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27 de abril de 2024

Escena de "Carmen" en el Teatro Real

Escena de «Carmen» en el Teatro RealJavier del Real | Teatro Real

Una «Carmencita» se dejó caer por el Real

René Jacobs pretende imponer la primitiva versión original de la ópera de Bizet como remedio contra las más habituales «españoladas»

Ha venido el belga René Jacobs a enseñarnos, por fin, lo que es Carmen, y de paso, también, a reñirnos un poco. Como antiguo contratenor forjado en las horas primeras del integrismo historicista, luego convertido en director, echa mano de todo el arsenal doctrinario, sembrado de apuntes filológicos, para venir a decirnos que lo escuchado hasta ahora nada tiene ver con las auténticas intenciones de Bizet. Que lo que habitualmente se programa como la obra maestra del gran compositor francés, en realidad, no son más que «españoladas» (lo apunta en sus notas al programa) y que la única lectura fetén es la que puede extraerse de la edición de Paul Prèvost, fiel a la virginal primera versión, la de 1874.
Como parte de esta labor de «limpieza» se pretende, en primer lugar, hacernos comulgar con la idea de que las propias modificaciones que Bizet fue introduciendo en la partitura, a medida que se producían los primeros ensayos, no fueron más que molestas imposiciones, deudoras de los caprichos de las estrellas del momento (como la primera Carmen, la Galli-Marié) y de los propios empresarios teatrales (como si Camille du Locle, un auténtico intelectual, que colaboró con Verdi en varias de sus óperas, actuase como José Luis Moreno en los tiempos en que el Teatro Calderón llegó a competir con el Real).

Cuando los compositores componían para el público

Conviene recordar que los compositores de otras épocas escribían básicamente para el público, no para las instituciones que sufragan ahora sus creaciones; que de la suerte de un estreno dependía muchas veces que estos pudieran seguir desarrollando sus carreras (si la obra no funcionaba podía caerse inmediatamente del cartel, y adiós esfuerzos), y que por tanto, las piezas musicales, en este caso óperas (pero lo mismo podría servir para las sinfonías 'brucknerianas', tantas veces modificadas que ya ni siquiera hay acuerdo a veces sobre lo que se debe tocar o no), eran en sus albores casi como works in progress. Sobre estas se podían realizar cambios hasta el último minuto, a veces efectivamente con la intervención de los propios cantantes (a los que debemos interesantes aportaciones: el aria Dalla sua pace del Don Giovanni mozartiano, por ejemplo), hasta alcanzar un cierto consenso.
René Jacobs, director de orquesta

René Jacobs, director de orquestaJavier del Real / Teatro Real

Efectivamente, pudiera resultar que esta versión supuestamente original aportase unos diálogos, más propios de las prácticas de la llamada Ópera Comique (que algo tiene que ver con nuestra zarzuela y mucho con la opereta, género del que, por cierto, procedía Bizet), que enriquecen la concepción global de los personajes aportando más detalles a la acción e introduciendo la mordacidad, una cierta guasa teñida de ironía, que a veces se escapa en la versión con los posteriores recitativos de Guiraud. Pero no hay que desdeñar el hecho según el cual la ópera es, para muchos, sobre todo, espectáculo, teatro musical, y que el público de la época no acudía tanto a escuchar unos versos que respondieran al ingenio de un Moliére como la propia música.
Y mayormente, que si al espectador se le ofrecía una cosa, una suerte de comedia romántica con pizcas de larvada crítica social, luego aquello no podía terminar con unos navajazos como si se tratara de una tremendista novela de las que poco después concebiría el genio de Emile Zolà. Ahí se encuentra la supuesta encrucijada de Bizet, en el paso de la ópera bufa al realismo verista, que él intuye y llega a realizar incluso a pesar de él mismo: por eso su Carmen comienza de una manera y acaba de otra muy distinta.

La célebre habanera se sustituye por una imitación de 'La marsellesa'

Pero si en la parte de los diálogos la Carmen primigenia de Bizet podría salir, quizá, ganando, donde no hay color es en la música, comenzando por esa pseudo parodia de la Marsellesa con la que el personaje principal hace su aparición en escena. La sensualidad de la célebre habanera, su encanto rítmico y melódico, que por otra parte definen a esta mujer como la versión original, han hecho casi tanto por afirmar la popularidad de la obra a través del tiempo (desde la publicidad hasta las versiones jazzísticas como el Carmen’s boogie de The Crew Cuts, en los 50’) como las pinceladas de exotismo asociadas a las celebraciones taurinas o los bailes de las gitanas.
Nada se gana, por esa parte, con la eliminación de los interludios de los actos segundo y cuarto. Y el del tercero, un prodigio de sutileza casi impresionista, pierde todo su encanto mágico y descriptivo en una interpretación tan fría y despojada, rutinaria, como la que nos ha ofrecido ahora Jacobs.
Desde luego, si Bizet hubiese podido escuchar la lectura que del corazón mismo de su obra, su sustancia, lograba Carlos Kleiber al frente de la Filarmónica de Viena seguramente habría caídos de bruces dándole gracias al altísimo. Que no siempre suene así nada tiene que ver con los posibles arreglos que el propio compositor «se vio obligado», según la tesis de Jacobs, a introducir en ella, como a su propia celebridad: el éxito lleva implícita su propia penitencia. Y si Carmen se profana tantas veces en funciones de teatros de pueblo, con orquestas de tercer nivel e intérpretes inadecuados, la culpa no puede atribuírsele a los añadidos, la excelencia suele estar vinculada a los presupuestos.
Escena de "Carmen" en el Teatro Real

Escena de «Carmen» en el Teatro RealJavier del Real / Teatro Real

En su máximo esplendor, Carmen funciona casi como ideal encarnación del género, con todas sus luces y sombras, porque como bien apuntaba Nietschze, uno de sus principales exégetas, «esta música es mordaz, refinada, fantástica y, a pesar de todo, retiene un carácter popular». La alta cultura y la otra se entrelazan y complementan de un modo como casi solo podría darse, por ejemplo, en otra pieza mayúscula, central del género, La Flauta Mágica de un Mozart que se pasó la vida quitando y poniendo, como casi todos los compositores, en buena medida porque en la ópera (lo más parecido al cine como concepción coral), intervienen elementos muy diversos que hay que saber conjugar si se aspira a lograr el beneplácito del público, último destinatario de toda esa formidable empresa conjunta.

Una operación comercial con gira y grabación

Dicho lo cual, y si se obvian algunos de los comentarios con los que Jacobs justifica su hábil operación comercial (gira de conciertos, grabación, …), lo que queda de esta única semi-representación de una de las obras más queridas por los aficionados es el conocimiento del interesante esbozo que Bizet, al parecer, tuvo en mente a la hora de plantear su obra fundamental. ¿Hubiese triunfado tal cual? Ni siquiera con las posteriores reformas la obra conoció un éxito inmediato: su naturaleza ambigua, su modernidad causó cierta perplejidad entre los primeros espectadores.
Pero seguramente, tal que así, no hubiese logrado colocarse como una de las cimas del repertorio. Y es cierto, los diálogos enriquecen con sus detalles, sutilezas y explicaciones la obra. Pero para la mayor concisión del drama, quizá funcionen mejor los posteriores recitativos de Guiraud. Menos parlamentos y más «chicha» musical, aunque dúos como el de José y Escamillo queden mucho mejor explicados aquí.
La versión primitiva se beneficia sobre todo de lo bien engrasada que Jacobs tiene toda su maquinaria, desde los ensayos hasta la gira por varias ciudades, además de trabajar con una orquesta que conoce profundamente. Por eso la lectura resulta interesante, aunque le lleve su tiempo despegar: el primer acto transcurrió casi sin aplausos, algo poco común en este título (nada que ver con la incandescente recepción de los asistentes que se pudo constatar en la versión que un inspirado Pablo González ofreció hace un par de temporadas con la RTVE).

Escasa empatía entre los protagonistas, con una implicada gitana

Entre los cantantes destacó, sobre todo, la mezzo Gaëlle Arquez, la voz quizá más operística por volumen e intenciones. Su gitana convence por la sensualidad del retrato, la fuerza magnética que impone con su rotunda presencia, el baile, la precisa gestualidad. La voz convence menos, es bella, pero se resiente en ambos extremos: comprometida zona aguda, ausencia de graves. A su lado el don José de François Rougier empalidece, ofreciendo la idea de un ser acomplejado, disminuido, algo que no lo representa.
El brigadier es uno de los grandes aciertos de Bizet, que ofrece un personaje en las antípodas de los tenores de una sola dimensión, previsibles: muestra a un tipo recio, tosco, echado pa’lante pero a la vez capaz de una insólita ternura en los momentos de mayor intimidad, cuando caen las máscaras. Rougier no posee cualidades más que para sugerir, mínimamente, esta última dimensión.
José de François Rougier en la representación de "Carmen" en el Teatro Real

José de François Rougier en la representación de «Carmen» en el Teatro RealJavier del Real / Teatro Real

Sonidos a veces fijos, una voz que no acaba de liberarse del todo, agudos inexistentes (quizá cercenados, como el fruto espurio de la tradición para el filólogo Jacobs) y algún amago de gallo en el aria de la flor, eso sí, coronada con un si bemol como reclamaba el teutón Karajan, gran representante de las Cármenes sinfónicas. Escasa empatía mostraron los protagonistas en sus dúos.
Sabine Deveilhe, una voz en principio demasiado ligera para las Micaelas que nos gustan a todos (Freni, Cotrubas, Vaduva…), resalta en cambio la parte aniñada, la inocencia de su personaje, con una dicción impecable y un timbre seductor. En su gran aria, las limitaciones se imponen, y aunque la línea canora resulte impecable, falta sustancia, pathos, esa emoción que surge del acento vibrante. Tampoco el Escamillo de Thomas Dolié resultó convincente.
Jacobs sostiene que la parte requiere a un «barítono di grazia», como si tal cosa existiese. Él, que es francófono, quizá se refiera al «baryton martin», una suerte de barítono muy lírico, algo pálido, que abunda en el repertorio galo. Pero aquí el torero se queda en un mero espontáneo. Que sí, que los «couplets del toreador» pueden quedar muy bonitos así, susurrados como un lied de Schubert, pero la figura del viril matador, su aspecto chulesco (hay que pensar siempre en un Dominguín), queda desdibujada.
Saludo final

Saludo finalJavier del Real / Teatro Real

Entre el resto, los comprimarios, se apreciaron buenas caracterizaciones sobre todo por parte de las chicas, Margot Genet (Frasquita) y Séraphine Cotrez (Mercedes). El coro tiene muy bien trabajada la obra en todos sus aspectos, también en el dramático, y resulta además estimulante la soberbia participación de los Pequeños Cantores de la ORCAM.
El empleo de un conjunto historicista, la B’Rock Orchestra, seguramente tendrá más que ver con las necesidades del propio Jacobs (trabajan con él a menudo) que con genuinos criterios musicológicos: las pifias entre los vientos fueron la norma, el sonido más agresivo de la cuerda hace que se pierda parte del perfume impresionista en momentos tan delicados como el citado interludio del acto tercero. Aquí el sinfonismo queda sacrificado en aras de una austera transparencia que contribuya a la esencial exposición del drama, sin mayores adornos, permitiendo además que se escuchen los diálogos con música.

Un mito tan francés como español

El enfoque puede resultar revelador si se parte de una mayor humildad: apreciemos lo que pudo haber sido si Bizet se hubiera atenido a lo primero que compuso para Carmen, pero sin pretender que esta es la única vía posible, el descubrimiento del santo grial que nos permita, por fin, a todos, simples mortales, descubrir la verdadera grandeza de una obra que lleva casi dos siglos cautivando a generaciones de aficionados en todo el mundo.
Y sobre «las españoladas», a estas alturas, el mito de Carmen ya es tan francés como español, incluso casi más esto último. Por eso su reflejo, aunque a veces abunde en tópicos y exageraciones, tiene que ver inevitablemente con nuestra historia, símbolos y tradiciones más que con ese extremo distanciamiento intelectual, tan galo, que algunos persiguen, pretendiendo despojarlo de las esencias que ya se encuentran en la estupenda novela de Merimée.
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