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Ángel Barahona

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El Debate de las Ideas

La guerra perpetua. Una entrevista con Ángel Barahona

Acaba de publicar en Ediciones Encuentro La guerra perpetua. Apocalipsis y redención, un libro que no deja indiferente

Ángel Barahona acaba de publicar en Ediciones Encuentro La guerra perpetua. Apocalipsis y redención, un libro que no deja indiferente. Con él hemos charlado sobre esta obra, que nos ayuda a mirar la realidad con realismo y esperanza a un tiempo.

–El título de tu libro ya lo anuncia: no crees que sea posible, en un mundo en el que las dinámicas miméticas son ineludibles, alcanzar la paz. ¿Significa eso que estamos condenados a ser profetas de desgracias?

–El título es un poco irónico, en el sentido de confrontarlo con Kant y su paz perpetua. Yo lo que creo es justo lo contrario, es decir, dado que el hombre es constitutivamente mimético, lo que tenemos son ciclos permanentes de acción-reacción o de revancha guerrera. El fenómeno de la memoria histórica es muy apropiado como ejemplo, al considerar que siempre soy yo el agraviado y el otro es el malvado, al que le tengo cierto miedo porque su libertad me hiere y su sola presencia es amenazante, me reclama interpretar la historia una y otra vez desde mi perspectiva victimista. Este juego de reciprocidad, cuando se aplica a las relaciones entre individuos, acaba en el duelismo, envidia, conflictos intergeneracionales, pero cuando se trata de las naciones resulta en la guerra contra los vecinos, a quienes estamos siempre observando. Es un tema perenne que podemos ver ya en todas las pinturas rupestres del mundo, donde hay retratos de guerra entre tribus, entre clanes, entre grupos humanos que se atacan, se conquistan, se absorben, etc. La constatación permanente de la guerra es un hecho incontrovertible.

La Biblia también lo constata: no hay ni un solo momento en el que podamos hablar de estabilidad pacífica. Incluso en las épocas en las que parece que hay una cierta paz, como en el reinado de David, en realidad Israel está en guerra a todas horas. Lo que se considera paz es el agotamiento de los contendientes, que cesan de pelear pero para reponerse para la siguiente ocasión. La guerra parece ser una condición biológica del ser humano por mucho que los buenistas como Steven Pinker lo desdigan. Sí, tal vez llevemos un ángel dentro, pero ya Pascal nos advertía que también una bestia.

Anhelamos esa paz perpetua porque la guerra causa tanto dolor, pero en el fondo estamos en un tira y afloja sin descanso. Quiero la paz pero no la quiero. Me gustaría…, pero en el fondo no confío en el enemigo. Por lo tanto me seguiré preparando subrepticiamente para la guerra porque sé que en cualquier momento volverá.

El título es desesperanzador y pesimista, pero sólo la primera parte, porque la segunda se subtitula apocalipsis y redención.

–En la estela de Kant, desde la caída del bloque soviético y el auge del comercio internacional, en nuestros tiempos ha reaparecido la teoría de que aquellos que comercian entre sí no se pelean.

–Parece que la guerra es el último recurso después de que se haya agotado la política o el mercado. Pero yo creo que la guerra es lo primero, al menos en su forma de rivalidad interminable. El mercado aparece porque necesitamos reponernos y entonces entablamos un conflicto en otro nivel, el económico. Es lo que está haciendo China con su trepidante escalada económica (en paralelo con la militar) para ahogar la economía occidental. Es su venganza postcolonial. Hay un libro de Pankaj Mishra que se titula De las ruinas de los imperios donde habla claramente de esto y que cito en el libro. Allí explica cómo chinos, islamistas e hindúes tienen sobre sus espaldas la humillación del imperio británico y cómo están intentando tomarse la revancha usando en sus sistemas educativos a Occidente como chivo expiatorio de su retraso en décadas anteriores. Ahora lo hacen por la vía económica en tanto en cuanto sus condiciones militares no son suficientes todavía para afrontar una cuarta guerra mundial con garantías de éxito. Porque en la tercera ya estamos: es fragmentada y diferida, pero estamos.

Me gustaría que la democratización global que pretendió Occidente, de alguna manera, a pesar de sus pretensiones puramente egoístas, hubiera tenido éxito, pero lo cierto es que no entendemos ni la cultura musulmana, ni la asiática en general. Jamás van a ser democráticas, funcionan de otra forma que sería muy largo explicar aquí, y jamás van a olvidar el agravio colonial.

–Parece que el hombre actual, desde su mentalidad prometeica, no concibe que pueda haber conflictos irresolubles, ¿es hora de desilusionarle?

–El hombre es un ser solucionador de problemas por definición. Y ciertamente ha tenido mucho éxito en ello a lo largo de la historia, pero lo que no podemos olvidar es que también es un ser constitutivamente mimético. Y lo que nos dice la antropología mimética es que, por mucho que lo pretendamos, puja sobre nosotros la observación envidiosa. Esto es lo que revela la Biblia: que nuestras soluciones son efímeras y casi siempre acudimos a los atajos violentos por la desconfianza del otro y nuestra poca paciencia o tolerancia a la frustración.

O sea, los hermanos (y aquí yo considero hermanos a chinos e hindúes, a chinos y rusos, a rusos y europeos) somos todos gemelos: Caín envidia a Abel. Todos los grandes mitos cosmogónicos que están en el origen de las culturas se fundan en relatos mitológicos de gemelos. En la mitología ese relato es ancestral, se ha perdido en la noche de los tiempos, pero el mito tiene que ser rescatado porque en el fondo es la interpretación a posteriori de algo que ha pasado en la historia, de un crimen primordial. Y en vez de gemelos, como personas concretas o individuos concretos, tenemos que hablar de tribus, clanes, naciones, fronteras, por eso rivalidad viene de rivus en latín, que significa río, que es lo que separa de forma natural a los pueblos y naciones.

El gemelo envidia a su hermano, Caín tiene que matar a Abel. El paradigma bíblico se repite una y otra vez. Y la misma Biblia le da solución, porque las otras culturas no creen en el perdón o en la reconciliación. La inocencia es un concepto bíblico, las víctimas son inocentes. Pero también se da la posibilidad de rescatar al otro devolviéndole su inocencia, a pesar de ser un criminal, protegiendo a Caín de su propia violencia, dándole otra oportunidad. Eso no existe más que en la cultura judeocristiana. En el resto de la antropología universal lo que hay son venganzas permanentes y culpabilizaciones de la víctima.

–En algún momento del libro da la impresión de que pones una cierta confianza en la educación como medio para desvelar estas dinámicas miméticas y así desactivar estas espirales de violencia. ¿Realmente tienes tanta confianza en la educación?

–Hablar de la educación es lo que tiene que hacer un profesor. Si digo que no confío en ella, dirán: ¡este Barahona es un cínico! ¡qué peligro! Dice que cree en la educación pero luego realmente no cree en ella.

Yo llevo metido en un aula 50 años y he visto cambiar a la gente. Realmente los hombres pueden cambiar, o sea que cierta confianza tengo. Pero cuando en la historia se desencadena una relación de rivalidad, lo que suele suceder no es que se detengan y se reconcilien, sino que escalen a los extremos, como decía Clausewitz. Cuando se pone la máquina en marcha, no sabemos parar. La violencia que el otro hace sobre mí, lo que hiere es también mi orgullo, no solamente mi cuerpo. El dolor físico se puede soportar hasta el extremo, pero el psicológico, el sentirte humillado, el sentirte vencido, ese es insoportable.

Una vez que has recibido el golpe, lo tienes que devolver, es automático. Y ese automatismo es la mímesis. Es decir, yo no puedo dejar sin castigar con mi respuesta recíproca lo que tú me acabas de hacer, ofendiéndome, humillándome o haciéndome daño. Tengo que reaccionar. Eso pasa en el patio del colegio y pasa entre los pueblos, ¿no?

–De manera un poco contraintuitiva, al menos para lo que hoy en día flota en el ambiente, afirmas que la búsqueda de la igualdad es en última instancia generadora de más violencia. ¿Puedes aclarar un poco esta escandalosa afirmación?

–Nosotros creemos que la diferenciación es la clave del conflicto. Toda la dialéctica hegeliana y toda la lucha de clases marxista están basadas en este principio de que la diferencia entre pobres y ricos, izquierda y derecha, mujeres y hombres… esa diferenciación es causa del conflicto porque aparece ahí la envidia. Pero en la medida en que me voy haciendo semejante al otro ocurren dos cosas. Una es lo que dice Freud: se magnifican las pequeñas diferencias y volvemos otra vez a establecer la rivalidad y el conflicto centrándonos en pequeñeces que vemos enormes.

La otra es que la semejanza, de alguna manera, significa que invadimos el campo del otro. Es lo que ocurre con el feminismo radical. En la medida en que se penetra en el territorio del varón, el otro se siente amenazado porque ahora te pareces tanto a él que aspiras y le retas sobre su mismo territorio, y en consecuencia el otro se tiene que defender. Con lo cual la semejanza se convierte en una sutil forma de establecer de nuevo la rivalidad.

–En el libro diferencias entre igualdad y comunión.

–Sí, y es muy importante. Jean-Luc Marion, en un libro que se titula Breve apología por un momento católico, habla de que si no rescatamos la igualdad singular como hijos de un mismo padre, que es lo que dice el cristianismo, no va a poder ser la reconciliación.

En las diferencias culturales, en las diferencias geopolíticas o históricas, etc., hay tal animadversión que no va a ser posible la reconciliación. No se trata de imponer el alto el fuego por el miedo que le tengo al otro, la comunión es aquello a lo que yo aspiro cuando te considero a ti con la misma dignidad como hijo de Dios que tengo yo.

Entonces, aspiro a entrar en comunión contigo cuando estoy dispuesto a reconocer en ti que eres un ser divino, hijo de Dios como yo mismo, y en consecuencia no puedo abusar de ti, no puedo matarte, porque eres de mí misma carne. Tenemos que aspirar a la comunión y eso sólo se hace con la evangelización. Por eso, más que en la educación, creo en la reevangelización.

–Sin embargo, parece que el mundo confía más en otros caminos. Uno de ellos sería el de un mayor diálogo, otro sería el de la confianza en la técnica. ¿Te parecen realistas?

–El de la técnica nunca va a poder superar las diferencias, porque unos son los que tendrán acceso a la tecnología y otros no. Las diferencias entre los que tiene acceso a la ciencia y la tecnología y lo que usan esa tecnología que compran pero que no entienden ni producen será cada vez más lacerante.

El diálogo me parece infantil o ingenuo. Es muy fuerte esta palabra y si no estuviéramos hablando, si estuviera escribiendo, lo intentaría decir de otra forma. Pero en el diálogo siempre hay alguien que tiene una posición de fuerza, de mayor relevancia, que tiene capacidad de controlar ese diálogo desde la superioridad o de vetarlo, como en el tema de la disuasión nuclear. El diálogo al estilo de Rawls, de la teoría de la justicia, presupone la racionalidad de los actores, pero en estas decisiones la racionalidad es escasa. Casi siempre nos movemos por emotivismo.

¿Es una decisión racional cuando Putin decide invadir Ucrania? Las razones históricas en realidad son razones a posteriori. Lo que hay ahí son los complejos rusos, la nostalgia de la Rusia fascinante que hay en el imaginario colectivo de los rusos. Eso es emotivismo, y eso no lo controla un diálogo entre actores racionales. Cuando se dice que se siente algo, no se piensa ni se calcula.

–No te veo muy partidario del pacifismo.

–El pacifismo es una posición de debilidad.

Habría un pacifismo que se podría llevar hasta el final, hasta estar dispuesto a morir por el otro, a dar la vida para que el otro tenga la vida. Entonces eso sí que es construir la paz. El Príncipe de la Paz del que habla el Evangelio es aquel que va más allá de la justicia, que va más allá de la reciprocidad, que va más allá del diálogo, porque hay un momento en el cual no se puede dialogar, donde todo el mundo al final tiene motivos para sentirse agraviado y se entra en un bucle, en un círculo vicioso, del cual no se puede escapar.

El pacifismo es muy peligroso porque es un buenismo de la cultura postmoderna que no sabe que el otro es malo, que no reconoce en el otro la envidia mimética. Es que nos olvidamos de que el hombre, antropológicamente, está sellado por el pecado original y si expulsamos el pecado original del horizonte de la comprensión del mundo estamos perdidos.

Mientras el pacifismo sea eso, blandenguería, miedo al otro, pánico a la guerra… no va a llegar a nada. Le falta el aporte cristiano fundamental para decir: estoy dispuesto a dar la vida por ti, estoy dispuesto a hacer una fusión contigo donde yo desaparezco para que tú seas, donde tus victorias contra mí sean mis victorias. Eso es el cristianismo.

–¿Qué papel juegan los mecanismos de victimización en los conflictos que vivimos en la actualidad?

–Como bien dice Girard, la cultura actual está anclada en procesos victimarios. Lo que ha puesto en marcha el judeocristianismo es que las víctimas son inocentes, pero eso se ha convertido en una especie de relato para la posmodernidad que legitima a las víctimas para ser verdugos, para esgrimir solo derechos. Es verdad que Cristo dice que es inocente, pero lo que inaugura no es una cultura victimista sino una pregunta sin ambigüedades: ¿estoy dispuesto a dar la vida por ti y que me mates aún siendo yo inocente?

Lo que vemos es otra cosa: todo aquel que ha sido víctima considera al otro culpable y por lo tanto esgrime derechos reivindicativos respecto a su victimismo, se convierte a su vez en verdugo y le da la vuelta a la tortilla en una nueva dialéctica. Los que ayer fueron víctimas hoy son verdugos, convertir al que tú consideras que fue tu verdugo en la nueva víctima te legitima para ejercer la violencia contra él. Por eso el victimismo es muy peligroso, porque justifica cualquier acción en función de que yo he sido antes víctima. ¿Y quién declara que tú has sido víctima? Tú mismo.

–La hipótesis de una guerra nuclear vuelve a estar sobre la mesa, y con ella el tabú que impediría que se apriete el botón rojo. ¿Crees que ese tabú está todavía en vigor?

–Se supone que los actores internacionales se autolimitan porque en una guerra nuclear pierden todos. Pero ya Ellsberg, el de los papeles del Pentágono, advertía de que están todos descansando sobre la posibilidad del cálculo racional, es decir, de pensar que el otro va a pensar como tú: ¡qué ganaría yo si todo fuera destruido! Es la frase de Krouchev cuando la tensión de los misiles en Cuba.

Pero ahora mismo hay tantas bombas nucleares en el mundo, que lo que puede desatar una catástrofe no es tanto el que yo piense que voy a destruirte a ti más de lo que tú me vas a destruir a mí, sino que por accidente, o por un arrebato de orgullo emocional, o por un mal cálculo suceda la hecatombe. Ellsberg cuenta que estuvimos a punto de una catástrofe nuclear porque se detectó un misil norcoreano hacia Hawái y luego se descubrió que no era tal: estuvimos a un minuto del apocalipsis y a nadie le importó. Además, y más allá de los accidentes, son los automatismos digitales, las máquinas, las que ya deciden, y en el futuro todavía más. La futura guerra nuclear no será resultado de un cálculo racional de gente que delibera, que reflexiona y calcula los muertos.

–Siguiendo a Girard, vuelves a poner sobre la mesa el concepto de katejón. ¿Cuál sería hoy en día el katejón que detiene la catástrofe?

–El katejón está reteniendo la venida de Cristo en su segunda venida, la Parusía. Los evangelios hablan de micro apocalipsis y ratifican que eso va a suceder. No es que nos pongamos a jugar a profetas, es lo que nos han dicho siempre los grandes analistas: la posibilidad de que creemos el cataclismo es un hecho plausible. De lo que habla el Apocalipsis es de aquello que el hombre, en su libertad, puede producir: la guerra, el hambre, la destrucción. Lo que estamos haciendo con el planeta no es una broma. La COVID nos ha mostrado que desde un laboratorio se puede eliminar a media humanidad. El apocalipsis es una realidad plausible, pero no es el final. El apocalipsis ha de suceder, pero es lo penúltimo. Porque después vendrá el Hijo del Hombre en gloria.

Mi esperanza no está centrada en la racionalidad de la humanidad o en el cálculo científico, porque sé que eso va a pasar. Son tantas las variables que no pueden ser controladas… sucederá, pero no será el final. El final es que vendrá el Hijo del Hombre. Lo que retiene la segunda venida es que todavía la humanidad cree en ella misma, en su capacidad de control de su voluntad. Aquí entra la novedad para la historia que trae el cristianismo como esperanza total. Si Cristo ha resucitado, todo será restaurado, comprendido… y habrá tenido sentido. Este futuro perfecto es intencional: solo tendrá sentido tras la parusía… todo lo que habrá sucedido habrá sido esperado. De momento, en el katejón, en este tiempo intermedio del que habla San Pablo, todo es un caos ininteligible, en el que las teorías filosóficas y científicas, más o menos certeras, solo contribuyen a generar más desorden a base de ilusiones y proyecciones de futuro imaginarias. Es hora de dejar de escuchar a los falsos profetas y acudir a los verdaderos, además de empezar a construir el Arca, no la de Noé sino la de Cristo: la Iglesia.

–¿Saber que vendrá el Hijo del Hombre da sentido a nuestras vidas?

–Yo muchas veces les digo a mis alumnos: vosotros escucháis una palabra que tiene para vosotros una connotación religiosa y, de inmediato, desconectáis. Pero ¿cuál es la única posibilidad de que el sufrimiento de los inocentes, el sufrimiento de las viudas, de los enfermos, de los niños que están en el oncológico, de los que han muerto en Rusia, en Ucrania, en Siria, en Palestina, en Israel, en cualquier lugar del mundo tenga sentido?

Lo que nos ha traído Cristo es el anuncio de su victoria sobre la muerte. La resurrección de Jesucristo habla de que somos seres para la eternidad y en la eternidad se hará justicia. No lo entienden porque se necesita la fe y el obstáculo de la fe es muy grande para una operación racional y científica como la que tratan de hacer. Pero es la única posibilidad de poder entender el sentido de la vida y poder dar sentido al sufrimiento y a la historia. Por eso el cristianismo es una teología de la historia.

La teología de la historia dice que la historia tiene sentido, que Dios supervisa el destino de los pueblos sin conculcar nuestra libertad. Él ha tomado el riesgo de crear una criatura a su imagen y semejanza, libre y racional, no somos títeres. Pero la esperanza que nos da es que nos envía a su Hijo en carne humana, por eso la encarnación es tan importante. Dios se hace uno como nosotros para decirnos: tu carne va a resucitar. Hay una esperanza más allá de la muerte. Todo tiene sentido, los niños que han muerto siendo inocentes tienen sentido porque han sido creados para la eternidad y en la eternidad, no sabemos cómo, lo contemplaremos y lo entenderemos. Así le decía Tolkien a su hijo Christopher sufriendo y depresivo en las trincheras de la guerra mundial: solo sub specie aeternitatis se puede entender el mal en el mundo.

–Otra de esas palabras que son vistas con recelo por su contenido religioso, pero que tú reivindicas, es «conversión».

–Es que es la única posibilidad. Y no estoy hablando de metanoia, que es un cambio de mentalidad, algo que puede hacer la educación. Conversión es dar un giro de 180 grados. Conversión es ser recreado de nuevo. Conversión es reconocer que me he equivocado y volverme a Jerusalén, como los discípulos de Emaús. Conversión es dejar el yo aparcado y mirar al tú. Confiar en que Cristo no te miente cuando te dice: «yo he vuelto de la muerte». Confiar en aquellos que han seguido los pasos de Cristo. Es lo que ha hecho Maximiliano Kolbe, Edith Stein, Teresa de Calcuta y tantos modelos paradigmáticos que se unen a la Pasión de Cristo, atendiendo a los inocentes, muriendo con sus hermanos en un campo de concentración.

La santidad es la conversión del ser entero, no solo de la mente, sino también del corazón. Entregarlo todo, en la confianza de que la cruz no es más que la llave que abre la puerta a la vida eterna. Somos como niños que llevamos nueve meses en la barriga de nuestra madre, por más que les expliques que van a nacer pasando por un túnel oscuro, estrecho, y que van a ver la luz, no lo va a entender jamás. Nuestros años aquí son como los nueve meses de embarazo, que acabarán con el parto para la vida eterna, en una transfiguración del ser.

–Hablabas antes de construir un arca que nos proteja hasta que venga el Hijo del Hombre, que sería la Iglesia. ¿Qué labor nos toca a los cristianos aquí y ahora?

–El arca remite a Noé. Él tiene el encargo de anunciar la conversión, como Jonás a Nínive, y, además de construir un arca. El arca actualmente es figura de la Iglesia: profecía y redención. Pero la Iglesia en su dimensión institucional no salva a nadie, porque está constituida por piedras débiles, frágiles, manipulables, enfermas, tocadas por el pecado original. Lo que salva es lo que dice la Lumen Gentium: que aprendamos a amarnos y a buscar la unidad para mostrarlo a mundo.

Tenemos que aprender a vivir en comunidad, volver a una Iglesia pequeña, a las minorías creativas que decía Benedicto XVI cuando avisaba de que la Iglesia del futuro va a ser pobre, perseguida, lo va a perder absolutamente todo, pero podrá volver otra vez a esas pequeñas comunidades donde se puede vivir el amor y la unidad. Y eso salvará el mundo.

La vida de comunidad, al igual que la violencia, se contagia como un virus. El amor también es mimético. Por eso la Iglesia siempre proponía a los santos como modelos de santidad. ¿Dónde puedo mirar para saber cómo vivir? En los santos, en quienes reflejan el rostro de Cristo, en quienes se han convertido.

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