Entrevista a Alejandro Rodríguez de la Peña
El Debate de las Ideas
Alejandro Rodríguez de la Peña: «La importancia de Roma en la Edad Media es imposible de exagerar»
El historiador y ensayista presenta El invierno del Rey Mendigo, una brillante novela histórica y bien documentada
Conocemos bien al Alejandro Rodríguez de la Peña historiador y ensayista, autor de penetrantes reflexiones sobre la crueldad, la compasión o la Europa de Dante. Pero en un sorprendente cambio de tercio, se nos presenta ahora en una nueva faceta, la de novelista. Su novela 1077. El invierno del Rey Mendigo es una brillante novela histórica, muy bien documentada, por supuesto, pero que funciona a las mil maravillas como novela, con personajes, ambientes, tramas y diálogos muy bien construidos y que logran sumergirte en los avatares de una época apasionante y convulsa. Hablamos con él sobre esta conseguida novela.
— Con tu novela, que narra lo que sucede en un año clave, 1077, consigues realmente transportarnos a aquella época, algo que hubiera sido imposible sin tantos años dedicado al estudio de esos siglos. ¿Cómo se te ocurrió dar el salto del estudio a la novela?
— Desde niño fue la novela la que me llevó al estudio de la historia. Yo quedé fascinado por Tolkien y su Señor de los Anillos, donde construye una historia como marco para su narrativa. Mi ilusión de niño era también narrar una historia y la he podido hacer realidad ahora, con esta novela. Casi se puede decir que los más de cuarenta años estudiando historia han sido una preparación para ser novelista.
— La novela histórica insufla vida a los hechos históricos, ¿crees que es preferible, para quien quiera comprender lo sucedido durante la Querella de las Investiduras, empezar por una novela como ésta antes que ir a un manual?
— Depende de lo que le interese. Si quieren comprender las ideas que marcan la Edad Media, mejor ir a los trabajos académicos, pero si lo que buscan es la Edad Media con carne y huesos, la vida real, en la novela creo que está muy bien reflejada.
— ¿Dónde acaba lo documentado y dónde empieza la ficción?
— Estamos ante una novela, que es sobre todo entretenimiento, y no he pretendido demostrar nada ni formular ninguna hipótesis histórica. La regla que me he impuesto es que a mí me divierta, y al escribirla me divertí enormemente y además descubrí muchas cosas sorprendentes, novelescas, que eran totalmente ciertas. Hay libertades, por supuesto, pero ningún acontecimiento de la más mínima relevancia me lo he inventado. En numerosas ocasiones los acontecimientos son de lo más increíble, tanto que estoy seguro de que el lector va a decirse: «Esto se lo tiene que haber inventado». Pues no, es real. Eso sí, en todo aquello de lo cual no hay documentación he rellenado huecos tirando de imaginación y he buscado, de entre las posibles opciones, la que fuera más novelesca. Pero insisto, todo acontecimiento mínimamente relevante es histórico y además apoyado en fuentes.
— Hay un recurso en el que sí aparece tu faceta de historiador: la reproducción de fragmentos de crónicas de la época al inicio de los capítulos. ¿Qué buscabas al introducir esos textos medievales?
— Se trata de una técnica narrativa, que no es original mía, que sirve para presentar la idea del capítulo y que utilizo también para darle personalidad a los diferentes capítulos.
Alejandro Rodríguez de la Peña y Carlos Gregorio Hernández conversando en la sede de El Debate
— Uno de los problemas de gran parte de la ficción actual es el anacronismo, presentando las motivaciones y mentalidades de personas del pasado como si fuesen las de nuestros contemporáneos. ¿Cómo has esquivado ese peligro?
— Yo soy un gran lector de novela histórica, que es el tipo de novela que más me gusta, y me ha pasado muchas veces que he dejado de leer una buena novela porque carecía de verosimilitud. Si leo ciencia ficción no me importa, pero si leo novela histórica es un elemento clave. Por eso he escrito 1077 pensando en el lector que no sabe historia, pero también pensando en mis colegas historiadores, siendo muy cuidadoso para que no me puedan tachar de anacrónico. En el caso de los diálogos, estos tienen que ser realistas y plausibles. Me planteé incluso imitar el habla castellana medieval, pero creo que los hubiera hecho muy pesados y además la acción no tiene lugar en España, por eso he optado por el castellano actual.
— La novela cubre lo sucedido durante un año. Eso te ayuda, porque acota, pero también puedes sentir que te limita. ¿Cómo decidiste centrarte en el año del Señor de 1077?
— Podría decirte que es la biografía de un año porque no es la biografía ni del emperador Enrique ni del papa Gregorio, pero lo cierto es que mi idea original era contar el conflicto entre ambos hasta la muerte de Gregorio VII. El problema es que el libro se me iba de las manos en extensión y la muerte del Papa fue en 1085, así que pensé en ceñirme al año clave y, de paso, obligarme a mí mismo a terminar la novela.
Dejo abierta, no obstante, la posibilidad de una posible trilogía siguiendo el mismo esquema: la segunda novela sería 1085 y la tercera 1099, el año de la caída de Jerusalén. La trilogía empezaría con el conflicto entre el Papa y el Imperio y acabaría con la primera cruzada.
— ¿Por qué has apostado por combinar varias tramas narrativas en capítulos breves?
— Es que yo quería contarlo todo, sin limitarme únicamente a la historia de Enrique y Gregorio VII. La única manera de hacerlo era combinar diferentes escenarios, por lo que decidí contar algo complejo a través de diferentes tramas que se van entrelazando.
— La novela destaca por su verosimilitud. ¿Cómo te documentaste para reproducir con tanta exactitud incluso los detalles de protocolo de las ceremonias que describes?
— Todo el ceremonial que describo lo he sacado de las crónicas de la época. Uno de mis temas de investigación es la teología política de la realeza, donde hay una serie de liturgias de coronación que se detallan muy bien. Las he estudiado y con la novela he podido recrearlas, darles vida.
— ¿Por qué tuviste tan claro que tu novela iba a abordar ese momento histórico?
— Soy católico y a todo católico le interpela aquel momento porque la Iglesia que conocemos nació allí. Pero luego soy gibelino, el Imperio medieval me fascina. Además, como profesor me he podido explayar en lo que en clase hubiera necesitado un curso entero para explicarlo. Por todo ello me apetecía muchísimo poder explorar a fondo ese acontecimiento que cambió la historia de Europa.
— Los manuales de historia suelen transmitir la idea de que la historia sólo podía ser como realmente sucedió, pero ¿habría sido la historia diferente si el matrimonio entre el duque Gozelo y la margravina Matilde hubiera sido un matrimonio feliz?
— Probablemente sí, porque es Gozelo, en venganza por su fracasado matrimonio, quien corrompe a cardenales para que empiecen con la campaña de difamación contra Gregorio VII, pero, por otro lado, creo que, tarde o temprano, el choque de trenes entre el Imperio y el Papado era inevitable. Pero claro, quien lo precipita es Gozelo, un enano jorobado al que su poderosa mujer abandonó. El enfrentamiento era inevitable, pero quizás no hubiera sucedido la humillación de Canossa y otros mil detalles.
— La novela gira en torno a dos personajes principales, el Papa y el Emperador. Ambos son retratados de modo que muestran su lado más favorable, pero también facetas más oscuras. ¿Te costó este equilibrio?
— Fue lo más difícil de todo. Yo no quería hacer una novela apologética, no quiero convencer de nada, sino que la novela está hecha para divertir y para que los lectores aprendan divirtiéndose. Por eso intenté a toda costa ser justo con los dos personajes. Gregorio VII como persona es mucho más admirable, pero Enrique tiene una ventaja: sufre mucho, tiene que atravesar los Alpes con dos niños pequeños, bajo la nieve. He querido plasmar la situación a través de la mirada de su hija Agnes, una niña de siete años que ve a su padre como un héroe. Se produce así una empatía normal con una familia con niños pequeños que está pasando por una dura prueba. Así intenté que se viera que Enrique IV tenía muchísimos defectos, pero que a la vez era un padre y un marido amantísimo y un buen católico en la medida en que él podía, mostrando así que la realidad es muy compleja. Gregorio, por su parte, es un hombre admirable, un santo, pero los santos también tienen defectos y él tenía muy poca mano izquierda. En cualquier caso, intento no tomar partido y que los dos personajes aparezcan reflejados con sus virtudes y sus defectos.
— ¿Realmente planteó el Papa Hildebrando una ordalía al Rey de Romanos?
— Ya he dicho que ningún acontecimiento importante es inventado y la ordalía es suficientemente importante porque es la forma de explicar un hecho histórico: después de Canossa el conflicto sigue. De las veinte fuentes que hay y he leído sobre Canossa, sólo una habla de la ordalía. Si hubiera escrito un libro de historia pura y dura habría dicho que era una pequeña posibilidad, pero en una novela he optado por la versión más novelesca.
— En tu opinión, ¿quién fue el vencedor en Canossa?
— Sin duda Gregorio VII. En los tiempos cortos se puede considerar vencedor a Enrique, que consigue recuperar parte de sus vasallos y vuelve a plantar batalla, pero en los tiempos largos el Papado es el gran vencedor de Canossa. El Imperio queda herido de muerte, tendrá varias resurrecciones, algunas espectaculares, pero al quitarle lo sagrado perdía sentido.
— El retrato que haces de la curia y los obispos es bastante negativo, ¿tan desastrosos eran?
— Hay algunos hombres ejemplares, pero el tono general de la mayoría es el que se refleja. Quería también poner de relieve que hay una serie de decisiones incomprensibles de Gregorio VII que estoy convencido que es cosa de ese círculo de cardenales. He aprendido a conocer muy bien al personaje y era un hombre muy recto, insobornable, pero hay algunas acciones del Papado que creo que no tienen más explicación que ésta.
— En contraste, los monjes benedictinos aparecen como un pilar de honestidad, santidad y buen criterio en tiempos convulsos. ¿Cuánto les debemos?
— Creo que los católicos les debemos a los monjes que la Iglesia fuera purificada. En la novela tomo partido abiertamente por ellos pues creo que les debemos muchísimo. Creo que si la Iglesia tuviera más monasterios y más monjes, sería mejor.
— ¿En 1077 había quien ya sospechaba que la Donación de Constantino era apócrifa?
En general estaban convencidos de que era verdadera; la demostración definitiva de su falsedad sólo llegará en el siglo XV. Pero es verdad que Otón III, casi un siglo antes de la novela, ya encargó un informe donde se sugería que era un documento falso. Yo he jugado con la posibilidad de que algunos ya supieran que era falso, pero la inmensa mayoría pensaba que era un documento auténtico.
— Por cierto, ¿quién elegía al Papa en aquella época?
— Lo de encerrar a los cardenales en cónclave es posterior, pero el hecho que los cardenales elijan al Papa, que es la reforma que hace el Papa Nicolás II, es anterior al momento de la novela. En el caso de Gregorio VII, que es el gran Papa reformador, por esas paradojas de la historia, su elección fue por aclamación del pueblo de Roma. De ahí viene la frase Vox Populi, Vox Dei, la voz del pueblo es la voz de Dios. Como era un hombre muy respetuoso de las formas pidió a los cardenales que le ratificaran, pero su elección va contra la propia idea gregoriana de que son los cardenales quienes eligen al Papa.
— La novela expone con claridad las consecuencias negativas de la simonía en la Iglesia, pero por otro lado, como cuando aparece la ilusión del Papa por encabezar él mismo una cruzada a Tierra Santa, aparece la posibilidad de que quizás pudieron caer en la tentación contraria, haciendo que el Papado se entrometiera en lo propio del poder temporal.
— Ahí está la clave de la crisis del Papado y de Aviñón, porque el Papado y la Iglesia pasó de querer ser libre, lo cual es buenísimo y el gran legado de esa época, a querer sustituir al Imperio. La iglesia no ha venido a gobernar el mundo, pero hubo papas que quisieron gobernarlo.
— Los reyes y nobles, con alguna excepción, aparecen con rasgos bastante brutales, ¿la Iglesia aún no había suavizado sus costumbres lo suficiente en el siglo XI?
— En el siglo XI todavía quedaba trecho por caminar. La nobleza es civilizada por el clero y eso va a tardar un poco aún. El ideal de caballería está en sus primeros pasos y Godofredo de Bouillon ya lo refleja, pero los nobles, en su inmensa mayoría, eran todavía bastante salvajes, como también lo era el pueblo.
— Llama la atención el uso arbitrario que se hacía de las excomuniones, ¿sucedía realmente tal y como lo pintas?
— Era así y probablemente no he reflejado todas las que hubo en ese año. Para la Iglesia es su bomba atómica: no tiene ejército, no tiene poder económico, pero dispone de la capacidad de excomulgar y los legados pontificios abusan de ella. Eso luego siguió siendo así durante muchos siglos: en época moderna se llegó a fulminar con excomunión simplemente porque no se pagaba el diezmo. Hay que recordar que cuando se convoca la primera cruzada está excomulgado el Emperador, el rey de Francia y el rey de Inglaterra, que por eso no se unirán a la misma.
— ¿Qué peso tenía la herencia de Roma en la época y las disputas que retratas?
— Enorme, y creo que incluso me he quedado corto. En la Edad Media están obsesionados con Roma. Lo del Renacimiento italiano ha confundido a mucha gente, pero la importancia de la Roma de la Antigüedad durante la Edad Media es imposible de exagerar.
— Vemos a alguien nacido en Lombardía llegar a arzobispo de Canterbury y a alguien nacido en el Piamonte como prior en Normandía; ¿era realmente la Cristiandad de aquella época un espacio donde las fronteras eran muy tenues?
— Es que de hecho no había fronteras como las entendemos hoy. Además hay una lengua única, el latín, común sobre todo en el ámbito eclesial, y hay una unas redes, de monasterios primero, luego de universidades a partir del siglo XII, donde el movimiento es muy fluido. Si observas las carreras académicas de los profesores universitarios medievales verás que han estado en cinco o seis universidades diferentes, hoy en día algo sólo al alcance de un premio Nobel. Otro tanto se puede decir de la nobleza: vemos matrimonios entre la nobleza sajona y la nobleza lombarda, o la francesa con la inglesa, algo que las fronteras nacionales, que surgen en la edad moderna, limitó mucho.
— En algunas de las rivalidades que aparecen en la novela, ¿es posible advertir ya el embrión de las nacionalidades?
— Ya existen, por ejemplo, rivalidades entre franceses y alemanes y la germanofobia empieza a crecer entre los italianos, pero aún en estado embrionario. En el siglo XI lo que pesa más todavía es la Cristiandad.
— También muestras la existencia de una cierta 'antirromanidad' entre los alemanes, que con el tiempo desembocará en Lutero.
— Sí, pero lo interesante es que mientras el protestantismo se formula en términos nacionalistas, la nación alemana frente a la corrupta Roma, los alemanes del siglo XI decían que los verdaderos romanos eran ellos. Parece increíble hoy día, pero realmente pensaban que ellos eran descendentes de los troyanos, los verdaderos romanos.
— El pueblo ya aparece como personaje histórico, tanto en la elección de Gregorio VII como condicionando las decisiones del emperador.
— No había opinión publicada, pero sí opinión pública. Lo que ocurre es que es muy difícil evaluar su peso en la deriva de los acontecimientos, pero que existe no hay duda. Por eso he puesto ejemplos en la novela donde realmente es la masa popular la que modifica los acontecimientos.
— Incluyes en la novela a diversos personajes secundarios muy jugosos, entre ellos a un san Anselmo mucho antes de ser célebre, que presentas casi como un Sherlock Holmes de la época, ¿fue su vida tan agitada como la presentas?
— Anselmo es uno de los personajes que más me ha divertido construir. Por un lado el Anselmo histórico: es verdad que sabía medicina, es verdad esa mentalidad no racionalista pero sí muy racional, al estilo del Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa. Luego está la parte novelesca: no tenemos constancia de que el rey de Inglaterra le encargara que investigara la contienda entre sus hijos, eso es cosa mía. Pero el modo en que lleva su investigación, el modo en que emplea su razón, está sacado de sus obras. Llama la atención que hay métodos de deducción que son los mismos que los que utiliza Conan Doyle. Así construí este personaje que es mi homenaje a Umberto Eco y también mi pequeño homenaje a un buen amigo mío monje, Fray Santiago Cantero, en quien me he inspirado para crear mi San Anselmo.
— ¿Fue Federico de Hohenstaufen tan noble y leal?
— Sabemos muy poco de él, pero sí sabemos que fue leal hasta la muerte. Además, hay que justificar la decisión que toma al final el Emperador Enrique, una decisión muy sorprendente y que cambiará la historia del Imperio y de Europa, que yo explico porque imagino que quería premiar una lealtad en grado superlativo.
— ¿Por qué lanzas sobre Godofredo de Bouillon, modelo de buen caballero, una sombra de soberbia?
— Yo creo en el pecado original, luego no hay ser humano perfecto, así que Godofredo de Bouillon tenía que tener algún defecto. Sin embargo, leyendo todas las crónicas de la época, no se le conoce ninguno, así que he imaginado que algo de soberbia tendría, me ha parecido una suposición verosímil.
— ¿Era el noble romano Cencio Stefani tan miserable?
— Quizás haya cargado algo las tintas, pero esencialmente todo lo que cuento es real.
¿Y era el patriarca Sieghard de Aquilea tan convincente como despiadado… y loco?
Lo que sabemos es que acabó encerrado y que murió loco, no es mucho. A partir de ese acontecimiento he imaginado cómo pudo volverse loco, pues es algo que no cuentan las crónicas.
— Menudos los hijos de Guillermo el conquistador…
— Pues ahí no he imaginado nada, porque Ordericus Vitalis, que es un monje normando, tiene una crónica en la que da todos los detalles que yo recojo.
— ¿Seguro que no has cargado las tintas a la hora de retratar a la dama Mabel?
— Es un personaje que parece increíble, pero todo está en las crónicas anglo-normandas. Esta noble cruel que se dedica a envenenar a sus rivales da tanto juego novelesco que he añadido muy poco de mi cosecha.
— Tus personajes son sabios, crueles, generosos, maquiavélicos, lascivos, cultísimos… ¿No había gente del montón, mediocres?
— A mí la novela realista me aburre profundamente. Mi vida ya es así. Por eso, cuando escribo una novela quiero escribir sobre algo extraordinario.
— En la novela has conseguido no mostrar tus opiniones, pero ¿quién piensas que tenía más razón, el Papa o el Emperador?
— Yo creo que los dos y ninguno. Desde el punto de vista moral y teológico, sin duda el Papa. Además, era una persona infinitamente más íntegra que el Emperador. Pero creo que cometió un error de juicio, porque inició la destrucción del Imperio y luego el propio Papado lo echará de menos cuando acabe acorralado por las monarquías nacionales.
A Enrique no le faltaba su parte razón, pero como era un hombre joven y lleno de pasiones, no tuvo clarividencia. Mi opinión la he reflejado en la figura del Abad Hugo de Cluny, fiel al Papa pero que sospecha que se están forzando demasiado las cosas.