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17 de mayo de 2024

Varios investigadores trajando

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El Debate de las Ideas

El futuro de la ciencia

En este artículo se ha intentado señalar las bases filosóficas sobre las que se basa la ciencia y, tras un sucinto repaso histórico, se señalan algunos de los peligros que pueden amenazar su futuro

Una de las características más sorprendentes de la naturaleza es la existencia de numerosas regularidades; por ejemplo, el agua fluye siempre de los sitios más altos a los más bajos, las ondas que se generan al arrojar una piedra en un estanque siempre son circulares, etc (1). El hombre siempre ha sacado provecho de algunas de esas regularidades. Cuanto mayor es el número de regularidades conocidas y más hábilmente hayan sido utilizadas por una sociedad determinada mayor es su nivel tecnológico.
Arqueólogos e historiadores nos sorprenden con la sofisticación tecnológica que se ha llegado a alcanzar en el pasado remoto. Las pirámides de Guiza, construidas por los faraones de la IV dinastía en el siglo 26 a. C. y los casi contemporáneos círculos de piedra de Stonehenge son ejemplos bien conocidos. Otros monumentos, como los de Göbekli Tepe (2) (Turquía), con enormes monolitos antropomórficos de caliza, erigidos hace 11.600 años por cazadores colectores que no usaban herramientas de metal en una elevación de terreno alejada de cualquier corriente de agua son, quizás, aún más llamativos.
De otro lado, el caudal de conocimientos matemáticos en Oriente medio fue incrementándose por las sucesivas aportaciones de babilonios, egipcios, griegos y persas y llegaron a un nivel muy considerable con los árabes de los primeros siglos de su fulgurante expansión (3).
Sin embargo, hasta Galileo y Newton, ya en el Occidente cristiano, no suele hablarse de ciencia propiamente dicha, entendiendo por ciencia el estudio de aquella parte de la realidad que sigue procesos que se pueden describir mediante ecuaciones matemáticas, con ayuda de las cuales se pueden hacer predicciones certeras y comprobables. Y es que para que haya ciencia es necesario que se cumplan unos requisitos previos que merece la pena discutir.
En primer lugar, es necesario creer que el mundo se rige por unas reglas fijas (las manzanas siempre caen al suelo) y comprensibles (formulación de ley de gravitación universal por Newton). Esto, que hoy nos puede parecer evidente, no lo ha sido para gran parte de la humanidad durante mucho tiempo. Así, para los primitivos habitantes de Mesopotamia y Egipto el mundo era intrínsecamente inestable. Piénsese, por ejemplo, que, para los egipcios, el dios Ra pasaba toda noche peleando con la serpiente Apofis para que pudiera amanecer un nuevo día y el éxito de Ra no estaba asegurado. Por su parte, el diluvio universal descrito por sumerios y acadios (y recogido por la Biblia como un dato de conocimiento general) debe interpretarse, en última instancia, no como una mera inundación, sino como una vuelta al caos primordial (solo se salva lo que queda en el arca). Con esa concepción del mundo, los ritos de magia eran, por lo menos, tan atractivos como los conocimientos técnicos.
La idea del cosmos como un universo ordenado y descifrable por el hombre es una aportación griega. Para judíos y cristianos un mundo ordenado y comprensible es totalmente compatible con la creencia en un Dios creador y misericordioso (4).
Los árabes al entrar en contacto con los bizantinos, que colaboraron activamente en la administración de Damasco como expertos cualificados de los que carecían los musulmanes, descubrieron la filosofía griega. Durante un tiempo, la escuela teológica dominante veía compatible el islam y la filosofía griega, de tal manera que muy bien podría haber empezado la ciencia en ese momento, máxime si se tiene en cuenta que los árabes mejoraron mucho la calidad del papel de origen chino, permitiendo con ello que la difusión de ideas y conocimientos fuera bastante eficiente (5). Sin embargo, en el siglo XI, con el califato asentado en Bagdad, triunfó definitivamente otra escuela teológica rival, (la de Al Ghazali), según la cual, Dios es, sobre todo, omnipotente (6). Esta concepción de la realidad divina implica, en la práctica, que el vuelo de una flecha al ser disparada por un arco está siendo determinada por Dios en cada instante y Dios puede decidir tanto que dé en el blanco como que se vuelva contra el que la disparó. Es obvio que con estas premisas no puede haber ciencia. La realidad histórica es más complicada porque, además, por esa época triunfaron movimientos fundamentalistas como los turcos selyúcidas o los almorávides.
En el siglo XIII, en el Paris medieval otra disputa teológica sobre la omnipotencia de Dios sentó las bases de la necesidad de explorar la realidad para saber cómo es el mundo.1 Los griegos no solo pensaron que el universo estaba ordenado, sino que el mundo existente era el mejor posible, y eso quería decir, por ejemplo, que las órbitas de los planetas debieran ser circulares por la sencilla razón de que la circunferencia es la curva más perfecta. Naturalmente, las cosas no se plantearon en todos los sitios de la misma manera y Arquímedes de Siracusa pudo enunciar su famoso principio mediante la experimentación y Eratóstenes de Cirene pudo calcular el diámetro de la Tierra con mediciones concretas. En todo caso, la experimentación como método de conocer el mundo, no se sistematizó.
En la Sorbona lo que se discutía era si el Dios racional cristiano habría creado el mejor mundo posible o podría haber creado uno de varios posibles. Pues bien, teniendo en cuenta la omnipotencia de Dios, los teólogos se inclinaron por la segunda opción, de manera que si uno quería saber cómo era el mundo en el que vivía, tendría que estudiarlo experimentalmente (7).
Después de unos inicios tan balbucientes, la ciencia se desarrolló vertiginosamente durante los siglos XVIII, XIX y XX, y su aplicación práctica ha permitido alargar la vida del hombre, alimentar y vestir a miles de millones de personas y, en general, hacer la vida mucho más agradable. Con tal cúmulo de éxitos pudiera parecer que el fututo de la ciencia es esplendoroso. Sin embargo, varios nubarrones se perciben en el futuro inmediato, al menos en lo que se refiere a la ciencia básica (8), que persigue el conocimiento del universo por pura curiosidad. Esta tendencia ha sido analizada con cierto detalle por Caspar Hirschi (9), quien concluye que los gobiernos occidentales están empezando a cuestionar la financiación de la investigación básica si esta carece de aplicación práctica, pues creen, al igual que los dirigentes de la industria, que la ciencia aplicada es el motor del crecimiento económico (10).
Existen, sin embargo, otros peligros, esta vez de carácter filosófico, que amenazan más de raíz la existencia de la propia ciencia, en cuanto que también favorecerían la preponderancia de la investigación aplicada y el progresivo abandono de la ciencia en cuanto tal.
En primer lugar, han surgido dudas acerca de la capacidad del hombre para comprender el mundo. Así, por ejemplo, José Edelstein, profesor de Física Teórica de la Universidad de Santiago de Compostela, se pregunta «¿Por qué habría de ser tan generosa la evolución para habernos dotado de la posibilidad de comprender la totalidad de las leyes naturales si esto no es necesario para nuestra supervivencia?» (11). Esa duda metafísica podría inducir a abandonar cualquier estudio sobre la naturaleza que no obtenga resultados rápidos por temor a que la solución fuera inalcanzable. De confirmarse esa tendencia, se acentuaría el paulatino abandono de la búsqueda del saber por el saber, que, de suyo, es un proyecto a largo plazo y bastante azaroso, y se favorecería, en cambio, la mera tecnología centrada en buscar respuestas concretas a problemas concretos en el menor tiempo posible (por si no se pudiese llegar a un conocimiento más profundo).
Más aún, una vez introducida la duda anterior, es inevitable plantearse por qué la evolución debería dotarnos de los medios necesarios para salvarnos como especie, cuando muchas otras especies han desaparecido (incluso ha habido extinciones masivas). Para convencerse de que esta pregunta no es retórica basta observar cómo ha disminuido la confianza en la capacidad del hombre para solucionar científicamente los retos actuales. Así, a pesar de los éxitos (modestos y parciales) en convertir los gases invernadero (el metano y el dióxido de carbono) en materias primas útiles (12), la sociedad (o gran parte de ella) vive aterrada ante el calentamiento global y la mayor parte de los esfuerzos van encaminados a saber cuándo va a ocurrir y a retrasar un poco lo «inevitable», mediante medidas que, con frecuencia, lastran la economía y sacrifican a los más débiles no en el futuro sino en el momento actual (13).
Ahora bien, si esta falta de confianza en las posibilidades del ser humano se generaliza, llegará un momento en que será difícil convencer a alguien para que haga ciencia. Solo quedaría la tecnología.

Notas al pie

  1. Francisco José Soler en «El enigma del orden natural. Exploraciones en la frontera entre la física y la filosofía». Editorial Senderos, 2020, ISBN: 978-8412241419
  2. https://historia.nationalgeographic.com.es/a/gobekli-tepe-templo-mas-antiguo-mundo-y-nacimiento-religion_4377 (visto el 08.08.2022)
  3. http://personales.upv.es/fbardisa/Pdf/An%C3%B3nimo%20%20Historia%20de%20las%20Matem%C3%A1ticas.pdf (visto el 08.08.2022)
  4. A Fernández-Rañada en «Los científicos y Dios». Editorial Trotta. Madrid. 2008 ISBN 13: 978-84-8164-963-5
  5. La ciencia requiere que las predicciones de las teorías sean corroboradas en centros donde no se ha propuesto la propia teoría, lo que, sin duda, requiere la existencia de muchos centros de nivel semejante. Esto no existía antes del mundo árabe. En el periodo helenista solo Pérgamo seguía de lejos a Alejandría. Los persas sasánidas solo tenían un centro tecnológico puntero, Gundeshapur, etc. En cambio, gracias al papel, Córdoba y otras ciudades estaban a la altura técnica de Bagdad. En el medievo cristiano, tanto los monasterios como las universidades mantenían una comunicación abierta entre ellos, por lo que tenían un nivel cultural muy parejo; la destrucción (o el eventual atrofiamiento) de uno o varios centros no implicaba la desaparición sustancial de conocimientos en occidente.
  6. Robert R. Reilly in «The Closing of the Muslim Mind: How Intellectual Suicide Created the Modern Islamist»
    Intercollegiate Studies Institute 3901 Centerville Road Wilmington, 2010. ISBN 13: 978-1-935191-86-5
  7. Cabe aquí citar los experimentos sobre la caída de graves llevados a cabo en la Universidad de Salamanca del XVI por Domingo de Soto y citados por el propio Galileo
    J J Pérez Camacho, I Sols Lucía. Revista de Filosofla, 3ª época, (1994), VII, nº 12, págs. 27-49. Editorial Complutense. Madrid. https://revistas.ucm.es/index.php/RESF/article/view/RESF9494220455A/11294 (visto el 08.08.2022)
  8. Ver por ejemplo «Lost in Translation: The Death of Basic Science» (ACS Chem. Neurosci. 2016, 7, 1024−1024); «In defense of basic research» (Science 2017, 355 (6327), 804.)
  9. «The Organization of Innovation— The History of an Obsession»( Angew. Chem. Int. Ed. 2013, 52, 2–7)
  10. Estas tendencias a abandonar la ciencia básica son más una amenaza en ciernes que una realidad angustiosa pues sigue en funcionamiento el costosísimo CERN y la exploración del suelo de Marte, se ha lanzado el telescopio espacial James Webb, etc.
  11. José Edelstein en el periódico «La Nueva España» de Oviedo el 15 de Marzo de 2015
  12. https://www.europapress.es/ciencia/laboratorio/noticia-convertir-metano-efecto-invernadero-comida-peces-20211126115224.html (visto el 08.08.2022)
    https://www.europapress.es/ciencia/misiones-espaciales/noticia-algas-crean-aire-respirable-alimento-co2-exhalan-astronautas-20190508135747.html (visto el 08.08.2022)
  13. Conviene aquí recordar el profundo pesimismo de los dirigentes mundiales de los años sesenta del siglo pasado ante el «desbocado» crecimiento de la población y como la revolución verde vino a ahuyentar tal catástrofe. https://www.fao.org/3/w2612s/w2612s06.htm (visto el 08.08.2022)
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