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Combatientes de la Yihad Islámica en la Franja de Gaza elogian a sus combatientes muertos en los últimos combates con Israel

Combatientes de la Yihad Islámica en la Franja de Gaza elogian a sus combatientes muertosJaafar Ashtiyeh / AFP

El Debate de las Ideas

Anatema y guerras sagradas: reflexiones en torno a la violencia religiosa

En el periodo de la Ilustración nació una narrativa que presentaba las guerras de religión como el cénit del fanatismo, la crueldad y la barbarie en la historia humana

La noción de que la religión tiende a promover la violencia es parte del acervo cultural de una parte significativa de la sociedad en el Occidente post-ilustrado, que vincula de forma consciente o inconsciente todo fanatismo con una actitud ‘religiosa’. Esta concepción parte de lo que William Cavanaugh ha bautizado como «el mito de la violencia religiosa» y se apoya en una falacia histórica y filosófica: la separación anacrónica de lo religioso y lo secular a la hora de analizar los acontecimientos del mundo anterior a la Ilustración, repartiendo calificativos de forma arbitraria sobre qué violencia era ‘religiosa’ y qué no.

Por supuesto, esto implica desconocer el concepto de Marco Terencio Varrón de religio civilis, de aplicación a todas las sociedades tradicionales. Y es que, en la inmensa mayoría de las culturas premodernas resulta enormemente difícil, cuando no imposible, separar las motivaciones religiosas de los conflictos de aquellas económicas, sociales y políticas.

En este sentido, para el caso de la noción de ‘guerra sagrada’ en la antigua Grecia, Anne Jacquemin ha apuntado que los términos thrèskeia (sagrado) y eusébeia (piadoso) aplicados a un conflicto (polemos) son elusivos, dado que «todo aquello que complace a los dioses es pío por definición y todo aquello que les desagrada es impío». Luego toda guerra pagana puede ser una 'guerra sagrada' desde el momento en que los oráculos, auspicios y sacrificios previos sean favorables.

En el periodo de la Ilustración nació una narrativa que presentaba las guerras de religión como el cénit del fanatismo, la crueldad y la barbarie en la historia humana. La gran brillantez expositiva de Gibbon y Voltaire contribuyó decisivamente en el siglo XVIII europeo a proveer de rigor historiográfico y filosófico a esta tesis tan popular como falaz.

La pregunta de Rousseau en El Contrato social sobre el por qué en el mundo pagano no había guerras de religión la responde él mismo al afirmar que la gente «no luchaba por sus dioses», sino que «sus dioses luchaban por ella», esto es, por sus ciudades y estados. Puesto que la ideología de todos los estados del mundo antiguo estaba imbuida de ‘religión’, la guerra adquiría, inevitablemente, un carácter sagrado.

Es decir, que las luchas de poder entre los estados del mundo antiguo eran per se sacralizadas y legitimadas por sus sacerdocios respectivos, siendo la voluntad de poder o la mera supervivencia lo decisivo, una necesidad a la que lo religioso se subordinaba. En los estados del mundo antiguo, estructuras de opresión sistémica en los que una reducida élite extraía (vía impuestos o saqueo) recursos de una inmensa masa de agricultores, el factor Poder primaba sobre el factor Verdad (que es lo que ocupa y preocupa al homo religiosus).

Como sabe cualquier conocedor de esa época, la brutalidad y crueldad de la violencia política de los estados paganos de la Antigüedad no fue menor por el hecho de no estar animada por el fanatismo religioso. Estos estados antiguos no tenían el menor interés en expandir o imponer una ‘Verdad’ religiosa a otros pueblos. El hecho de que solo quisieran explotarlos, esclavizarlos o exterminarlos a partir de una lógica brutal de poder, no hizo menos dañina su dominación. Más bien al contrario. Los imperios sagrados o ‘imperios generadores’, de los cuales el Imperio Español es el mejor ejemplo, suelen ser más benévolos con los conquistados que los imperios depredadores.

El núcleo del problema radica, sin duda, en el uso equívoco del término religión. Aunque la palabra viene del latín, su significado en la antigua Roma, como en la Grecia clásica (salvo alguna escuela filosófica), era solo un vínculo ritualista con lo numinoso y no implicaba una búsqueda personal de lo divino. De hecho, se puede concluir que la idea occidental de lo que es una religión estuvo ausente del acervo cultural del mundo clásico y de las civilizaciones antiguas de la América precolombina, Egipto, Mesopotamia, China, India y Japón.

En lo tocante al ámbito mediterráneo, tan solo el Cristianismo, a través de San Agustín, otorgó al término latino religio un nuevo significado que entronca con nuestra actual percepción de lo espiritual. En sus escritos se observa que para él este concepto designaba ya un encuentro personal con la trascendencia, siendo este ahora un vínculo no solo ritual sino profundamente espiritual. Con todo, esta visión intimista agustiniana de la religio se complementaba con una dimensión comunitaria en el seno de la ecclesia, por lo que el vínculo religioso distaba mucho de ser algo ‘privado’. La dimensión ‘privada’ de la religión es un ‘hallazgo’ protestante, del mismo modo que lo ‘espiritual intimista’ es un ‘hallazgo’ católico previo, al menos en lo tocante a la cultura occidental.

Por consiguiente, en lo relativo a distinguir entre guerras sagradas o santas (aquellas de finalidad puramente religiosa) y las meramente 'sacralizadas' (legitimadas en clave religiosa, pero con otros fines), la distinción solo es posible, strictu sensu, en el caso de las religiones que separaron claramente lo secular de lo espiritual y en las que, por consiguiente, se puede buscar una raíz teológica pura de la violencia sagrada. Es decir, solo es posible para el caso del Judaísmo, con matices, y, sobre todo, para el Cristianismo. En el caso del Islam, como en el de tantas otras culturas del mundo premoderno, lo religioso y lo político están tan íntimamente entrelazados que apenas se pueden distinguir, en su violencia sagrada, los fines ‘religiosos’ de los fines ‘políticos’.

Pero vayamos ahora a la fuente por excelencia: la Biblia. Sin duda los pasajes veterotestamentarios que legitiman o convocan a la violencia sagrada se encuentran entre los más problemáticos del texto bíblico desde el punto de vista ético. Al mismo tiempo también están entre los más debatidos entre los especialistas, dado que la conexión entre religión, monoteísmo y violencia política no deja de ser una de las más candentes de nuestro tiempo.

Si Voltaire ya encontró una auténtica mina en estos versículos de guerra santa en sus invectivas contra la Biblia, algunos de los polemistas actuales más célebres a favor del ateísmo todavía hacen uso de estos controvertidos pasajes para acusar lisa y llanamente a la Sagrada Escritura hebrea de contener una justificación del genocidio y la limpieza étnica. Por mencionar solo un ejemplo, el conocido propagandista ateo Richard Dawkins los menciona en su The God Delusion.

Por supuesto, todo esto nos parece que pertenece más al género de la propaganda del ateísmo que al de la historia de las religiones, pues obedece a una grosera y torpe descontextualización del verdadero papel jugado por el tronco religioso judeocristiano en general, y la Biblia en particular en la historia de la violencia en el Mediterráneo antiguo, medieval y moderno. Si bien es cierto que en el Antiguo Testamento encontramos 375 menciones de la cólera de Yahveh, no lo es menos que la Biblia contiene en su interior algunos de los escritos más radicales, profundos e influyentes de la historia de la ética de la compasión. Sin el legado bíblico la relativa indiferencia moral ante la violencia propia del mundo antiguo hubiera seguido entre nosotros, pues el que prevaleciera en Occidente el concepto ético de humanidad no se debió a los filósofos griegos y romanos que lo alumbraron, sino al triunfo del cristianismo.

En sus estudios dedicados al Pentateuco, el egiptólogo Jan Assmann ha planteado una teoría para explicar la violencia bíblica que ha bautizado como «la Distinción Mosaica». Esta teoría parte de una polémica interpretación del concepto bíblico de idolatría. Assmann plantea que «la idolatría no se limita a denotar una cierta actitud religiosa basada en la adoración de ídolos o imágenes», sino que, advierte, «es un término polémico que expresa de forma marcada una abominación, fruto de una ansiedad cultural y religiosa».

Esta ansiedad tiene implicaciones políticas: «La idolatría es el término paraguas de lo que debe ser evitado por todos los medios». Las tres religiones del tronco bíblico utilizarían a su juicio el concepto de idolatría como un medio para definir la alteridad, esto es, al Otro. Y ese Otro no sería más que el enemigo religioso.

Este acto de definición, además, está arraigado en un acto particular de distinción - la distinción entre lo verdadero y lo falso en la religión. Assmann llama a esta distinción «la distinción mosaica» porque el Pentateuco atribuye particularmente a Moisés la introducción del monoteísmo. De hecho, el monoteísmo mosaico sería, según Assmann, el primer sistema religioso de la humanidad (salvo quizá el culto solar de Akenatón) en basarse en la distinción entre lo verdadero y lo falso.

En la impugnación del culto de las imágenes «se manifiesta – señala Assmann - una nueva concepción de la Verdad que traza nuevas fronteras y es motivo de segregación». De aquí se colige su análisis de la, a su juicio, violencia implícita en el Segundo Mandamiento del Decálogo, la llamada «prohibición de las imágenes», base de la iconoclastia hebrea, o, para utilizar el término alemán: la Bilderverbot.

La distinción mosaica, por consiguiente, llevaría «impreso el pathos de la aculturación agonística», es decir la predisposición al combate contra los idólatras. Así, aludiendo a lo que Carl Schmitt consideraba la esencia de lo político, la distinción entre amigo y enemigo, Assmann escribe: «El Bilderverbot polariza el mundo entre el amigo y el enemigo (...) La imagen es la piedra de toque para la distinción atribuida a Dios entre amigo y enemigo».

En este sentido, ha habido biblistas que han establecido un interesante paralelismo entre las narrativas bíblicas de la expulsión de la comunidad de los leprosos (Nm., 5, 1-4) y la de los idólatras (Nm., 33, 50-56), pues la lepra y la idolatría serían las peores formas de impureza, una física y otra espiritual. Ambas impurezas impiden a Yahveh «habitar en medio de Su Pueblo», por lo que deben ser erradicadas.

En suma, en la teoría de Assmann la distinción mosaica sería una suerte de ‘pecado original’ del monoteísmo excluyente, el germen de la violencia religiosa de las tres religiones del tronco bíblico. Pero lo que Assmann no pondera suficientemente, a nuestro juicio, son tres factores importantes: en primer lugar, la distinción entre lo verdadero y lo falso no es privativa del tronco bíblico, sino que es consustancial a todos los sistemas filosóficos griegos, apoyados en el concepto de aletheia. Assmann reconoce que la filosofía y la ciencia parten de la misma distinción entre verdadero y falso que la religión monoteísta al menos desde que Parménides la introdujo en el pensamiento griego, pero no extrae la lógica conclusión sobre la identidad esencial de ambas actitudes hacia la verdad basadas en el tertium non datur.

A más a más, la mayor parte de estos sistemas filosóficos adoptaron de un modo u otro, una forma espiritual, difícil de distinguir de una secta religiosa. De hecho, como es bien sabido, tanto el judaísmo como el cristianismo, con su insistencia en sus doctrinas salvíficas apoyadas en un canon de lo verdadero y lo falso, recordaron a los observadores del mundo antiguo a las propias sectas filosóficas de matriz helénica. La regula fidei cristiana, la noción de una doctrina verdadera como forma de vida, no es más que la plasmación del concepto griego de kanon tes pisteos en tanto forma de vida filosófica.

En segundo lugar, y esto es reconocido sin ambages por el propio Jan Assmann, el surgimiento de la distinción mosaica no solo tiene que ver con la Verdad. En el Éxodo encontramos también, en no menor medida que la cuestión de la idolatría, la distinción entre libertad y esclavitud, justicia y opresión. Hay una poderosa narrativa de liberación de la servidumbre en el Pentateuco en la que la falsa religión de Egipto y Canaán no es solo idolatría: también es despotismo.

En tercer lugar, la ‘idolatría’ bíblica no solo tiene que ver con el culto ‘equivocado’, ‘falso’ o idolátrico de los gentiles. Tiene también que ver con la abominación: es decir, con el infanticidio ritual masivo en el fuego de los altares de Baal, el sacrificio humano y animal, la prostitución sagrada, la masacre, la mutilación ritual del enemigo, y, en general, con la iniquidad consustancial a muchas de las prácticas religiosas del Próximo Oriente Antiguo que circundaba al Antiguo Israel. Si esto se pierde de vista, se echa en falta un elemento clave para la comprensión del ‘santo celo’ del texto bíblico contra la idolatría.

Y es que la retórica de exterminio, del herem, que allí encontramos, no solo es invocada por los escritores sagrados como reacción ante un culto idolátrico. Es invocada también ante la presencia tangible del Mal en la Tierra. La comprensión del pecado bíblico no puede ser reducida tan solo a la infracción sexual o alimenticia, la impureza ritual, la desobediencia, el culto a falsos dioses… El pecado puede ser simbolizado por el Becerro de Oro ciertamente. Pero también por el Baal al que se sacrificaban, arrojándolos a las llamas, a bebés recién nacidos. Conviene no olvidarlo.

Matizando su propia teoría, Jan Assmann acepta que el concepto de pecado y culpa nacidos de la distinción mosaica supusieron no solo exclusión y condena, sino también una «conciencia de culpa más refinada y profunda», lo que «representa un logro elevadamente civilizador, el equivalente bíblico del descubrimiento griego de lo trágico. La invención del pecado pertenece al progreso en la espiritualidad, pues, al pecador pertenece el espíritu; efectivamente, bien pensado, todo espíritu no es más que sentido para el pecado (Thomas Mann)».

En definitiva, se podría afirmar que la distinción mosaica constituye el comienzo de la 'etizicación' de la religión judía al introducir la lucha contra la esclavitud y la opresión en el corazón de la espiritualidad del pueblo hebreo. Al igual que sucedió en la Antigua Grecia, donde el criterio de aletheia de la filosofía presocrática preparó el camino al concepto socrático de la bondad como virtud moral. El que este logro fundamental, puerta de entrada a la ética de la justicia y la compasión omnipresente en los profetas de Israel, hubiera sido posible sin la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre santidad y abominación, nos parece harto improbable.

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