Fundado en 1910
Playa del Silencio, ubicada en el concejo de Cudillero (Asturias)

Playa del Silencio, ubicada en el concejo de Cudillero (Asturias)Freepik

El Debate de las Ideas

El arte del silencio

Ni motores acelerados, ni sirenas, ni obras en el vecindario. Sólo hay un silencio puro. Los oídos apenas pueden creer lo que no oyen al abrir la puerta, salir al jardín y escuchar sólo el canto pausado de un mirlo. Es primavera en el sur. De vez en cuando, el viento silba y remueve los pinos, como rompen las olas lentas de la memoria a orillas del Mediterráneo. Luego vuelve el silencio. Pasar tiempo en silencio —meditando o rezando, en la soledad de una habitación o en una cuevecilla del desierto—, fue durante siglos fundamento de diversas prácticas espirituales y religiosas: un camino de autoconocimiento, de obediencia benedictina y una manera de convertir las horas en liturgia de alabanza. Sin embargo, el mundo ruidoso que hoy conocemos considera el silencio una suerte de vacío que de cualquier forma hay que rellenar. Es sorprendente que haya personas que encuentren el silencio aburrido o un tiempo perdido; para algunos representa incluso un trago amargo e insoportable. Quizá porque destapa ambigüedades o ciertos compromisos con el mal. En el meollo de tanto ruido puede que hayamos olvidado su valor. Aunque no se acuda al silencio, si se encuentra se puede sentir que no es ausencia, sino presencia de todo.

Cada mañana, un buen rato antes de la hora prima, el reparador silencio del cuarto de estudio me descubre sin querer texturas y sonidos suaves que en las horas corrientes pasan inadvertidos. Al juntar letras, me asalta la palabra justa con el mismo gozo con que percibo la estridencia de una frase. Los sentidos se agudizan. Abrazar el silencio del mundo a esas horas, nos vuelve más sutiles. Uno se mueve con sigilo; cierra la puerta, camina o posa la taza de café con sumo cuidado, gestos que a otras horas del día recuperan el rango de actos reflejos, de puro inconsciente. La falta de decibelios fuera del cráneo los intensifica dentro. Si se suspende el piloto automático del ruido mental de fondo, se puede percibir algo más profundo que el propio pensamiento. Uno queda a la intemperie oscura de la conciencia. Ese lugar en el que discernir las formaciones confusas de la mente —pensamientos, sentimientos, recuerdos...—, para reordenarlas con un poco de claridad. En un espacio de silencio, la mente se aquieta porque tendemos a reflejar lo que nos rodea. La noción del silencio como presencia, en lugar de ausencia, no es ninguna fantasía. Nuestro sistema nervioso lo recibe como tal. Se ha demostrado que el cerebro procesa el silencio de la misma manera que el sonido: lo reconoce no sólo por su ausencia, sino que lo percibe como una experiencia en sí misma. En realidad, oímos el silencio. De hecho, hay evidencia de que prestarle atención puede estimular la neurogénesis, esto es la creación de nuevas células nerviosas en el hipocampo.

El ruido nunca es neutro. Se pueden distinguir diferentes matices en un paisaje sonoro: lo agradable, la intensidad de un acontecimiento, su significado o su importancia. Escuchar un coro de pájaros al amanecer resulta un grato paisaje sonoro, mientras que el martilleo de las obras en la casa del vecino se siente, al menos, como una desgracia pasajera. Los paisajes sonoros naturales suelen resultar benéficos porque –a diferencia del ruido de una obra, de los autobuses o de las notificaciones del móvil– forman parte del depósito de nuestro patrimonio auditivo. El oído humano ha evolucionado durante milenios escuchando los sonidos de la naturaleza. Por eso es fácil comprender que el silencio sea un nutriente esencial para pensar y sentir. Ahora bien, el mundo es cada vez más ruidoso. El nivel promedio de ruido en entornos urbanos ha ido aumentando un decibelio al año a lo largo del siglo en curso. Ese ruido excesivo crónico se ha relacionado con enfermedades cardiovasculares, trastornos ansioso-depresivos, pérdida de audición y deterioro del desarrollo cognitivo en la edad escolar. Hoy en día, una de cada cinco personas en Europa está expuesta a niveles de ruido considerados perjudiciales para la salud. Y esto no sólo afecta a los humanos. La contaminación acústica también impide que las aves escuchen a sus depredadores y las obliga a cantar más alto o en tonos más agudos, lo que consume mayor energía y reduce sus posibilidades de supervivencia. Claro que los auriculares, los protectores auditivos y los tapones no representan ninguna solución. El sentido de nuestra facultad auditiva ha sido diseñado para relacionarnos con los demás y con los lugares, y esos aparatos dificultan la coexistencia y aíslan del mundo. Aunque sea natural querer sustituir el bullicio de la ciudad por música, existe el riesgo de que ese constante retumbar de la banda sonora en los oídos enrarezca tanto nuestra experiencia del silencio que, cuando nos topemos con ella, intentemos todo lo posible por llenarla de inmediato. Las personas que se sienten incómodas en el silencio sólo encuentran solaz en el ruido. Lo necesitan de fondo y por eso mantienen la radio o la televisión encendidas permanentemente. Pero nuestro sistema nervioso no ha evolucionado para soportar ese nivel constante de estímulos auditivos. Apagar la tele un buen rato, salir a caminar, dejar el móvil en casa y mirar los árboles o el cielo destila siempre un bálsamo reparador para el ánimo.

También el silencio, como el ruido, ofrece diversidad de tonos y sabores. Un silencio tenso y sepulcral, que respira las ascuas del resentimiento, no serena como lo hace ese otro en compañía, mientras se lee o se mira juntos el cielo nocturno, sin necesidad de palabras. No quisiera parecer de esos que venden el silencio como una herramienta más de superación personal, para aumentar la productividad o la creatividad, como si éste fuera un medio para un fin. ¡No, por Dios! El silencio no es más que una experiencia en sí misma. Ahora bien, caminar, rezar o contemplar en medio de él puede –en contados instantes, cuando el azar y la quietud se alían– resultar una epifanía insólita, una experiencia de comprensión súbita de algo que se ama en secreto, o un acto de concentración pura, del que saltan a la luz intuiciones únicas y totales, con las que unos pocos logran verbalizar pensamientos de primera categoría u observaciones radicales. Dice G. Steiner que el intento de purgar ficciones vitales, alucinaciones o deseos exige una disciplina contraria al lenguaje natural. Y yo creo que, para acallar ese parloteo, la primera disciplina que se exige es la del silencio. Mientras palabreo estas ideas en mi estudio, oigo sólo el suave teclear del ordenador. Un ruidillo que se perderá, junto a la magia del momento, cuando la ciudad despierte. El sonido era una fuente de noticia y un vínculo con el mundo. Ahora, el bullicio limita la comprensión de la realidad y esconde su parte de misterio. Para rescatar las posibilidades ontológicas que ofrece la realidad, la fuerza colectiva que diluye al individuo en la masa –el «uno impersonal» del que habla M. Heidegger–, tiene que desaparecer. Y hacerlo mediante la escucha, para trascender la angustia propia de la búsqueda narcisista. Pero para esa escucha, hay que permanecer en silencio. Es ahí donde puede uno entrever la Presencia insondable que funda lo real, la fuente y raíz únicas.

comentarios
tracking