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17 de mayo de 2024

Grabado de Johannes Althusius de Jean-Jacques Boissard

Grabado de Johannes Althusius de Jean-Jacques Boissard

Otra soberanía: Altusio, el camino abandonado (y olvidado)

Aunque el poder supremo en Altusio parece débil y objeto de una sospecha permanente, en realidad queda ampliamente reforzado

En Camino de servidumbre Hayek se lamenta del camino abandonado en la historia de Occidente. Pero al situar la encrucijada de ese abandono en el siglo XIX, ¿no pecó acaso de optimismo? Él mismo se interrogaba sobre la fuerza de esa ruptura que conducía irreversiblemente al socialismo y sugería que había que considerarla «no sólo sobre el fondo del siglo XIX, sino en una perspectiva histórica más amplia». ¿No se encontraba quizá su visión también contaminada por la nueva perspectiva, viciada por el ángulo muerto de la ruptura moderna? El siglo socialista no fue la raíz del camino de servidumbre sino tal vez el último síntoma de una enfermedad social largamente incubada.
Es probable que toda la historia del Estado soberano quepa en este escolio de Nicolás Gómez Dávila: «El Estado moderno es la transformación del aparato que la sociedad elaboró para su defensa en un organismo autónomo que la explota». Esta idea de metamorfosis del Estado tiene ecos orteguianos que retumban desde La Rebelión de las masas: «¿Se advierte –se preguntaba Ortega– cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor ella, crea como un utensilio al Estado. Luego el Estado se sobrepone, y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado.» O también: «A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasto que alimentan el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. El andamio se hace propietario e inquilino de la casa».
Mientras que la política de Bodino se inserta en la forma política estatal en su momento de despegue histórico a partir de la monarquía centralizadora francesa, la de Johannes Althusius (1557-1638) está marcada por los particularismos locales y por la tradición imperial alemana. Y regresando a los postulados de Wolin, para quien la política es un ejercicio de visión imaginativa volcada a la acción, conviene recordar lo que escribe Jean Touchard en su historia de las ideas políticas a propósito de Altusio: «Rara vez un pensador político unió tan íntima y duraderamente la teoría y la acción».
En palabras de Dalmacio Negro, «partiendo de la consideración del hombre como ser social, creado y predestinado por Dios a vivir comunitariamente e influido por la doctrina de la escuela de Salamanca, (Altusio) afirmaba la soberanía del pueblo, el autogobierno y el derecho de resistencia». Ahora bien, mientras que la soberanía moderna disuelve lo político en lo jurídico antes de licuarlo en lo moral, Altusio preserva, salvo en lo relativo a las servidumbres teológicas, la autonomía de lo político. La particularidad de la perspectiva política emerge, en su caso, a partir de una concepción orgánica de la vida social encarnada en «comunidades simbióticas». Este organicismo altusiano fue destacado también en su momento por nuestro Fernández de la Mora que subrayó asimismo la matriz hispánica que, aunque decantada hacia una orientación calvinista como consecuencia de la ruptura protestante, brota de la concepción del pensador holandés. «Althusio maneja – decía el autor de El crepúsculo de las ideologías– una bibliografía jurídica que, para la época, hay que calificar de inmensa: más de trescientos autores, en su mayoría contemporáneos, entre los que figuran los hispanos Baltasar de Ayala, Pablo de Castro, Diego de Covarrubias (citado 60 veces), Juan de Mariana, Jerónimo Osorio, Pedro de Rivadeneira, Jacobo Simancas, Domingo de Soto, Francisco Suárez, Carlos de Tapia y Fernando Vázquez de Menchaca (citado 89 veces)».
Y es que la antropología del síndico de Emden arranca de presupuestos aristotélicos y no de abstracciones racionalistas o constructivistas. Todo se basa en una antropología diferente, que da lugar a la idea de la simbiosis comunitaria: un desprecio por el hombre aislado. «Precursor de Maurras –escribe Chantal Delsol– se compadece del hombre desnudo en su nacimiento: se diría que viene de un naufragio. Al igual que La Tour du Pin, se describe al ermitaño, ‘sin fuego ni hogar’. Altusio no habla de individuos. Solo estudia al hombre en el seno de las comunidades en las que se integra. Parece resumir la Edad Media más que abrir una época, pues la Edad Media no le reconoce al poder político más que un poder de pacificación y unificación. Considerado el primer autor federalista, es al mismo tiempo el primero en describir detalladamente una comunidad subsidiaria».
Altusio, y esto es lo decisivo en su visión política de la soberanía, reparte las funciones soberanas, desde la base hasta la cúspide, entre todos los actores de la vida colectiva. Se abre así un campo de análisis que la lógica del poder soberano moderno había clausurado. La soberanía para Altusio es genuinamente popular, al igual que para la Escuela de Salamanca. «El pueblo es soberano y puede hacer de su soberanía un administrador, curador o tutor que le represente en sus negocios». (Althusius, Política, XIX, 6 y 7). Es casi un contrato de gestión de negocio ajeno en su forma, salvo por el hecho de que en realidad se trata de contratos marcadamente políticos. El contrato social hobessiano no podría significar sino un absurdo en la teoría de Altusio: la comunidad en el sentido del vínculo, del lazo y la relación existe por naturaleza y no por convención.
Por lo demás, Altusio no ignora que todo poder pretende desbordar sus límites e invadir el derecho reconocido a otros cuerpos inferiores. Al no ser el derecho emanación y monopolio del soberano, la comunidad de Altusio está regida por una pluralidad de asambleas y contrapesos que son el espejo de sensatas suspicacias y justificados recelos ante el poder. Cada cuerpo social defiende el espacio de su autonomía como expresión de su contribución al bien común. No se aceptan tutelas indebidas y, sin embargo -visión de totalidad unitaria que complementa lo anterior- se refuerza la conciencia de pertenencia a una comunidad superior que integra las diferencias y protege a todos. Estas comunidades sucesivas no se asimilan unas a otras, y las personas, integradas orgánicamente en sus respectivas comunidades, no se alienan en el Estado, como sucede en la órbita mecanicista y matematizante de Hobbes.
He aquí otro de los grandes méritos de la concepción política de Altusio. No contribuye a la prolongación de la despolitización en curso, que ha sido más bien, como quedó antes apuntado, expresión de las consecuencias de la idea moderna de soberanía. Como recuerda Dalmacio Negro, «la soberanía moderna, la esencia o alma del Estado es, más que el Estado mismo, lo que asume toda la politicidad identificándose con lo Político, en realidad suplantándolo e impersonalizando el mando político, las relaciones entre gobierno y súbdito, mediante su reducción a la legalidad. En cierto sentido, es, pues, la soberanía, lo que tiende a separar al Estado de lo Político y a despolitizarlo. Pues este último retrocede formalmente ocupando su lugar el derecho legislado. Lo cierto es que la soberanía deviene lo esencial». Por el contrario, como advierte de nuevo Chantal Delsol, aunque el poder supremo en Altusio parece débil y objeto de una sospecha permanente, en realidad queda ampliamente reforzado. Asume la única función que ninguna otra comunidad inferior puede ofrecer: la defensa del conjunto de las comunidades. En esta función el príncipe es omnipotente. Limitado en sus prerrogativas, no obstante, no deja lugar a dudas de que son las más importantes. La instancia pública de Altusio, ciertamente, hace pocas cosas, pero las hace con fuerza y todo el poder necesario. Justo lo contrario que el Estado obeso y débil que conocemos hoy. Como para Gregorio de Tolosa, para Altusio el poder es jefe de orquesta. En él reencontramos la jerarquía de grados presente en Aristóteles: aquí la familia, la corporación, la ciudad, la provincia y allí, en la cúspide, el encargado de la suprema función del mando político. Descargado de tareas subalternas que solo podrían debilitarle de su insustituible misión, a este gobierno le sobran fuerzas para la protección y el socorro en caso de necesidad. Esta es su legitimidad, no tiene otra. Naturalmente, para Altusio, que asienta la soberanía en el pueblo y no en el poder, no admite dudas el derecho de resistencia al poder tiránico, otra huella de una concepción medieval que la política moderna sepultó a conciencia (es decir, contra toda conciencia). Mediante fórmulas orgánicas de participación popular y modos de ejercicio de una ciudadanía activa, Altusio se presenta así también como antídoto frente a ese mal profetizado por Tocqueville: el riesgo del despotismo democrático.

Crisis política y vigencia de Altusio

En un libro publicado hace unos años en Francia, Les deux souverainetés et leur destin. Le tournant Bodin-Althusius (Le Cerf, 2011), Gaelle Demelemestre demuestra con argumentos convincentes la actualidad y vigencia de los planteamientos políticos de Altusio. Para esta autora, hoy destacan tres factores críticos de cuestionamiento del Estado soberano frente a nuevas y problemáticas coyunturas.
En primer lugar, el debate entre liberales y comunitaristas es expresión del callejón sin salida de una antropología atomista que hace de la autonomía individual el único norte de la vida colectiva. Esta viciada visión convierte al poder político, protector supremo de la libertad de autodeterminación, en el árbitro entrometido de los conflictos intersubjetivos, minando así el espacio público cultivado en la tradición republicana occidental.
En segundo lugar, la gobernabilidad de las sociedades democráticas se deteriora con la progresiva suplantación del gobierno por la gobernanza. Aunque el ciudadano está formalmente representado, se afirman cada vez con mayor virulencia los conflictos con la política gubernamental soberana. Los ejemplos abundan, y el más ruidoso acabamos de vivirlo con la reforma de las pensiones de Macron. Todo ello demuestra la progresiva erosión de la legitimidad del poder y, sobre todo, muestra que dicho poder no ha dejado hacer a la sociedad civil aquello de lo que era capaz, pensándose a sí mismo, no como suplente, sino como actor esencial de la vida social. Por lo demás, el mito tecnocrático de la «gobernanza» refleja el disfraz sintomático que oculta el miedo del poder soberano a presentarse legítimamente como gobierno. De este modo se pretende ocultar la función de mando y obediencia que lo define, revelando así un debilitamiento de lo político en sí, que acelera el curso hacia la pendiente de la despolitización estatista.
Por último, la crisis de lo político se manifiesta también necesariamente como ausencia creciente en los límites de la acción del Estado. Humboldt, a principios del siglo XIX, advertía ya de un poder que buscara socorrer a cada individuo más que a intervenir en caso de necesidad. La antropología individualista, que en el fondo sospecha de la capacidad de las personas para unirse favorablemente, solo ve la matriz conflictiva de las relaciones: la que conduce a la guerra de todos contra todos. Todo ello ha provocado el aumento desorbitado de los casos en los que el poder se siente interpelado y conduce directamente desde la soberanía hasta el Estado providencia. Al presuponer la impotencia de la comunidad humana, el poder soberano engendra un cuerpo social anémico. Y así, de nuevo, perdemos de vista la verdadera finalidad del poder.
«Hoy estamos en el triste periodo en que la soberanía social sucumbe aplastada por la soberanía política, en que el Estado lo invade todo, porque no tiene fronteras, llega hasta los últimos límites y no admite ninguna persona que exista por propio derecho fuera de sus dominios, retrocediendo así hasta la época pagana, en que la Sociedad y el Estado fueron una misma cosa». No son palabras de Altusio, sino de Juan Vázquez de Mella. En consonancia con la tradición olvidada del pensamiento político, el conde de Montorroso distinguía entre la soberanía social (horizontal y ascendente) y la soberanía política (vertical y descendente). Y apuntaba: «La soberanía social es lo que sirve de contención orgánica, no de contención mecánica, a los abusos de la soberanía política». Así, en vez de comenzar por plantear un poder absoluto para recomponer después las funciones de la sociedad humana, es preciso regresar a la tradición clásica que, asumiendo las potencialidades de la comunidad humana, deduce las funciones soberanas. En definitiva, un nuevo concepto de soberanía. El de Altusio.
No se debe olvidar que en la primera traducción castellana de la obra de Bodino la construcción jurídico-política de la soberanía moderna ya fue firmemente repelida con firmes argumentos. En la obra imprimida en Turín en 1590, el jurista aragonés Gaspar de Añastro Isunza (1551-1603) propone una edición crítica (o «catholicamente enmendada») de las Repúblicas bodinianas. Entre las enmiendas que destaca quien fuera Cónsul de la Casa de Vizcaya en Brujas se pone de relieve un aspecto esencial: los españoles no pueden aceptar la idea de soberanía si es entendida como un poder ilimitado por encima de los cuerpos sociales. En cambio, la noción tradicional y clásica de suprema auctoritas sí presupone que cada cuerpo, no solo social sino también político (incluyendo por supuesto las potestades propias del monarca), se encuentra encerrado en unos límites.
Esta relectura nos recuerda que el empeño por volver a un regard político adaptado al presente nos permite además regresar a una herencia política europea olvidada y abandonada. Esto implica necesariamente cambiar de perspectiva, huir de la miopía antropológica y social asociada a la noción moderna de soberanía. Hoy la idea de soberanía vinculada a la forma política estatal parece estar agonizando. Ahora bien, otra advertencia es esencial para no pasar de una miopía política a otra. La alternativa de un mundo sin soberanía es todavía peor. Con ella se puede caer en el fantasma de lo que Sheldon Wolin llamaba el totalitarismo invertido: la disgregación de lo político por el desmesurado poder de influencia de un entramado económico-financiero representado por grandes corporaciones multinacionales, que se han convertido silenciosamente en dueños de nuestras vidas en los más diversos campos. Como también advierte recientemente Alessandro Campi, otro crítico agudo de un soberanismo estéril y esclerotizado, la superación de la soberanía política estatal tan anhelada por algunos ha significado en muchos casos dejar el campo libre a la soberanía extrapolítica desprovista de toda legitimidad desde abajo.
El manifiesto europeo de la Declaración de París terminaba con unas palabras que son todo un llamamiento en medio de una crisis que, además de política, es también moral y civilizatoria: «Renovemos la soberanía nacional y recuperemos la dignidad de una responsabilidad política compartida para el futuro de Europa». Es preciso recordar que esta renovación de la soberanía exige una nueva mirada, una nueva perspectiva, una nueva visión que supere nuestra miopía y nos devuelva a la vista tantos ángulos muertos y puntos ciegos olvidados. Sería maravilloso que, gracias a esa nueva visión, divisáramos también, a lo lejos, a nuestros antepasados. Injustamente enterrados en nuestra memoria, con ellos a nuestro lado imaginaremos también un futuro mejor.
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