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04 de mayo de 2024

Una imagen del universo

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El Debate de las Ideas

Stephen Meyer y el retorno de Dios

La gente cree que la idea de Dios ha sido desautorizada por la ciencia

La pregunta por la existencia de Dios es la más importante que nos podemos plantear. De su respuesta depende si la vida tiene o no sentido, si todo acaba o no con la muerte física, si existen un bien y un mal objetivos, si lo razonable es la abnegación o el egoísmo, si debemos o no engendrar nuevas vidas…
El occidental medio actual oscila entre el ateísmo sincero y la indiferencia frívola al estilo de «si Dios existe, es su problema»; el cristianismo europeo se ha hundido en las últimas décadas y los creyentes serios son una minoría en retroceso. Creo que las iglesias se han vaciado por dos razones: porque el bienestar general nos permite intentar vivir como si la muerte no existiera y porque la gente cree que la idea de Dios ha sido desautorizada por la ciencia. Pues bien, la segunda creencia es paladinamente falsa, como ha explicado Stephen C. Meyer en su extraordinario Return of the God Hypothesis. Lo cierto es que, al contrario, la ciencia pone cada vez más al ateísmo contra las cuerdas.
Es paradójico que la religión sea vista como enemiga de la ciencia, pues fue ella quien la hizo posible. Los griegos investigaron la naturaleza, pero no llegaron a fundar la ciencia en sentido moderno porque su cosmovisión estaba lastrada por la premisa de la necesidad lógica de las leyes naturales, las cuales podrían ser, por tanto, deducidas a priori, en lugar de inferidas de la observación del funcionamiento de los cuerpos: Aristóteles y Ptolomeo, por ejemplo, decretaron que las órbitas planetarias debían ser circulares (en realidad son elípticas), no porque lo hubiesen constatado mediante observación astronómica, sino porque el círculo es la forma geométrica más perfecta. El cristianismo trae la idea de un Dios personal que crea un mundo dotado de leyes racionales; pero hay muchas leyes racionales posibles: para saber cuáles ha impreso Dios en su creación, es necesario observar. Que los cuerpos se atraigan con una intensidad proporcional al producto de sus masas dividido por el cuadrado de la distancia que los separa no es lógicamente necesario (como sí lo es, por ejemplo, que 2 y 2 son 4). Las dos premisas de la ciencia –confianza en que la naturaleza obedezca a leyes inteligibles y primacía de la observación para encontrar cuáles son esas leyes– se encontraban en la imagen cristiana del mundo, y sólo en ella. Las leyes físicas son racionales pero contingentes.
Todos los grandes pioneros de la ciencia –de Newton a Galileo, de Boyle a Kepler– fueron convencidos teístas. Newton tenía muy claro que su descubrimiento de la ley de la gravedad no hacía innecesario a Dios; al contrario, la «acción a distancia» que implica la atracción entre dos cuerpos lejanos la consideraba sólo posible en base a una «constant Spirit action»: es prodigioso que los astros se atraigan, y que lo hagan precisamente con la exacta intensidad predicha por una ecuación. También Robert Boyle insistía en que la obediencia de los cuerpos a leyes matemáticas –¿cuándo aprendieron álgebra los átomos?: es lo que, en el siglo XX, el Nobel de Física Eugene Wigner llamará «la irrazonable efectividad de las matemáticas»– apuntaba a un diseñador inteligente («a most intelligent and designing agent»).
¿Cómo se pasó del Newton que creía que «los cielos cuentan la gloria de Dios» al Dawkins que asegura que «el universo presenta exactamente los caracteres que deberíamos esperar si no hubiese ningún diseño ni propósito: ni bien ni mal, sólo indiferencia ciega»?
Meyer explica que, de un lado, las terribles guerras religiosas de 1517-1648 desprestigiaron a la religión, produciendo la conocida desconfianza ilustrada respecto a ella. De otro, la racionalidad matemática de la naturaleza y su inteligibilidad para la mente humana dejaron de ser vistas como dones divinos para ser dadas por supuestas sin más («simplemente es así», una «just-so story»). Comte elaboró una visión de la evolución del conocimiento según la cual la metafísica era una fase superada y el hombre debía contentarse con lo empíricamente comprobable. De la ciencia como método se pasó al cientificismo («scientism») como cosmovisión. La posibilidad de un creador era excluida por dogma, por definición: era considerada «anticientífica». Por lo demás, la cosmología de finales del siglo XIX daba por supuesta la eternidad del universo, y si había existido desde siempre, no necesitaba un autor (Avicena o Santo Tomás habrían dicho otra cosa -incluso un universo eterno sería contingente y dependería de un Ser Necesario- pero los Ernst Häckel, Ludwig Büchner, etc. no tenían la misma agudeza filosófica).
Lo más interesante es que fue el propio avance de la ciencia el que, a partir de 1920, sacudió ese plácido consenso materialista-positivista-cientificista. Meyer explica muy didácticamente la aparición del modelo de «universo en expansión»: Vesto Slipher y Edwin Hubble detectaron el fenómeno del «corrimiento al rojo» de la luz que nos llega desde las nebulosas más distantes y dedujeron que estas se alejan de nosotros a una velocidad que es mayor cuanto más lejanas son. Aleksandr Friedmann dio a las «ecuaciones de campo» de Einstein una solución que implicaba un universo dinámico, cuya densidad y radio cambian a lo largo del tiempo (Einstein compartía al principio la idea decimonónica de un universo estático y eterno); el sacerdote belga Georges Lemaître, partiendo también de las ecuaciones de campo de Einstein, mostró que no es que el universo se expanda en un espacio preexistente, sino que el propio espacio se expande.
El período que va de la década de 1920 a la de 1960 es el de la resistencia del establishment científico a admitir ese nuevo modelo cosmológico, al que Fred Hoyle llamaría, con sarcasmo despectivo, del Big Bang. Meyer nos muestra cómo esa resistencia era más ideológica que estrictamente científica: estaba relacionada con el hecho de que el modelo Friedmann-Lemaître asignaba una edad finita a la materia, invitando por tanto a plantearse la cuestión de qué ente inmaterial habría podido producir tal comienzo absoluto. Einstein, muy reticente al principio, tuvo que rendirse a la evidencia tras visitar a Hubble en su observatorio de Mount Wilson. Fred Hoyle, Thomas Gold y Hermann Bondi desarrollaron un modelo alternativo, el del «universo estacionario», que incluía la noción de una generación constante de materia nueva.
La competición entre el modelo de universo estacionario y el de universo en expansión (Big Bang) fue zanjada empíricamente (la posibilidad de confirmar o falsar empíricamente las teorías es un rasgo diferencial de la ciencia frente a la filosofía, como estableció Popper). En 1948 los físicos Robert Herman y Ralph Alpher predijeron que, si el Big Bang había tenido lugar realmente, la extraordinaria concentración de masa-energía del universo joven debió producir una «radiación cósmica de fondo» discernible aún en la actualidad: una radiación con una longitud de onda de un milímetro y que inundaría el universo en todas direcciones desde el principio de los tiempos (o, mejor dicho, desde la formación de los átomos de hidrógeno, acaecida según el modelo 380.000 años después del comienzo absoluto). En 1965, los ingenieros de telecomunicaciones de la compañía Bell se preguntaron por qué no conseguían eliminar un molesto rumor de fondo -que parecía venir de todas partes- en sus antenas ultrasensibles; los físicos Arno Penzias y Robert Wilson comprobaron que la radiación insuprimible presentaba exactamente las características de la radiación de fondo prevista por el modelo del Big Bang. El eco de la explosión inicial llega todavía hasta nosotros.
Las implicaciones metafísicas de uno y otro modelo cosmológico (universo estacionario vs. Big Bang) son evidentes: si la materia ha existido desde siempre, cabe conjeturar que ella sea el absoluto, la realidad última y única; si la materia comenzó a existir en una explosión inicial, tiene sentido preguntarse qué causa extramaterial la trajo al ser, pues nada ocurre porque sí (principio leibniziano «de razón suficiente»). Seamos claros: los ateos desean que tenga razón el modelo estacionario, mientras los creyentes entienden que el modelo del Big Bang ha proporcionado un espaldarazo formidable a la idea de creación divina. El astrofísico Robert Jastrow lo constató con palabras célebres: «Para el científico que ha vivido confiando sólo en el poder de la razón, la historia termina como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de alcanzar la última cima. Cuando trepa a la roca final, acuden a saludarlo un tropel de teólogos que llevaban sentados allí desde hace siglos».
Pero el triunfo del modelo cosmológico de universo en expansión no es sino una de las formas en que la ciencia más reciente apunta cada vez más a la hipótesis de una Mente creadora. Otra es el «fine tuning», el ajustamiento asombrosamente milimétrico de los parámetros básicos del universo: una desviación de una milmillonésima parte (la proporción es aún más abismal, pero faltan las palabras en español) respecto a los valores que de hecho tienen habría hecho imposible, no ya la vida, sino siquiera la formación de estructuras mínimamente complejas. Los parámetros en cuestión son, por ejemplo, la intensidad de la fuerza de gravedad (que, si fuese infinitesimalmente más débil de lo que es, habría impedido que las estrellas se convirtiesen en supernovas que, al explotar, dispersasen en el universo los elementos como el carbono, «cocidos» en su interior, y si fuese más fuerte, habría producido sólo elementos más pesados que el carbono y el oxígeno), la intensidad de la fuerza electromagnética, la de la fuerza nuclear fuerte (milimétricamente ajustada para mantener juntos a los protones y neutrones de los átomos), la de la fuerza nuclear débil, la masa de los quarks… Cuanto más avanza la ciencia, más parámetros de este tipo son descubiertos y más prodigiosa resulta su orquestación para producir una melodía que incluya estrellas, planetas, química del carbono… y nosotros. Fred Hoyle, uno de los autores del «modelo estacionario», terminó rindiéndose a la evidencia del «ajuste fino» con gran honestidad intelectual: «Una interpretación sensata de los hechos sugiere que un super-intelecto ha jugueteado [monkeyed] con la física, la química y la biología, y que no hay en la naturaleza «fuerzas ciegas» dignas de tal nombre. Los números [la improbabilidad de los valores necesarios para un universo viable] son tan abrumadores que esa conclusión es casi incuestionable». También el físico Paul Davies habla de «una impresión abrumadora de diseño»: «El universo en su totalidad se sostiene en equilibrio sobre el filo de un cuchillo, y sería un caos total si cualquiera de las constantes naturales se desviara sólo ligerísimamente».
El tercer aspecto del cosmos que apunta a una Mente organizadora es la vida. Entre 1859 (publicación de «El origen de las especies») y 1953, el darwinismo pareció reforzar al bando materialista al presentar la evolución de las especies como producto del azar y la necesidad (mutaciones genéticas aleatorias más preservación de las características que favorecen la supervivencia de la especie). Pero el descubrimiento de la doble hélice del ADN por Crick y Watson puso al materialismo en aprietos: Darwin había creído que la célula no era más que una bola de gelatina; ahora resultaba que el interior de la célula más simple es como un ordenador que procesa información. Las subunidades químicas del ADN –las bases de nucleótidos– funcionan como letras en un texto o caracteres digitales en una sección de software: transmiten información, contienen instrucciones de ensamblamiento para la construcción de las proteínas que la célula necesita.
En las décadas transcurridas desde entonces, los nuevos descubrimientos sobre el funcionamiento de la célula revelan una complejidad cada vez más asombrosa. No es una bola de gelatina: es como una fábrica con sus oficinas (el núcleo), sus motores (las mitocondrias), su centro de clasificación (el aparato de Golgi)… Y la cuestión es que esta estructura de inconmensurable complejidad surge rápida, abruptamente, tan pronto como en el planeta se dan las condiciones adecuadas (se cree que la Tierra se formó hace 4500 millones de años y que la vida surgió hace 3800 millones). No hay rastro de tanteos o ensayos previos (por lo demás, ensayos ¿hechos por quién?).
El argumento de Meyer y los demás defensores del «diseño inteligente» es que una estructura tal no puede surgir por azar. En su obra anterior, Signature in the Cell, Meyer ya había ofrecido cálculos según los cuales la probabilidad de que una sola proteína funcional se ensamble a sí misma por casualidad es de una entre 10 elevado a 164 (un 1 seguido de 164 ceros). El número de partículas elementales del universo es «sólo» de 10 elevado a 80.
Es interesante saber que los propios materialistas están concediendo este punto. Francis Crick, co-descubridor del ADN, reconoció en 1981 que «un hombre honesto, armado con el conocimiento hoy disponible, sólo puede afirmar hoy por hoy que el origen de la vida parece haber consistido en un milagro»; pero, ateo impenitente, prefería creer en un milagro de los marcianos que en uno de Dios: ya en 1973 lanzó, junto a Leslie Orgel, la hipótesis de la «panspermia dirigida», es decir, que las primeras células hayan sido construidas o traídas por una civilización extraterrestre. Es una idea a la que también Richard Dawkins se ha agarrado como clavo ardiendo. Naturalmente, explicar así el origen de la vida en la Tierra sólo consigue abrir la nueva cuestión de cómo pudo a su vez surgir la vida extraterrestre.
El argumento de Meyer gira en torno al concepto de «información funcional y específica». La incluida en el ADN es información de ese tipo. Y sabemos que la información no se construye a sí misma: cuando Champollion encontró la piedra de Rosetta, no pensó que los textos ahí grabados se hubieran formado fortuitamente por la erosión. Y el programa SETI de búsqueda de inteligencia extraterrestre -propuesto por el ateo Carl Sagan- se basa en la premisa de que si se captaran ondas de radio en las que se discierna una pauta codificada, deberíamos entenderlas como procedentes de seres inteligentes, no del mero azar.
Ahora bien, estos inputs de información que jalonan la historia de la vida en la Tierra no se han producido, según Meyer, sólo en el momento de la formación de la primera cadena de ADN y la primera célula: también, por ejemplo, en la explosión cámbrica, cuando, en un lapso de tiempo geológicamente muy breve aparecieron simultáneamente una gran variedad de nuevos «phyla» con diseños corporales innovadores que requerían órganos, tejidos y tipos de células específicos. El paradigma darwiniano exigiría que esas novedades fueran el producto de mutaciones aleatorias a lo largo de un tiempo muy extenso. Pero irrumpieron abruptamente en la evolución (por lo demás, las mutaciones no construyen nada, sino que destruyen: casi siempre son nocivas).
Este artículo se me va de las manos. Lean a Meyer para conocer el resto. Y no hagan mucho caso de la ridícula hipótesis del «multiverso»: para no tener que reconocer que este universo, el único conocido y cognoscible, parece diseñado por una Inteligencia, los últimos ateos apuestan por una proliferación infinita de universos paralelos incomunicados entre sí, en la cual a nosotros nos habría tocado por casualidad uno milimétricamente ordenado. El multiverso es un concepto acientífico -pues no es empíricamente comprobable- que debería ser segado por la navaja de Ockham: «entia non sunt multiplicanda». Por lo demás, deja en pie la pregunta de quién diseñó la «máquina de fabricar universos».
La hipótesis de una Mente creadora y ordenadora es la que mejor explica la naturaleza, dado el estado de nuestros conocimientos actuales. Y quede para otra ocasión la cuestión de por qué tanta gente NO QUIERE (como honestamente reconocieron Thomas Nagel y Richard Lewontin) que Dios exista: «nuestro materialismo es absoluto, pues no podemos permitir un Pie Divino metiéndose por la puerta [we cannot allow a Divine Foot in the door]».
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