Pedro Salinas (1891-1951): el amor no es ciego
Descubre las posibilidades —ocultas pero reales— de la persona amada

Cupido y Psique, de Antonio Canova
La mitología clásica representa a Cupido, al Amor, como un niño con alas, armado con arco y flechas, pero ciego: por eso se equivoca tan a menudo…
Lo repite muchas veces Shakespeare. Por ejemplo, en su Soneto 137:
- «Amor ciego, ¿qué hiciste con mis ojos,
que miran y no ven lo que están viendo?
Pues saben lo que es bello y dónde hallarlo
mas confunden lo peor y lo perfecto».
Muchos poemas de amor romántico suelen concluir con el más cruel desengaño. En España, por ejemplo, el autobiográfico Canto a Teresa, de Espronceda (incluido en El Diablo mundo): comienza comparando a la amada con un «cristalino río, / manantial de purísima limpieza». Luego, ella se ha convertido ya en un «torrente de color sombrío, / rompiendo entre peñascos y maleza». Acaba el poeta con una descalificación absoluta:
- «Y estanque, en fin, de aguas corrompidas,
entre fétido fango detenidas».
La aliteración (repetición del sonido «efe») del último verso subraya la rotunda condena, el terrible fracaso. Parece lógico que el lector se pregunte cómo sería la auténtica Teresa: ¿de verdad había cambiado ella tanto o fue el poeta el que se equivocó, al enamorarse de ella?
El inteligentísimo Stendhal realiza la crítica más lúcida del amor romántico en su librito De l’amour. (‘Sobre el amor’). La Iglesia lo incluyó en su Índice de Libros prohibidos, al formar parte, como sus grandes novelas, de sus obras sobre el amor: «Omnia opera amatoria».
Decía Ortega y Gasset con humor que muchas damas de la buena sociedad escondían debajo de la almohada este librito, que habían leído cuidadosamente, para que no lo descubriera su marido…
Basándose en su propia experiencia, realiza Stendhal el más implacable análisis del amor romántico, esa «enfermedad» tan común. La explica con la metáfora de la cristalización, recordando unas pozas de agua, con muchas sales, en un clima muy frío:
«En las minas de sal de Salzburgo, se arroja a las profundidades abandonadas de la mina una rama de árbol, despojada de sus hojas por el invierno. Si se saca al cabo de dos o tres meses, está cubierta de cristales brillantes: las ramitas más diminutas, no más grandes que la pata de un pajarillo, aparecen guarnecidas de infinitos diamantes, trémulos y deslumbradores. Es imposible reconocer la rama primitiva».
Quiere eso decir que son las circunstancias adecuadas (el frío, las sales del agua) las que convierten a una humilde rama en una preciosa estrella de hielo. Según Stendhal, lo mismo sucede cuando nos enamoramos: son una serie de circunstancias –la distancia, un obstáculo, la negativa, los celos– las que nos inducen a atribuir a una persona una serie de cualidades, que en realidad no tiene, y, en consecuencia, a enamorarnos de ella. (De ahí la bien conocida utilidad de dar celos, para provocar el amor).
Un ejemplo claro sería lo que cuenta Marcel Proust en Un amor de Swann: el protagonista ve todas las noches, en alguna reunión, a una joven; mantiene con ella una pacífica relación amistosa. Una noche, sin embargo, ella no aparece en el lugar esperado. Él no se resigna a esa ausencia que, en otras ocasiones, había llegado incluso a desear: desesperado, recorre todos los sitios donde ella podría estar; cuando la encuentra, cae rendido en sus brazos.
Así ve Stendhal el amor, como una especie de enajenación mental transitoria: nos enamoramos de una figura idealizada, que no responde a la realidad. Pasada la fiebre inicial, el tiempo y el trato íntimo harán que esta ilusión se desvanezca: morirá el amor. Además, él le acusará a ella de haberlo engañado, fingiendo poseer las cualidades que él había imaginado. (Naturalmente, hablo de «él», en masculino, porque el que escribe es Stendhal: exactamente lo mismo sucedería si se tratara de una mujer, o de dos personas del mismo sexo).
La teoría sobre el amor de Stendhal tuvo una amplia repercusión en los lectores de toda Europa. Intenta superarla Pedro Salinas (1891-1951), el gran poeta del amor de la generación del Veintisiete. Era madrileño, catedrático de Literatura Española, traductor de Proust. Al final de la guerra, se exilió a Estados Unidos, donde falleció.
Su poesía se caracteriza por la sutileza psicológica, los matices imperceptibles, el diálogo continuo: suele estar dirigida a un tú, la mujer amada, que es el fundamento de todo el universo.
Formalmente, escribe Salinas lo que él mismo llamaba, en broma, prosías: no respeta la métrica clásica. Utiliza versos de medida irregular, sin rima, con un ritmo que fluye incesante y se prolonga de un verso a otro (lo que llamamos encabalgamiento suave). La impresión que deja todo esto es de naturalidad, sencillez, ausencia de retórica, diálogo íntimo.
Su libro La voz a ti debida (1933) es uno de los más hermosos poemarios de amor de toda la literatura española. Sabemos algo de su origen biográfico. Salinas se había casado en 1915, con 24 años. De 1933 a 1936, fue el secretario general de la Universidad Internacional de Verano de Santander (después de la guerra, Universidad Menéndez y Pelayo). En 1932, cuando tenía 41 años, conoció a una estudiante norteamericana, Katherine Whitmore, seis años menor que él: de ese amor nació La voz a ti debida. La relación duró quince años, pero no tuvo final feliz. Cuando ella murió, en 1982, aceptó que, veinte años después, se publicaran las cartas que le había enviado el poeta.
¿Cómo intenta superar Salinas la pesimista visión del amor que tiene Stendhal? Defiende que el amor no nos ciega, sino que nos hace más lúcidos: nos permite descubrir, en la persona amada, posibilidades todavía ocultas, pero reales (eso es lo esencial) que ella tiene. Lo expresa claramente en el poema que reproduzco, Perdóname por ir así buscándote.
El amor aparece aquí, ante todo, como una búsqueda. Comienza el poeta pidiendo perdón a la amada por buscar dentro de ella, aunque esa búsqueda le pueda causar a ella algún sufrimiento:
- «Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez».
Llegamos al momento culminante, a los dos versos decisivos:
«Es que quiero sacar
de tí tu mejor tú».
Con este juego fónico (la repetición de tres «tes»), está proclamando Salinas lo que ha descubierto la psicología contemporánea, y también la literatura, por supuesto: cada uno de nosotros no somos un bloque unitario sino un mosaico de muchísimas piezas, que posee infinitas posibilidades. Todos podemos llegar a ser santos o pecadores, héroes o cobardes, libertinos o ascetas… Como en la obra de Pirandello, todos somos personajes en busca de un autor, que nos ayude a definirnos.
Según Salinas, para eso sirve el amor: el enamorado descubre, en la persona amada, unas posibilidades que ni ella misma conocía:
- «Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo».
Ha encontrado el enamorado esa joya y la levanta, la exhibe, la hace brillar:
- «Y cogerlo.
Y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol».
Notemos la inversión casi cinematográfica del punto de vista: no es el sol el que ilumina al árbol, sino el árbol, humanizado, el que alarga sus brazos para alcanzar la última luz del sol, cada tarde.
En todo este proceso, a la amada no le corresponde un papel pasivo, no es suficiente que se deje querer: ella ha de emprender un proceso de perfeccionamiento para llegar a ser como el enamorado ha intuido. Lo explica Salinas con metáforas físicas –y, a la vez, morales– de ascensión:
- «Y entonces tú
en su busca vendrías a lo alto.
Para llegar a él
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de tí a tí misma».
Ha repetido el poeta el juego fónico de los pronombres: antes, intentaba sacar «de tí, tu mejor tú». Ahora, ha iluminado a la amada y ha conseguido que ella se esforzara para ascender a su ser auténtico: «de tí a tí misma».
Todo este proceso no es unilateral sino recíproco. Si de verdad está enamorada, ella también ha descubierto, en él, posibilidades nuevas: él debe aceptarlas y esforzarse para que se conviertan en realidades.
Si los dos lo logran, el amor habrá sido como un fuego que los ha depurado: habrá logrado que salgan a la luz sus metales preciosos, hasta entonces ocultos. El nuevo diálogo que mantengan ya los dos va a tener lugar en un plano superior al del comienzo. Usando un término místico, se ha consumado ya el camino de perfección:
- «Y que a mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eras».
El lector puede jugar con el tiempo de este último verbo. El enamorado va a dialogar con «la nueva criatura que tú eras»: la que estaba latente, como posibilidad, dentro de la amada. También va a entablar su diálogo con la nueva criatura que tú ya eres: la que has llegado a ser, gracias a haber aceptado el amor.
Según eso, en contra de lo que proclamaban la mitología clásica y el inteligente pesimismo de Stendhal, el amor no es ciego sino gloriosamente lúcido: es capaz de descubrir, en otro ser humano, sus posibilidades ocultas y de ayudarle a realizarlas.
Esa hermosa esperanza es lo que nos transmite Pedro Salinas. Como en la liturgia, el lector sólo puede añadir: «Así sea».
tan torpemente, dentro
de tí.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de tí tu mejor tú.
Ése que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú,
en su busca vendrías, a lo alto.
Para llegar a él,
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de tí a tí misma.
Y que a mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eras.
- Pedro Salinas.
Otras lecciones de poesía:
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.