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29 de abril de 2024

Ensayos para las vacaciones

Un hombre hojea un libro y toma notas

El Debate de las Ideas

¿Por qué vale la pena leer a Balmes hoy?

No merece la pena abrir un libro si no admitimos, al menos como punto de partida, que su autor puede ser, al menos, tan inteligente como nosotros

Me pregunta mi querido Pablo Velasco «por qué vale la pena leer a Balmes hoy». Y como la amistad goza de ciertos privilegios, me apresuro a retorcer su pregunta antes de que se me pase el enfado que me ha provocado.
¿Por qué parece pertinente preguntarse si vale la pena leer a un autor muerto en 1848 y no por las razones de su olvido? ¿Por qué, en definitiva, damos por supuesto que si algo es antiguo, huele a naftalina y que si algo lleva las fragancias efímeras de lo hodierno merece nuestra venia preventiva? Hay en esta actitud un prejuicio que funciona como premisa, pero cuyo corolario nos abochornaría admitir. La premisa es esta: «Si es moderno es bueno» y el corolario, “si alguien escribe después de Jaime Balmes –o de Cervantes, o de Proust– es más actual que la mayoría de filósofos que han escrito después de él.
No merece la pena abrir un libro si no admitimos, al menos como punto de partida, que su autor puede ser, al menos, tan inteligente como nosotros y que, por lo mismo, ha podido ver en su pasado, observando la corriente de la historia con agudeza, aspectos que el orgulloso presentismo nos oculta a los modernos. Desde mi punto de vista no hay libro que merezca el título de clásico que no sea actual.
Pero, además, al clásico Balmes (haga excepción de su estro poético) es de justicia leerlo con una mirada desarmada para librarlo de la «opa hostil» que ciertos sectores del franquismo lanzaron contra ellos. Se apropiaron de su figura (no tanto de sus ideas, que no se dejan domesticar fácilmente) para convertirla en lo que, por razones obvias, nunca pudo ser: en precursores de la ideología del régimen franquista. No por casualidad Azorín escribió en un artículo de 1904 que Balmes –por cierto, autor predilecto de Costa– era «el mayor periodista de la España contemporánea y el más fuerte y claro dialéctico» (La melancolía del señor Costa).
Dado que este artículo se publica en El Debate sería del todo inexcusable pasar por alto que Ángel Herrera, nacido 38 años después del fallecimiento de Balmes, es, sin duda, su más fiel heredero. Ha tenido otros descendientes, pero ningún heredero como Herrera, lector minucioso y reincidente del «filósofo de Vich». José Mª García Escudero, cuyo criterio es, en este asunto, de la mayor confianza, asegura que «Herrera fue un balmesiano convencido (El pensamiento de Ángel Herrera). Nadie, a su parecer, había penetrado con mayor profundidad en el alma y la política nacional. Por eso procuró que los jóvenes universitarios que se le aceraban tuviesen a Balmes como maestro. ¿Sería mucho decir que algo del espíritu de Balmes permaneció vivo en el “Grupo Tácito»?
Me atrevo, pues, a pasarle la carga de la prueba sobre la actualidad de Balmes a Ángel Herrera ya que su actualidad pervive –y bien pujante– en El Debate. Ahí van algunas citas suyas:
«Balmes, el más grande de los periodistas políticos doctrinales, se gloriaba de que nuestro genio político tendía a fórmulas armónicas y conciliadoras, a situarse en la zona templada, donde florece la libertad cristiana. Y Menéndez Pelayo, que proclamaba a Balmes como el maestro más grande que en esta materia ha tenido España en los últimos tiempos, suscribía sus palabras» (OC, I, 961).
«La tercera España se llamó a mediados del siglo, Balmes. Y en el último cuarto de este siglo, en el orden político, se llamó Cánovas. En la línea de esta tercera España nos situamos» (OC, VI, 486-487).
“De Balmes se puede decir que parecía en su tiempo como un monte solitario y aislado y que, cuando llegaron sus verdaderos contemporáneos, hacía ya mucho tiempo que, como un astro majestuoso que termina su carrera, había desaparecido por el horizonte. Los contemporáneos de Balmes no han llegado todavía" (OC, V, 495).
«Lo que podríamos llamar «el hecho de Balmes» es uno de los episodios más bellos de la historia de España del siglo XIX. Un joven sacerdote, de poco más de treinta años, que abandona su querida ciudad de Barcelona para trasladarse a Madrid con la justa pretensión de ofrecer al gobierno y a los partidos una fórmula política que hubiera cambiado el curso de la historia de España. Es de un extraordinario valor moral esta aparentemente quijotesca aventura. Y la fórmula no fue admitida, no porque no fuera sensata y prudente, sino porque las pasiones políticas y las influencias extranjeras la hicieron fracasar» (OC, II, 306). Herrera se está refiriendo al proyecto balmesiano de acabar con las guerras carlistas mediante el matrimonio de Isabel II con el pretendiente, el Conde de Montemolín).
Y una vez puesto a amplificar ecos, permítanme ir a la fuente original para recoger algunos aforismos balmesianos incluidos en el libro Los muchos callan y los pocos gritan:
La España no se muere, ni se puede morir; las naciones no tienen el consuelo de morirse cuando quieran; la España se halla en tales circunstancias, intelectuales, morales y topográficas, que si hubiese de llegar un día tan desventurado en que pudiera desear la suerte de la Polonia, en vano invocaría la muerte, estaría condenada como Prometeo a sufrir el tormento de la vida.
Ha llegado a ser proverbial la expresión de que «España es el país de las anomalías»; pero traducido el proverbio a lenguaje más exacto, debería decirse que España es una nación muy poco conocida.
En España no se respetan los hechos.
Decir que en España tres y dos no hacen cinco pudo ser una ocurrencia feliz para expresar lo extraño de los acontecimientos que en ella se verifican, y lo raro e imprevisto de las maneras con que se desenlazan; pero en realidad con semejante fórmula nada se explica, sólo se confiesa una falta de conocimiento. LE
La más tremenda prueba de su esterilidad [de la revolución española] es el no haber alcanzado a producir otra cosa que el resultado necesario de los grandes males: el escarmiento.
La España es un campamento en desorden, donde cada cual guarda lo suyo como mejor puede, y no escrupuliza mucho en tomar lo ajeno.
El empeño en fundir de nuevo la nación entera como arrojándola en un crisol ha perdido y desacreditado a la revolución y perderá́ y desacreditará a cuantos se obstinen en tan errada conducta.
La confusión que nos envuelve no es verdadero caos, es la niebla tendida sobre un hermoso país.
Es preciso que por todos los medios que estén a nuestro alcance procuremos mantenernos al nivel del siglo, y que, sin dejarnos contagiar por lo que tenga de malo, nos penetremos de él en lo que entraña de bueno.
No nos cansaremos de repetirlo: [en política exterior] buenas relaciones con todos, intimidad con nadie.
Conviene pensar algo más en las instituciones y algo menos en los hombres.
Es necesario no hacerse ilusiones confundiendo Madrid con España.
En España no faltan leyes [...] la tragedia está en que no se observan.
Estamos los españoles en medio del mar, es menester acostumbrarse a las tormentas.
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