Fundado en 1910
La bandera de España ondea en la isla de Alborán; al fondo, el buque de acción marítima Furor de la Armada española

La bandera de España ondea en la isla de Alborán; al fondo, el buque de acción marítima Furor de la Armada españolaArmada Española

Después de la nación

Plantear un proceso constituyente ahora sería jugar con fuego: el riesgo de que resulte una Constitución republicana, confederal, ecofeminista y trans-resiliente sería alto

El hilo conductor de la sugestiva obra de José María Marco es la idea de nación española: de La libertad traicionada a Una Historia patriótica de España, o los ensayos dedicados a figuras clave de la política española del siglo XX, como Azaña o Antonio Maura. Así que este Después de la nación tiene algo de reflexión recapituladora, aunque esperemos que no final.

El análisis es absolutamente brillante… y bastante melancólico, aunque intente cerrar con una apertura a la esperanza. El punto de partida es la fecha nodal de 1975, momento en que el rey Juan Carlos se enfrenta al desafío de reformular un proyecto de nación española que ya no sea «el tradicional», el que durante siglos había pasado por la defensa y expansión del catolicismo (Reconquista; evangelización de América; guerras de los Austrias contra los protestantes; «nacionalcatolicismo» del régimen de Franco, renqueante ya en su etapa final, cuando la misma Iglesia daba la espalda a la idea de Estados confesionales, y socavado por la ola secularizadora que en los 70 había alcanzado también a España). Lo cierto es que ese proyecto venía ya tocado del ala desde la invasión francesa, las «dos Españas» y las guerras carlistas. La Restauración había intentado -con cierto éxito durante medio siglo- la síntesis de la España tradicionalista con la moderna (Alfonso XII se proclamó en el Manifiesto de Sandhurst «español, católico y liberal»). En 1975 había que conseguir otro tipo de síntesis: pasar pacíficamente de una dictadura a una democracia y reconciliar a los españoles enfrentados décadas atrás por una dura guerra civil.

Marco no escatima su mérito histórico al célebre «consenso»: en efecto, la Transición se consumó con escasa violencia (la del terrorismo separatista vasco, y en menor medida de ultraizquierda y ultraderecha) y altura de miras de casi todos. Pero el consenso incluyó, en su opinión, el vaciamiento de la idea de nación española, que si de un lado era invocada por la Constitución con énfasis sospechoso de «excusatio non petita» («patria común e indivisible de todos los españoles»), de otro era fragilizada por la afirmación del «derecho a la autonomía» de ciertas «nacionalidades que la integran». Esa ambigüedad en el asunto nuclear de la soberanía —¿pertenece sólo a la nación española o también a sus fragmentos, fatídicamente definidos como «nacionalidades»?— fue, desde luego, el precio pagado por la voluntad de sumar también a los nacionalistas catalanes y vascos (en las demás regiones prácticamente no existían aún) al nuevo proyecto de país.

El experimento del Estado de las autonomías —en realidad, «un Estado federal que no osa decir su nombre»— fue el gran error de una Constitución muy estimable en casi todos los demás aspectos. Pues «el consenso postnacional permitió a los nacionalistas poner en marcha sus procesos de nacionalización de la población y el territorio que se les concedía, como si tuvieran sobre estos una autoridad intrínseca y superior a la del Estado central» (p. 28).

Aunque el Título VIII haya sido un error, la Constitución ofrecía palancas que hubieran permitido un encauzamiento más razonable del proceso autonómico (por ejemplo, el artículo 150.3, según el cual «el Estado podrá dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aun en el caso de materias atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés general»). La clave de que las cosas se hayan desarrollado como lo hicieron, explica lúcidamente Marco, estriba en que mientras los separatistas vasco-catalanes se sentían legitimados para inculcar la idea de nación catalana o vasca, los partidos nacionales no se atrevían a hacer lo propio con la de nación española. Pues el patriotismo español podía parecer «franquista». «Los símbolos nacionales fueron acotados al espacio institucional y cobraron un carácter abstracto» (p. 58). El adjetivo «estatal» empezó a sustituir al de «nacional». Exhibir la rojigualda era visto como cosa de fachas.

PSOE y PP carecieron, pues, de sentido nacional: de ahí el entreguismo frente a unos separatistas que desde el principio mostraron que la autonomía era para ellos un punto de partida, no de llegada; de ahí su incapacidad para formar «grandes coaliciones» a la alemana, en las que el interés de partido quedase supeditado al nacional, al combate del enemigo disgregador común. El único intento serio de resistencia al separatismo —la LOAPA de principios de los 80— fue torpedeado por el Tribunal Constitucional en un malhadado dictamen. Desde entonces, todo han sido oportunidades perdidas: por ejemplo, la de derrotar a la ETA policialmente (cosa que el gobierno de Aznar estaba a punto de conseguir) en vez de mediante un acuerdo que legitimaba a su brazo político; o la aplicación interrupta del artículo 155 tras el putsch tragicómico de octubre de 2017 (en vez de suspender sine die la autonomía, el gobierno de Rajoy se limitó a convocar nuevas elecciones autonómicas que volvieron a ganar los nacionalistas).

Pero el ocaso de la idea de nación española a partir de los 70 no se explica sólo por el temor a su asociación con el franquismo; concurrieron también otros factores que Marco analiza con maestría. En nuestro país había toda una tradición de autocrítica desmesurada y percepción infundada de una supuesta excepcionalidad española: la que va de la Institución Libre de Enseñanza (que Marco había estudiado en La libertad traicionada) y el regeneracionismo a los noventayochistas (con su patriotismo trágico y su dolor de España) y catorceístas (con Ortega decretando que «España es el problema y Europa la solución»), culminando en Azaña y la Segunda República como «vasta empresa de demoliciones». La baja autoestima nacional no era una novedad de los años 1970.

Además, esta devaluación de lo nacional no era un fenómeno sólo español. Ya en los años 1950 los europeos occidentales habían concluido, no sin alguna razón, que «el nacionalismo es la guerra», y habían apostado por la disolución progresiva de las identidades nacionales en un gran proyecto de construcción europea: se buscaba una kantiana «paz perpetua» postnacional. Añádase a ello el gran terremoto (contra)cultural de los 60-70, con los enragés de Mayo 68 reclamando el fin de toda autoridad (la paterna, la eclesiástica… y también la nacional: el general De Gaulle, encarnación del honor francés desde 1940, era despreciado ahora como uno más de los caducos «adoquines» que había que desechar para encontrar «la playa») y los hippies quemando banderas norteamericanas so capa de crítica a la guerra de Vietnam. Llegaba la postmodernidad, el fin de los «grandes relatos» (incluido el nacional) y la era del individuo-rey, liberado de instancias heterónomas. El mismo vendaval emancipatorio que se llevaba por delante la religión, la familia estable o la natalidad desarbolaba también la idea de nación.

Ahora bien, este ocaso de lo nacional fue selectivo. En Europa del Este el patriotismo polaco, checo, etc. fue un baluarte de resistencia frente a la opresión comunista: la idea de nación no cayó allí bajo sospecha, antes al contrario. Y en España sólo quedaba deslegitimado el nacionalismo español, mientras el catalán, vasco, etc., resultaban, al parecer, modernos y liberadores.

La conclusión de Marco es que «el Leviatán postnacional levantado desde 1978 resulta tan aparatoso como artificial»; y que «una propuesta política que recondujera la cuestión nacional a los términos en los que fue planteada por el Rey en 1975 lograría un respaldo amplio y permitiría articular una democracia basada en la comunidad nacional española».

Aun compartiendo casi todo el análisis de Marco sobre el triste declive de la idea nacional española, no creo que sea el momento de una enmienda a la totalidad al consenso de 1978, so pretexto de que fue «postnacional». Como el propio Marco reconoce, el sistema creado en 1978 tiene otras virtudes, como la garantía de los derechos humanos y de la separación de poderes (un lujo en un mundo en el que la democracia liberal es la excepción más que la regla; una excepción cada vez más amenazada por la competencia de un eje autocrático Rusia-China-Irán-Corea Norte) o la pretensión de cerrar de una vez por todas el enfrentamiento de las dos Españas. Plantear un proceso constituyente ahora sería jugar con fuego: el riesgo de que resulte una Constitución republicana, confederal, ecofeminista y trans-resiliente sería alto. Las propuestas de corrección deben ser realistas y constructivas; la Constitución da cierto juego para una interpretación restauradora de la unidad nacional (por ejemplo, a través del artículo 150.3, o del 149.1, que atribuye al Estado «la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos»). Veo a sectores de la derecha deslizándose hacia actitudes anti-sistema (ataques al Rey o símbolos como el recorte del escudo constitucional de la bandera: un gesto copiado de la rebelión rumana contra la dictadura comunista en 1989, convertida ahora en rebelión —«revuelta», dicen otros— contra una democracia).

Por otra parte, si es cierto que el ocaso del sentimiento nacional viene asociado a una misma tendencia «emancipatoria» —activa desde finales de los 60— que ha puesto también en crisis a la familia, el matrimonio o la Iglesia, ¿tiene sentido confiar en una resurrección nacional que no vaya acompañada de un resurgimiento conservador de la dimensión familiar y religiosa? El caso es superar la deriva ultraindividualista que ha hecho del «live and let live» mandamiento único. No veo posible la restauración nacional sin restauración moral, de la misma forma que la interrupción de la inmigración sólo conseguiría —si no va a acompañada de una reactivación de la natalidad— convertir al país en un geriátrico insostenible.

Finalmente, la propuesta reposa sobre la disociabilidad del patriotismo (el nacionalismo bueno: integrador, cívico, afirmativo) y el nacionalismo (malo: xenófobo, étnico, destructivo). Creo que no es tan fácil distinguirlos objetivamente: todo nacionalista se ve a sí mismo como patriota y ve como nacionalistas a los rivales. Creo que la idea de nación española tiene mucho más fundamento histórico que la de nación catalana o vasca, pero sé que la «nacionología» no es precisamente una ciencia exacta en la que se constaten neutralmente «hechos nacionales» incontrovertibles. La Historia es un magma ambiguo en el que —como en esas manchas del test de Rorschach en las que unos ven una mujer desnuda y otros un señor con bigote— distintos observadores disciernen naciones diferentes. El «hecho nacional» es inefable (la identidad nacional ¿es lingüística?, ¿religiosa?, ¿racial?, ¿histórica?, ¿todo ello a la vez?; pero el mapa lingüístico no coincide con el racial, ni ninguno de ellos con el religioso, etc.). Como escribió Rodríguez Abascal, «el número de rasgos escogidos por los nacionalistas para señalar a los miembros de la nación tiende al infinito. [...] Su selección y uso le corresponde a cada nacionalista sobre el terreno». Y David Miller: «El simple empirismo no puede resolver el enigma de la identidad nacional. […] Las comunidades nacionales están constituidas por creencias: las naciones existen cuando sus miembros se reconocen como compatriotas, y creen compartir características relevantes». La nación no es un hecho objetivo, sino una fe y una autointerpretación colectivas.

O sea, la nación es… en gran parte un mito; quizás el gran mito político de la modernidad. Pero es un mito poderoso; cuando no deriva hacia la búsqueda paranoica de enemigos interiores y exteriores, puede fortalecer a las sociedades favoreciendo la cohesión, la solidaridad, la disposición a defenderse y la capacidad de sacrificio. El mito no ha muerto; como acertadamente indica Marco, los consensuadores de 1978 cometieron un error de cálculo cuando supusieron que la idea nacional tenía los días contados y que los nacionalismos vasco y catalán iban a quedar reducidos al absurdo en el gran marco postnacional de la construcción europea. No ha sido así. Y como tampoco termina de cuajar la supernación europea, tendremos que defender la nuestra. Que no puede ser otra que la española.

comentarios
tracking