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17 de mayo de 2024

Santa Teresa escribiendo, de Felipe Gil de Mena

Santa Teresa escribiendo, de Felipe Gil de Mena

El Debate de las Ideas

La Iglesia y el escritor de ficción

El autor debe ser, por supuesto, consciente de que su función, no menos que la de la Iglesia, es proteger a las almas de la literatura peligrosa

El escrito que aquí reproducimos, titulado en su idioma original «The Church and the Fiction Writer» fue publicado en la revista estadounidense America el 30 de marzo de 1957. Su autora, Flannery O’Connor, acababa de cumplir 32 años y su obra gozaba de un amplio reconocimiento, si bien había quienes expresaban reservas hacia su estilo literario. El crítico Granville Hicks escribió en The New Leader sobre «Un hombre bueno es difícil de encontrar» que «La Srta. O'Connor considera que la vida humana es mezquina y brutal y que emite este juicio desde un punto de vista cristiano ortodoxo. Pero uno no tiene que creer en el pecado original para verse afectado por sus historias». Fue idea de uno de sus amigos sacerdotes, el P. James McCown, S.J., que O’Connor escribiera un pequeño ensayo clarificando su visión de la relación existente entre su fe católica y su tarea como escritora de ficción. El ensayo fue revisado por el entonces editor de la revista America, el P. Harold C. Gardiner, S.J., quien eliminó un párrafo, lo que provocó el comprensible enfado de Flannery O’Connor. El párrafo en cuestión se reproduce en corchetes, siguiendo la edición restablecida de la propia revista America.
La pregunta de qué efecto tiene el dogma católico en el escritor de ficción que es católico no siempre puede responderse señalando la presencia de Graham Greene entre nosotros. Uno tiene que pensar no sólo en los dones que han dado fruto, sino en los dones que se han perdido y en los que nunca llegaron a desarrollarse. Hace algún tiempo, los editores de Four Quarters, una revista trimestral publicada por la facultad del La Salle College de Filadelfia, publicaron un simposio sobre el tema de la desaparición de los escritores católicos entre los graduados de universidades católicas. En respuesta, aparecieron cartas de escritores y críticos, católicos y no católicos.
Esta correspondencia iba desde la afirmación de Philip Wylie de que «a un católico, si es devoto, es decir, vendido a la autoridad de su Iglesia, también le lavan el cerebro, se dé cuenta de ello o no» (y en consecuencia no tiene la libertad necesaria para ser un escritor creativo de primer nivel) hasta la explicación repetida a menudo de que el católico en este país [los Estados Unidos de América] padece de una estética provincial y de una insularidad cultural. Unos pocos consideraron que la situación no es peor entre los católicos que entre otros grupos, ya que siempre es difícil encontrar mentes creativas; otros responsabilizaron a los tiempos que corren.
El profesorado de una universidad debe considerar esto como un problema educativo; el escritor que es católico lo considerará como un problema personal. Se haya graduado o no en una universidad católica, si toma a la Iglesia por lo que ella se toma a sí misma, el escritor debe decidir lo que ella exige de él y si coarta su libertad. Siendo el material y el método de la ficción lo que son, el problema puede parecer mayor para el escritor de ficción que para cualquier otro.

Una parte del mundo intenta eliminar el misterio, mientras que otra parte intenta redescubrirlo en disciplinas menos exigentes

Para el escritor de ficción, todo es valorado a partir del ojo, un órgano que acaba por implicar a toda la personalidad y a tanto como pueda percibir. Romano Guardini ha escrito que las raíces del ojo están en el corazón. En cualquier caso, para el católico esas raíces se extienden hasta esas profundidades del misterio sobre las que el mundo moderno está dividido: una parte de él intenta eliminar el misterio, mientras que otra parte intenta redescubrirlo en disciplinas menos exigentes personalmente que la religión.
Lo que el Sr. Wylie sostiene es que el escritor católico, porque cree en ciertos misterios definidos, no puede, por la naturaleza de las cosas, ver correctamente; y este argumento, en efecto, no es muy diferente del que hacen los católicos que declaran que, independientemente de lo que el escritor católico pueda ver, hay ciertas cosas que no debe ver. Estos son los católicos víctimas de la estética provinciana y de la insularidad cultural, y es interesante encontrarlos compartiendo, aunque sea por una fracción de segundo, cama intelectual con el Sr. Wylie.
Se suele suponer, y no sólo por parte de los católicos, que el católico que escribe ficción pretende utilizarla para demostrar la verdad de su fe o, al menos, para probar la existencia de lo sobrenatural. Puede ser. Nadie puede estar seguro de sus motivos, excepto si se sugieren en su obra ya terminada, pero cuando la obra terminada sugiere que determinadas acciones han sido fraudulentamente manipuladas o pasadas por alto o sofocadas, cualquier propósito con el que el escritor había empezado a escribir la obra ya ha fracasado. Lo que el escritor de ficción descubrirá, si es que descubre algo, es que él mismo no puede mover o moldear la realidad en aras de una verdad abstracta. El escritor aprende, quizá más rápidamente que el lector, a ser humilde ante lo que es. Lo único que tiene que ver es lo que es, lo concreto es su medio; y acabará dándose cuenta de que la ficción sólo puede trascender sus limitaciones si se mantiene dentro de ellas.

La vida del misterio

Henry James decía que la moralidad de una obra de ficción dependía de la cantidad de «vida sentida» que hubiera en ella. El escritor católico, en la medida en que tiene la mentalidad de la Iglesia, sentirá la vida desde el punto de vista del misterio cristiano central; que Dios ha encontrado, a pesar de todo su horror, que vale la pena morir por ella.
Para la mentalidad moderna, tal como la representa el Sr. Wylie, se trata de una visión deformada que «guarda poca o ninguna relación con la verdad tal como se conoce hoy». El católico que no escribe para un círculo limitado de colegas católicos considerará con toda probabilidad que, puesto que ésta es su visión, está escribiendo para un público hostil, y se preocupará más que nunca de que su obra se sostenga sobre sus propios pies y sea completa, autosuficiente e inexpugnable por derecho propio. Cuando me han dicho que, por ser católica, no puedo ser una artista, he tenido que responder, con pesar, que porque soy católica no puedo permitirme ser menos que una artista.
Las limitaciones que cualquier escritor impone a su obra surgirán de las necesidades que se encuentran en el propio material, y éstas serán generalmente más rigurosas que cualesquiera que la religión pudiera imponerle. Parte de la complejidad del problema para el escritor de ficción católico será la presencia de la gracia tal y como aparece en la naturaleza, y lo que es importante aquí es que su fe no se desgaje de su sentido dramático y de su visión de lo que es. Nadie en estos días, sin embargo, parece más ansioso de que sea desgajada que aquellos católicos que exigen que el escritor limite al plano natural lo que él mismo se permite ver.

Naturaleza y gracia en la ficción

Si se pudiera rastrear al lector católico medio a través de los pantanos de las cartas al editor y otros lugares donde se revela momentáneamente, se descubriría que es algo así como un maniqueo. Al separar lo más posible naturaleza y gracia, ha reducido su concepción de lo sobrenatural a un cliché piadoso y ha llegado a ser capaz de reconocer la naturaleza en la literatura sólo en dos formas, la sentimental y la obscena. Parece preferir la primera, mientras que es una autoridad en la segunda, pero la similitud entre las dos generalmente se le escapa. Olvida que el sentimentalismo es un exceso, una distorsión del sentimiento, generalmente en la dirección de un énfasis excesivo en la inocencia; y que la inocencia, siempre que se enfatiza demasiado en la condición humana ordinaria, tiende por alguna ley natural a convertirse en su opuesto.
Perdimos la inocencia con la caída de nuestros primeros padres, y nuestro retorno a ella se produce a través de la redención que supuso la muerte de Cristo y de nuestra lenta participación en ella. El sentimentalismo es una omisión de este proceso en su realidad concreta y una llegada anticipada a un estado fingido de inocencia, que sugiere fuertemente su contrario. La pornografía, por otra parte, es esencialmente sentimental, pues deja de lado la conexión del sexo con sus fines más profundos, lo desconecta de su significado en la vida y lo convierte simplemente en una experiencia en sí misma.
Se han formulado muchas quejas bien fundadas sobre la literatura religiosa porque tiende a minimizar la importancia y la dignidad de la vida aquí y ahora en favor de la vida en el otro mundo o en favor de las manifestaciones milagrosas de la gracia. Cuando la ficción se hace de acuerdo a su naturaleza, debe reforzar nuestro sentido de lo sobrenatural, fundamentándolo en la realidad concreta observable. Si el escritor usa sus ojos desde la seguridad real de su fe, se verá obligado a usarlos honestamente y aumentará su sentido del misterio y su aceptación del mismo. Mirar lo peor no será para él más que un acto de confianza en Dios; pero lo que es una cosa para el escritor puede ser otra para el lector. Lo que lleva al escritor a su salvación puede llevar al lector al pecado, y el escritor católico que considera esta posibilidad directamente mira a Medusa a la cara y se convierte en piedra.

El autor debe ser, por supuesto, consciente de que su función, no menos que la de la Iglesia, es proteger a las almas de la literatura peligrosa

A estas alturas, cualquiera que se haya enfrentado al problema cuenta con el consejo de Mauriac: «Purifica la fuente». Y con él ha tomado conciencia de que, mientras intenta hacerlo, tiene que seguir escribiendo. Se da cuenta, también, de fuentes que, relativamente hablando, parecen muy puras, pero de las que pueden salir obras que escandalicen. Puede pensar que es tan pecaminoso escandalizar a los sabios como a los ignorantes. Al final, tendrá que dejar de escribir o limitarse a las preocupaciones propias de lo que está creando. Quien no puede seguir ninguno de estos dos caminos se convierte en víctima, no de los dogmas de la Iglesia, sino de una falsa concepción de sus exigencias.
[La tarea de proteger a las almas de la literatura peligrosa corresponde propiamente a la Iglesia. Toda ficción, aunque satisfaga las exigencias del arte, no resultará apta para el consumo de todos, y si en algún caso la Iglesia considera oportuno prohibir a los fieles la lectura de una obra sin permiso, el autor, si es católico, agradecerá que la Iglesia esté dispuesta a prestarle este servicio. Esto significa que él puede limitarse a las exigencias del arte].
El autor debe ser, por supuesto, consciente de que su función, no menos que la de la Iglesia, es proteger a las almas de la literatura peligrosa. Pero, al esforzarse por estar a la altura de las exigencias legítimas de su oficio, sabrá que no toda la ficción será apta para el consumo de todos. Si en algunos casos la Iglesia considera oportuno prohibir a los fieles la lectura de una obra sin permiso, el autor católico agradecerá que se le haya recordado su sentido de la responsabilidad.
El hecho parece ser que para muchos escritores es más fácil asumir la responsabilidad universal de las almas que producir una obra de arte, y se considera mejor salvar el mundo que salvar la obra. Es probable que este punto de vista se deba tanto al romanticismo como a la piedad, pero es difícil que el escritor lo tenga a menos que sea el fruto de una educación deficiente o, antes que nada, que escribir no sea su vocación. Es difícil negar que le ha sido impuesto por la atmósfera general de la piedad católica en este país, e incluso si esta atmósfera no puede ser considerada responsable de todos los talentos perdidos en el camino, es al menos lo suficientemente general como para dar un aire de credibilidad a la concepción del Sr. Wylie de lo que una creencia en el dogma provoca en la mente creativa.

La dimensión añadida

La creencia en un dogma fijado no puede arreglar lo que ocurre en la vida ni cegar al creyente ante ello. Lo que sí hará es añadir a la observación del escritor una dimensión que muchos no pueden, en conciencia, aceptar; pero mientras lo que pueden reconocer esté presente en la obra, no pueden afirmar que se haya negado libertad alguna al artista. Una dimensión hurtada es una cosa y una dimensión añadida otra, y lo que el escritor y el lector católicos tendrán que recordar es que la realidad de la dimensión añadida será juzgada en una obra de ficción por la veracidad y la integridad del nivel literal de los acontecimientos naturales presentados. Si el escritor católico pretende revelar misterios, tendrá que hacerlo describiendo con veracidad lo que ve desde donde está. No se le puede exigir una visión puramente afirmativa sin limitar su libertad de observar lo que el hombre ha hecho con las cosas de Dios.
Si pretendemos animar a los escritores católicos de ficción, debemos convencerles de que la Iglesia no restringe su libertad de ser artistas, sino que la garantiza. Para convencerles de ello se requiere, quizá más que ninguna otra cosa, un cuerpo de lectores católicos que estén preparados para reconocer en la ficción algo más que pasajes que ellos consideren obscenos.

Se requiere penetración

Es corriente suponer que cualquiera que pueda leer la guía telefónica puede leer un cuento o una novela, y es más que habitual encontrar entre los católicos la actitud de que, puesto que poseemos la verdad en la Iglesia, podemos utilizar esta verdad directamente como instrumento de juicio sobre cualquier disciplina en cualquier momento, sin tener en cuenta la naturaleza de la propia disciplina. Los lectores católicos se sienten constantemente ofendidos y escandalizados por novelas que, en primer lugar, no están bien preparados para leer, incluso cuando a menudo se trata de obras impregnadas de espíritu cristiano.
Es cuando la fe del individuo es débil, no cuando es fuerte, que éste temerá una representación ficticia honesta de la vida, y es cuando aparece una tendencia a compartimentar lo espiritual y hacerlo presente sólo en un cierto tipo de vida, que el sentido de lo sobrenatural tiende a irse perdiendo gradualmente. La ficción, hecha según sus propias leyes, es un antídoto contra esa tendencia, pues renueva nuestro conocimiento de que vivimos en el misterio del que extraemos nuestras abstracciones. El escritor de ficción católico, como escritor de ficción, buscará primero la voluntad de Dios en las leyes y limitaciones de su arte y esperará que, si las obedece, se añadirán otras bendiciones a su obra. El más feliz de todos (¿y el que menos lo espera hoy en día?) será el lector católico satisfecho.
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