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La Liberté guidant le peuple

La Liberté guidant le peupleEugène Delacroix

El Estado paradójico

Lo que se necesita, más bien, es el encumbramiento de una nueva clase de élites comprometidas con el bienestar de los ciudadanos y la defensa de los principios comunes

Se tiende a asociar el término revolución a la conquista de nuevos espacios ciudadanos. Mito moderno por antonomasia, la revolución sería el factor que imprime a la historia un impulso de aceleración en el ascenso de la humanidad hacia el paraíso prometido. Su sola mención satura el imaginario colectivo de toda una épica de logros. Ante todo, el fenómeno revolucionario -singularmente a partir de la gran convulsión francesa- quedará vinculado a la expasión generalizada de la libertad individual. El hombre que surge de la revolución sería pues un individuo dueño de sí mismo, protagonista de su destino, emancipado de las deudas y servidumbres que lastraban su existencia en un estadio anterior de la historia.

Pero la revolución, en un primer momento, ostenta un envés: persecuciones, crímenes en masa, instauración de regímenes de terror, colapso de la economía… son otros tantos «logros» susceptibles de anotarse en el saldo del proceso. Tales consecuencias, sin embargo, quedan veladas por una retórica compasiva, por un indiscriminado espíritu de rendención. Porque nos equivocaríamos gravemente si considerásemos la revolución desde el prisma de un acontecimiento político. No. La revolución es, ante todo, un hecho religioso. Comporta la entronización de una escatología secularizada. Entre otros factores, supone la instauración de una fe a la que acompaña la elevación del Estado a la categoría de ídolo absoluto. En su obra El Antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville lo describe así: «Siendo su tendencia –refiriéndose a la Revolución francesa- la de regenerar el género humano, más aún que la de reformar Francia, encendió una pasión como nunca hasta entonces habían podido producir las más violentas revoluciones políticas (…). Se convirtió en una especie de religión nueva, religión imperfecta, sin Dios, sin culto ni vida eterna, pero que, no obstante, inundó toda la tierra con sus soldados, sus apóstoles y sus mártires».

Los apóstoles de este nuevo credo rinden pleitesía a la Razón. Su ideal humanitario pronto se transmuta en un fanatismo de las Luces. Inspirándose en el contractualismo de Hobbes y en la voluntad general de Rousseau, los revolucionarios abrazan la pretensión de ordenar la realidad conforme a un principio geométrico. En mitad de la orgía de sangre que desatan, y en la que muchos de ellos acabarán ahogados, anhelan sin embargo un mundo de ciudadanos iguales, de conciencias uniformizadas bajo un idéntico designio de pureza. Su matemática homogeneizadora, siempre impuesta desde las alturas de un poder incontestable, alcanza a la totalidad de las esferas de la experiencia. Por citar sólo un ejemplo, en Francia, los jacobinos eliminan las antiguas circunscripciones territoriales y crean nuevos departamentos diseñados con escuadra y cartabón. Todo debe obedecer a criterios científicos, ordenarse según las categorías propias de un tiempo que se gesta a impulsos de una violencia regeneradora. Pero tras la pasión ideológica por ajustar la existencia a las cristalinas exactitudes de la teoría, late un deseo de alcance metafísico: la extirpación ontológica del mal; la búsqueda de un estado general de armonía establecido sobre la base de la negación del pasado; el alumbramiento, en definitiva, de un hombre nuevo.

La revolución ha dotado de un rostro concreto a nuestro tiempo. Vivimos, todavía, conmocionados por los ecos de su inmensa onda expansiva. Somos los herederos de su espíritu de agitación, continuadores, por acción u omisión, de su labor dinamitadora de los fundamentos de nuestro legado civilizatorio. Pero somos unos herederos un tanto paradójicos, pues a la vez que nos gusta vernos a nosotros mismos como agentes activos de la historia, en el fondo nos sabemos sujetos a fuerzas que escapan no ya sólo a nuestros mecanismos de defensa individuales, sino al control democrático de la voluntad colectiva. Es justo en el escándalo de esa contradicción donde se sitúa la clave para comprender el significado genuino del fenómeno revolucionario: «La mayor parte de los desórdenes revolucionarios –dejó escrito el politólogo Julien Freund, maestro del realismo político- no tienen otro fin que sustituir un régimen exhausto por otro más vigoroso a fin de restaurar la potencia del Estado».

¿La revolución, entonces, como cauce de expresión de la soberanía del individuo, como garante de su libertad personal, como rasero nivelador mediante el cual erradicar el oprobio de las injusticias sociales? Más bien, la revolución como el suceso que introduce en Occidente el culto al poder del Estado. A partir de ahí, la religión estatista reclama para sí espacios crecientes en el ámbito de la vida colectiva. Con el uso compulsivo de la legislación, desbarata el entramado de costumbres y tradiciones en las que, a través de los siglos, el pueblo había sustentado su identidad. Para colmar el vacío subsiguiente, fomenta la adhesión a un muestrario de causas de matriz inequívocamente ideológica. Su voracidad le lleva a apropiarse de parcelas crecientes de la actividad privada para orientarlas, mediante el empleo intensivo de la propaganda y el ejercicio impune de un nepotismo desvergonado, hacia sus propios intereses clientelares. Crea, por medio de políticas fiscales de vocación extractiva, una red de sistemas asistenciales en gran parte destinados a garantizarse la fidelidad inquebrantable de una buena porción del cuerpo electoral. En la medida en que la legislación que él mismo elabora se lo permite, suprime toda instancia intermedia entre el poder y el individuo, de manera que la sociedad resultante se constituya como una constelación de átomos desvinculados, carentes de iniciativa para oponerse a la potencia avasalladora de la gestión estatal. Esta inmensa maquinaria administrativa, tranformada en un leviatán burocrátivo alimentado por una clase funcionarial que no deja de multiplicarse, se solapa a la nación histórica y finalmente la neutraliza. Cuando los últimos órganos de control del poder ceden a la presión que se ejerce sobre ellos, todo queda sometido al capricho de la voluntad despótica que dirige el proceso, y es entonces cuando los ciudadanos optan por replegarse en la intimidad de su vida privada, asumiendo de facto su lastimosa condición de idiotai.

El orden descrito hasta aquí, vigente de hecho en multitud de sistemas políticos que se denominan a sí mismos demoliberales, sigue teniendo un cariz netamente revolucionario, pues la revolución no se propuso tarea más alta que la de elevar el Estado por encima de todo poder y dominación. Además, su carácter revolucionario lo dota de dos rasgos esenciales para su pervivencia: el primero de ellos es una asombrosa plasticidad que le habilita para absorber e integrar en su seno a todos y cada uno de los movimientos insurrecionales que, desde Mayo del 68 francés hasta el 15 M español, pasando por la deslumbrante reacción popular que siguió al asesinato de Miguel Ángel Blanco, cuestionen su hegemonía; y, en segundo término, aunque su surgimiento histórico llegó de la mano de la apoteosis de la Razón, el Estado se percata muy pronto del rédito que es posible extraer de la manipulación emocional a una escala masiva, lo que le lleva a fomentar una situación de cierta anarquía controlada, sembrando la confusión acerca de cualquier asunto, subvirtiendo el sentido común, alentando, mediante el recurso de una retórica guerracivilista, la división de la sociedad en facciones irreconciliables.

Nacido del furor utópico, de los ideales científicos mediante cuya puesta en acto la burguesía ilustrada aspiraba a insertar a las naciones del Occidente democrático en la senda indefinida del progreso, el Estado moderno se va configurando como el mayor artefacto de control social que haya conocido la historia. Fiel a este propósito, adquiere en el cumplimiento de su cometido unas dimensiones descomunales. Su apetito insaciable lo convierten a la larga en una criatura obesa, esclerotizada, ineficaz, interesada ante todo en alimentarse a sí misma. Una tendencia que lo condena al colapso.

La paradoja estatal, pues, estriba en la desmesura de un ente que, a medida que incrementa su voluntad de dominio total, se muestra incapaz de atender algunos de los cometidos básicos que tiene a su cargo. La nefasta gestión del Covid, el veloz deterioro tanto del sistema educativo como de la sanidad pública, la renuncia al control de las propias fronteras, la negligencia criminal en la gestión de la gota fría o el desastre de una política energética que culmina en un apagón masivo son, en nuestro entorno inmediato, los testimonios más palmarios y recientes de que el Estado, en manos de una clase dirigente ineficaz y en buena parte corrupta, constituye una amenaza real para el futuro de nuestras sociedades.

Sea cual sea la salida a la amenaza de derrumbamiento en la que vivimos inmersos, no parece que la solución pase por la insistencia en trasvasar partes crecientes de nuestra soberanía a entes supranacionales aliados con los intereses globalistas. Lo que se necesita, más bien, es el encumbramiento de una nueva clase de élites comprometidas con el bienestar de los ciudadanos y la defensa de los principios comunes. Unas élites que no traicionen al pueblo. Y un pueblo que, saliendo de la caverna en la que durante tanto tiempo ha permanecido cegado por los espejismos de las ideologías revolucionarias, recupere el timón de su propio destino.

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