro Mifune– es de proponer una mirada mucho más oriental. Lo exótico es el marino inglés o el jesuita portugués; la mirada de los creadores a este mundo es desde dentro. Por eso los personajes más fascinantes y redondos son japoneses (Mariko, Toranaga, Yabushige). Y por eso, también, el acabado formal resulta tan primoroso, atento al detalle de época en lo pintoresco de las armaduras, lo elegante de casas y jardines, o la precisión de cabellos y trajes.
En esa elevada apuesta de producción radica parte del éxito que está cosechando Shōgun en todo el mundo. Los paisajes majestuosos y los decorados históricos alientan la épica de una guerra civil que se va larvando en este Japón feudal, una contienda repleta de intrigas, sorpresas y ases en la manga. Hay terremotos espectaculares, escenas de acción apasionantes, finales de capítulo de infarto y un episodio memorable dibujado bajo el cielo carmesí. A quienes les vaya la marcha también disfrutarán de dosis de brutalidad con la espada, incluso con los cañones del navío extraviado.
Pero la verdadera grandeza de Shōgun no radica en esa necesaria fanfarria, sino en el drama íntimo de los personajes: en cómo arde un amor condenado, en el dolor de la traición, en el inesperado impacto de la cruz en una vida, en la fuerza del honor, en el peso de la deuda y la vergüenza, en la grandeza del sacrificio o en los límites de la fidelidad. Por eso la serie concluye narrativamente evocando el célebre verso de T.S. Eliot: «Así es cómo acaba el mundo; no con una explosión, sino con un lamento». O con un sueño que, simplemente, imagina la vida que nunca fue.
Más allá de la exquisita puesta en escena y la trabajada humanidad de los personajes, la fuerza de Shōgun descansa en conceptos que pueden sonar antiguos, pero que siguen haciendo girar el mundo. Porque todos estamos hechos del mismo barro, ya sea aquí o en Osaka hace cuatrocientos años. Por eso, tras diez episodios de recordatorio, el espectador entiende cómo un «por favor» puede convertir el seppuku en un acto tan emocionante. Porque la muerte, como advertía Mariko-sama, «puede venir a por nosotros en cualquier momento… y no controlamos nada más allá». Ni siquiera el viento, ¿verdad, Toranaga?