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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

Los anuncios en broma y el sarcástico «testamento» poético de Valle-Inclán (1866-1936)

Al margen de anécdotas y de bromas, es indiscutible que Valle-Inclán mantuvo siempre el ideal propio de un verdadero artista

Actualizada 09:51

Célebre retrato de Valle Inclán realizado por Ignacio Zuloaga

Célebre retrato de Valle-Inclán realizado por Ignacio ZuloagaGTRES

En abril de 1929, una nota oficial, al ser encarcelado Valle-Inclán, lo calificaba como «eximio escritor y extravagante ciudadano». No me parece que se alejaba mucho de la realidad.

Peor fue la justificación que dio, un par de años antes, la Dirección General de Seguridad, para retirar La hija del capitán: «un folleto que pretende ser novela… no habiendo en aquel, renglón que no hiera el buen gusto ni omita denigrar a clases respetabilísimas a través de la más absurda de las fábulas».

Son dos ejemplos de la respuesta que dio la sociedad a la independencia de un escritor que practicó siempre la rebeldía, la independencia del arte.

La genialidad de Valle-Inclán es evidente en el teatro y en la novela; bastante menos, en la poesía

Hoy, nadie discute que don Ramón es un verdadero genio; sobre todo, por su creación lingüística: suelen compararlo, en este sentido, a Quevedo y a James Joyce. También, por su humor tragicómico: es la línea, típicamente española, que comparte, por ejemplo, con Goya y con Luis Buñuel.

Su genialidad es evidente en el teatro y en la novela; bastante menos, en la poesía (espero que no se ofenda por esta opinión mía mi buen amigo Luis Ventoso), aunque también encontramos, en ella, muestras de su extraordinario talento.

Por otro lado, la creación de su propio personaje constituye ya una verdadera obra de arte. Su biografía, escrita por Ramón Gómez de la Serna, es uno de los libros más divertidos –no más veraces– que yo conozco.

De esa leyenda personal forma parte la anécdota de que, de joven, para ganarse la vida, escribió Valle-Inclán anuncios en verso como estos, con sus sonoras rimas (algunas, esdrújulas):

  • «Desde Toledo a Busdongo,
    desde la China al Japón,
    no hay nada como el jabón
    de los príncipes del Congo.

    Retorciendo la filástica,
    un cordelero enfermó
    pero al punto se curó.
    ¿Cómo? Con la harina plástica.

    En toda fiesta onomástica,
    yo os digo: -¡Comed, bebed!
    ¡Atracaos! ¡Absorbed
    la dosis de harina plástica!».

Conviene aclarar algunas referencias. Busdongo —elegido, obviamente, por la rima— es un pueblo leonés, del municipio de Villamanín. Allí nació Amancio Ortega.

El llamado «jabón de los príncipes del Congo» lo inventó el perfumista francés Victor Vaissier; tuvo gran éxito, en España y en Europa, a fines del XIX y comienzos del XX. Era un jabón negro, africano, recomendable para el acné y las pieles sensibles.

¿Es inverosímil que el joven bohemio Valle-Inclán recurriera a escribir estos versos humorísticos para ganarse unas pesetas?

Se vendía con etiquetas y envoltorios «art nouveau». (Puede verse una muestra en el madrileño Museo del Traje). Se hizo muy famoso entonces en España por su publicidad, escrita en verso. También he localizado una mazurca para piano, dedicada a este producto, compuesta por José García Plaza, en 1892.

La filástica, en náutica, son los hilos sacados de cables viejos, con los que se forman cabos y jarcias. En aquella época, la harina plástica era un compuesto medicinal, recomendado para las dolencias del estómago.

¿Es inverosímil que el joven bohemio Valle-Inclán recurriera a escribir estos versos humorísticos para ganarse unas pesetas? Creo que no. Algún autor, incluso, concreta que cobraba dos duros por cada uno de estos poemitas. Pero tampoco es seguro. Lo ha negado Joaquín del Valle-Inclán, que atribuye la invención a Ricardo Baroja y defiende que se trataba de unas bromas de café, realizadas por un grupo de amigos.

El 'Testamento'

De estos hipotéticos versos iniciales salto ahora a un poema de tono muy distinto, de la etapa final de Valle, su Testamento. También es un caso muy curioso: no aparece en ninguno de los libros publicados en vida del escritor. ¿Por qué? Quizá porque no lo concluyó o por su rotundo ataque a algunos periodistas; parece verosímil que se limitara a leerlo, en círculos íntimos.

La profesora Amparo de Juan Bolufer ha estudiado minuciosamente la historia de ese texto, que aparece, con variantes, en varias ediciones: en la revista barcelonesa Mirador (1937); en la biografía de Ramón Gómez de la Serna (1944); Cela lo edita en Clavileño (1950); en la revista madrileña Índice (1954)…

Josefina Blanco, la viuda de Valle, le preguntó en una carta a Manuel Machado: «¿Convendría publicar estos versos? La ironía despectiva que encierran pudiera suscitar molestias desagradables».

Cuando murió Valle, la gran periodista Josefina Carabias publicó (en Crónica, 12 de enero de 1936) lo que don Ramón le había dicho, una vez que estaba enfermo y melancólico (algunas zetas del texto reproducen su forma de hablar):

«Estoy aburrido, triste y me divierto pensando en la muerte. Tú no te haces cargo de la serie de tonterías que se van a escribir, cuando yo me muera. Por zupuezto que organizareis eso que se llama una encuesta. Y habrá que ver las contestaciones. ¡Qué cosas dirán, aprovechándose de que yo ya no podré contestar! Pero, en fin, te voy a leer el verso».

A esa actitud responde este Testamento. Una muy difundida leyenda cuenta que el impulso definitivo, para escribirlo, lo recibió Valle al enterarse de que un periodista le había ofrecido cinco duros a la portera de su casa, si le daba, en primicia, la noticia de su muerte.

He elegido, para publicarla, la versión más difundida: son seis serventesios (una estrofa de cuatro endecasílabos, que riman ABAB). El poema tiene un destinatario: el «reportero» que, gracias al artículo sobre la muerte de Valle, podrá comer bien y fumarse un puro.

Como siempre, Valle-Inclán utiliza hábilmente el lenguaje popular estilizado (igual que hace Arniches): «dicharacho», «diñar»… Y, con gran maestría, recurre a la ironía trágica: la cita de «don Miguel» se refiere, por supuesto, a Unamuno: si él también se muriera, en esa misma fecha, le estropearía la necrológica al periodista…

No se nos debe pasar por alto que, en las dos últimas estrofas, cambia el destinatario: ya no habla el poeta a un «reportero» sino que se dirige, en plural, a unos «caballeros». Está claro que Valle ha ampliado el foco: extiende ahora su sarcasmo a toda la buena sociedad española, que no ha sabido reconocer sus méritos.

Por eso, en este legado final, los atributos del poeta clásico se degradan, esperpénticamente: su «laurel» sólo le servirá de adorno a un tabernero; sus «palmas», al balcón de una vecina; el «oropel» (no el oro auténtico) de su gloria literaria, a una máscara de carnaval…

Ramón Gómez de la Serna, que conoció muy bien a don Ramón, lo consideraba «ejemplo excelso, prototipo de escritor digno». Así explica este final.

Al margen de anécdotas y de bromas, es indiscutible que Valle-Inclán mantuvo siempre el ideal propio de un verdadero artista. Así lo proclamó, en unas hermosas frases:

«El arte no se acaba nunca. Y no se acaba nunca porque el arte sirve para pasar el invierno, ya que el arte es siempre primavera».

Testamento:

Te dejo mi cadáver, reportero.

El día que me lleven a enterrar,

fumarás a mi costa un buen veguero,

te darás en «La Rumba» un buen yantar.


Y, después de cenar con mi fiambre

adornado en retórica sutil,

humeando el puro, satisfecha el hambre,

me injuriará tu dicharacho vil.


Y, al dejar la colilla con el chato

a medio consumir, sobre el mantel,

dirás, gustando del bicarbonato:

«¡Que no la diñe ahora don Miguel!»


Para ti mi cadáver, reportero;

mis anécdotas, ¡todas para ti!

Le sacas a mi entierro más dinero

que, en mi vida mortal, yo nunca vi.


Caballeros, salud y buena suerte.

Da sus últimas luces mi candil.

Ha colgado la mano de la muerte

papeles, en mi torre de marfil.


Le dejo al tabernero de la esquina,

para adornar su puerta, mi laurel;

mis palmas, al balcón de una vecina,

y, a una máscara loca, mi oropel.
Valle-Inclán.

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