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17 de mayo de 2024

Urbano II predica la primera cruzada en la Plaza Clermont, cuadro de Francesco Ayets

Urbano II predica la primera cruzada en la Plaza Clermont, cuadro de Francesco Ayets

'Imperare aude!' ¡Atrévete a mandar! (Parte II)

Este artículo sigue el texto publicado hace una semana en El Debate de las Ideas

A riesgo de repetir algunas ideas, permítanme aclarar por qué un llamamiento a ejercer la autoridad, incluida la coerción por la fuerza, no fomenta ni respalda la arbitrariedad, el autoritarismo o el decisionismo.

Arbitrariedad

La arbitrariedad, en nuestro lenguaje moderno, es la condición de las decisiones sujetas «a la libre voluntad o al capricho antes que a la ley o la razón». La RAE identifica el poder arbitrario con despotismo: «política de algunas monarquías absolutas del siglo XVIII, dirigida a fomentar la cultura y la prosperidad de los súbditos» (Diccionario de la Real Academia Española).
Imperare aude, la invitación a ejercer la autoridad, no es una llamada a la arbitrariedad. Para que el acto de la voluntad sea racional, los actos de consilium y iuditium deben preceder al de imperium. Estos actos constituyen las deliberaciones informativas y valorativas, que nos resulta más fácil reconocer como actos de la razón. Sin embargo, como he discutido en la Parte I, imperare es también en sí mismo un acto de la razón porque esta es la que ordena la intención hacia ciertos bienes como fines y la voluntad a actuar en consecuencia. Por lo tanto, la elección al azar o el capricho personal no deben ser los fundamentos o motivaciones de ninguna decisión de una autoridad. Una decisión arbitraria es contraria al correcto ejercicio del imperium.
Las exigencias de la prudencia en el ejercicio de la autoridad pueden traducirse en algunas fases informativas y deliberativas en los procedimientos de toma de decisiones. Sin embargo, en la mayoría de los casos la deliberación no concluye en un único curso de acción racionalmente necesario o en una elección aprobada por unanimidad. Alguien tiene que decidir y poner fin a la discusión. Esto es lo que distingue crucialmente el proceso deliberativo de toma de decisiones de una disputa teórica. Si bien la autoridad debe aspirar a ser convincente y a obtener el consentimiento, es imposible conseguir un apoyo universal. El acto de imperium de la autoridad, al poner fin a las deliberaciones, salva la distancia entre el resultado que arroja el discurso racional y la acción real. Y garantiza que la decisión siempre estará basada en alguna razón; un tipo de razón que no es universalmente válida, sino sólo en éste y en otros casos similares. Esto sigue siendo cierto, aunque a veces resulte inconveniente revelar las razones que justifican una decisión (arcana imperii), al menos durante un tiempo. Esta discrecionalidad puede entrañar el riesgo de servir para ocultar intenciones arbitrarias, pero este peligro es inevitable en la práctica.
Ningún marco institucional, por muy bien diseñado que esté, puede garantizar que quienes ostentan el poder no busquen su propio bien. Por lo tanto, limitar la arbitrariedad de la autoridad exige algo más que dar a todas las partes interesadas voto, voz o poder de salida. Como ilustra claramente la historia del siglo XX, un gobernante puede ser arbitrario y al mismo tiempo cumplir todas las formalidades requeridas para la validez jurídica de sus decisiones. Las instituciones consultivas y participativas deben contribuir con información relevante y evaluaciones de todas las partes afectadas o capaces de participar, pero no pueden sustituir el acto de imperium de quienes ocupan puestos de poder y la responsabilidad única y personal que conlleva.

Autoritarismo y autocracia

El Diccionario de la RAE define como autoritario al «régimen o sistema político caracterizado por el exceso o abuso de autoridad» o «que ejerce el poder sin limitaciones». El autoritarismo puede entenderse también como una forma de tratar a los súbditos o un estilo de gobierno (o una disposición a obedecer). Especialmente en lo que respecta a la relación del gobernante con sus consejeros y colaboradores y a los procedimientos establecidos para su participación en la toma de decisiones. Un régimen autoritario o autocrático descuida la colegialidad, el papel del consentimiento de los gobernados y el respeto debido a la libertad del pueblo.
En el ámbito familiar, un padre puede ser autoritario, perjudicando así la educación de sus hijos, pero ese hecho no demuestra nada en contra de la autoridad paterna o materna. Abusus non tollit usum es la máxima jurídica. Las malas experiencias, los modelos culturales corrompidos, etc., pueden inclinar a algunas personas a caer en excesos, pero no debemos subestimar el riesgo de los defectos opuestos en el ejercicio del poder -pusilanimidad, timidez, cobardía, etc.- y el papel que desempeña el autoritarismo para compensar esos defectos.
El autoritarismo puede manifestarse en la falta de docilidad y respeto de un gobernante hacia los procesos informativos y deliberativos. Esto suele ser contrario a la virtud de la prudencia, pero también una injusticia hacia los demás y una causa de mal gobierno. Sin embargo, la razón práctica, que apunta al bien común de los gobernados, puede exigir excepcionalmente que la autoridad legítima no siga el consejo o las decisiones legítimas de sus colaboradores y subordinados. Esta posibilidad forma parte de lo que define, por ejemplo, el carácter de la suprema potestas del Pontífice Romano sobre sus colaboradores, hermanos obispos, sínodos y concilios (can. 331).
En el ámbito civil, la mayoría de los sistemas políticos reconocen explícitamente la posibilidad de que las autoridades ejecutivas ejerzan poderes excepcionales. Al fin y al cabo, hay situaciones en las que las normas generales no pueden captar los requisitos de la justicia y del bien común, o en las que las instituciones participativas están gravemente corrompidas o comprometidas. La responsabilidad de los gobernantes en esos contextos, y los peligros asociados a ellos, son evidentes e inevitables. El ejercicio adecuado del imperium, en obediencia a la verdad y a las exigencias del bien común, es particularmente crítico en tales situaciones.
La autocracia, como teoría o régimen político, fundamenta la autoridad en alguna fuente al margen del consentimiento racional del pueblo. A veces se ha interpretado erróneamente que la tradición clásica proporciona los fundamentos del absolutismo, basándose, por ejemplo, en el princeps legibus solutus de Ulpiano (Digesto 1, 3, 31). Pero las teorías protestantes del derecho divino de los reyes, que son verdaderamente absolutistas, son desviaciones de la doctrina clásica tal y como se encuentra en Tomás de Aquino y otros. De hecho, están más cerca de un régimen despótico que de una comunidad política de individuos libres gobernados por la razón.
Por el contrario, en la tradición es común la preferencia por algún tipo de régimen mixto (cf. ST Ia-IIae q. 105 a. 1 co.). En un régimen de este tipo (que incluya elementos monárquicos, aristocráticos y democráticos), la rectitud de la autoridad no depende únicamente de la virtud personal del gobernante y tampoco podría ser socavada por poderosos intereses privados o por deseos manipulables de las masas. En este régimen, todos los ciudadanos participan en el gobierno civil de diferentes maneras y la mayoría de los cargos de autoridad tienden a ser temporales. En este sentido, el régimen del cuerpo eclesiástico, constituido por la revelación divina y sus leyes positivas, se asemeja menos a un régimen propiamente mixto y más al dominio paterno y materno dentro de una familia (donde obispos con mandato vitalicio gobiernan y nutren a su rebaño con doctrina y sacramentos). Por supuesto, esta autoridad paterna debe evitar un estilo «autoritario» (cf. 1 Pedro 5, 1-5) y respetar los derechos de los fieles (can. 208-233).

Decisionismo

El decisionismo es, según Carl Schmitt, la doctrina que entiende el derecho esencialmente como una decisión de una autoridad. Es la manifestación en la teoría jurídica de un voluntarismo típicamente moderno. Aunque Schmitt suele ser descrito como el decisionista paradigmático, en realidad defendía una concepción del derecho fundamentalmente como un orden concreto. En esta concepción, las decisiones y normas jurídicas se ordenan a la conservación de un orden pre-positivo, pero ya propiamente jurídico. En su obra Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica, en la que delineó estos conceptos, Schmitt opuso su propia visión del derecho al positivismo jurídico, que definió precisamente como la combinación de decisionismo -el derecho como resultado de una decisión política en ausencia de un orden previo- y normativismo -el derecho reducido a un sistema lógico de normas que ignoran sus condiciones sociales e institucionales de posibilidad-.
Con la idea del derecho como orden institucional concreto, Schmitt intentaba evitar cualquier referencia a los principios universales de la razón, probablemente motivado por su confusión de la universalidad del ius naturale et gentium, en la tradición jurídica clásica, con el universalismo liberal, que consideraba antipolítico. Por otro lado, aclaró que, aunque la suprema potestas del Pontífice Romano «contiene fuertes elementos jurídico- decisionistas», «la decisión infalible del Papa no establece el orden y las instituciones de la Iglesia sino que los presupone». En otras palabras, se dio cuenta de que la tradición clásica no era decisionista, ni siquiera en el caso extremo de la suprema potestas del Papa.
Imperare aude, la llamada a ejercer la autoridad, no pretende inmediatamente desacreditar las formalidades del legalismo liberal y del procedimentalismo. La tradición clásica no es decisionista y no fundamenta la validez y legitimidad del orden político y jurídico en una decisión-marco originaria. En consecuencia, esta tradición no promueve golpes revolucionarios para restablecer la justicia. Siempre se adhiere a una comunidad política existente con un sistema jurídico que funciona y que faculta a las autoridades -en la medida en que puedan preservar las condiciones básicas de la paz política- para gobernar para el bien común. De manera ordinaria y en la medida de lo posible respetando las leyes existentes que determinan las competencias y los procedimientos.

Un llamamiento a la acción común, bajo autoridades legítimas

Como escribe Pierre Manent en Ley natural y derechos humanos, «recuperar la comprensión del derecho no puede consistir únicamente en releer atentamente a Santo Tomás, por indispensable que sea este esfuerzo. No podemos proceder como si no hubiera pasado nada durante siete u ocho siglos». Es necesario ir más allá del derecho como simple límite al poder para «recuperar la plenitud del derecho como razón práctica que motiva y regula la acción, concretamente de la acción orientada al bien común». Esta exigencia de emprender una acción común para el bien común implica necesariamente órdenes legislativas y ejecutivas por parte de las autoridades legítimas. Requiere la voluntad de gobernar de acuerdo con la razón.
Esta llamada a gobernar se aplica a todo tipo de autoridad: doméstica, académica, eclesiástica, militar y civil, cada una con sus características particulares, aunque estoy pensando principalmente en las autoridades civiles. Obviamente, también concierne a quienes circunstancialmente no tenemos autoridad y somos gobernados por otros. Debemos aprender de nuevo a relacionarnos con las autoridades activas que pretendan no solo respetar nuestros derechos, sino también guiarnos hacia el bien común. Los gobernados deben poner en práctica las virtudes propias de su condición: prudencia política, iniciativa contributiva, obediencia, paciencia, resistencia legítima a la autoridad injusta.
En ocasiones, la incapacidad para gobernar y la consiguiente injusticia, desorden y violencia son el resultado de la indecisión y la falta de valor para usar el propio intelecto y voluntad para guiar a los demás. Esto no solo se debe a la debilidad moral personal, sino también a la confusión teórica y cultural. Sin embargo, la claridad en asuntos prácticos no proviene solo de la reflexión y el diálogo. Como seres humanos, necesitamos deliberar sobre las posibilidades concretas de acción. De ahí el llamamiento a quienes ocupan puestos de poder a todos los niveles: Imperare aude! ¡Atreveos a mandar, aun a riesgo de cometer errores y excesos! Moveos y movednos para que podamos deliberar sobre la justicia y la prudencia de nuestras acciones comunes en la búsqueda del bien común, y superemos por fin los asfixiantes límites del pensamiento jurídico y político moderno. «Tened el valor de ejercer vuestra autoridad» -imperare aude!- sería, por tanto, el lema para una restauración de la tradición jurídica clásica.
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