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El Debate de las Ideas
Cautiverio tecnológico. Parte I
Los pequeños avances se logran a costos cada vez más elevados
Es evidente que los sistemas públicos de salud en Occidente son cada año más insostenibles. En Europa las listas de espera crecen sin tasa y abarrotan los sistemas nacionales de salud. De hecho, algunos países han comenzado con el «copago» en determinados servicios. Entre tanto, las economías más rezagadas, con un elevado desempleo y una ciudadanía poco inclinada a los recortes, someten a sus administradores y legisladores a sudokus irresolubles. Es dudoso que los beneficios en salud sean proporcionales al incremento de los costos. La historia reciente del progreso en sanidad muestra divergencia entre costos y beneficios. Los pequeños avances se logran a costos cada vez más elevados. Así las cosas, que el mismo problema afecte a todos los países debería socavar la extendida idea de que siempre hay soluciones «organizativas». Cada vez se reclama más atención médica de la que es posible ofrecer. Esta situación obliga a encarar dos graves desafíos. Uno es el inquebrantable compromiso con el progreso médico. Otro, la forma en que la medicina —y la cultura en general— sitúa la vejez y la muerte en la vida humana. Necesitamos discutir el valor del progreso médico, más allá del sempiterno debate de la gestión. No hay fórmula razonable de administrar un sistema de salud si no se revisa la idolatría al progreso y el significado de la muerte.
El progreso se tiene por un horizonte tan incuestionable que sofoca cualquier valoración crítica. El presupuesto de los sistemas de salud bate récords ininterrumpidos cada año desde hace medio siglo. Por mucho progreso que se logre, lo que se considera buena salud nunca es suficiente. Las soluciones políticas no van más allá de lo organizativo: atención sanitaria con financiación estatal o –la alternativa norteamericana– reducción de la regulación gubernamental y aumento de la competencia entre proveedores. Entre ambas reformas se despliegan multitud de tácticas de gestión –reales o supuestas– para controlar los costos (investigación médica, investigación para diseñar mecanismos eficientes de prestación de servicios, inteligencia artificial, pagos de incentivos a médicos…), pero ninguna detiene el gasto. Los economistas de la salud saben que la innovación tecnológica impulsada por el progreso es la principal causa del aumento de los costos sanitarios. Se estima que el 50 por ciento del crecimiento del gasto se concentra en la tecnología, que supera el aumento ordinario del coste de la vida, las demandas por negligencia o los gastos administrativos. Ni siquiera se cumple el mito de que la expansión del uso de la tecnología reduce sus costes unitarios. Tampoco se ha demostrado que la preferencia por una atención sanitaria ilimitada sea garantía de satisfacción personal. Por el contrario, hay evidencia de que muchas personas se sienten subjetivamente peor respecto a su estado de salud incluso cuando la salud global de la población mejora objetivamente.
Por otro lado, a medida que disminuyen las probabilidades de beneficio médico, aumentan los problemas éticos. Aplicar un tratamiento de alto costo y tecnología, cuando la posibilidad de mejorar la salud es alta, puede constituir un bien objetivo; pero, ¿y si la probabilidad de éxito es baja o el beneficio máximo seguramente sea sólo de pocas semanas más de vida en el hospital? La tasa de supervivencia media del cáncer de colon se ha duplicado en lo que llevamos de siglo a costa de aumentar 400 veces el gasto en medicamentos. En cambio, para otros tratamientos, la ganancia se limita a 6 meses adicionales de supervivencia. Muchos de los tratamientos para enfermedades cardiovasculares no curan, ayudan a vivir más tiempo y, a menudo, no mucho más. Tampoco deberíamos ignorar los costos de oportunidad asociados al uso de terapias onerosas al final de la vida, en detrimento de otros bienes públicos, como la dotación de la atención primaria, sobre todo en zonas marginales. Por mucho que nos mostremos reticentes a negar el acceso a tratamientos costosos que apenas prolongan la vida unos días o semanas, no afrontar decisiones deliberadas al respecto no deja de ser cuestionable.
Necesitamos replantear la naturaleza de nuestro compromiso con el progreso médico y preguntarnos si toda innovación tecnológica es, en efecto, un bien inapelable o si, por el contrario, el ideal de un progreso indefinido merecería ser matizado. En El espejismo de la salud, el biólogo René Dubos ofrece razones científicas para sostener que la enfermedad es una dimensión inherente a la condición humana. Si su juicio es acertado, cabría pensar que el esfuerzo por mejorar la salud justifica un progreso sin fin: después de todo es una tarea que nunca se agota. Sin embargo, estamos comprobando que aplicar tecnologías cada vez más gravosas al tratamiento de enfermedades crónicas y degenerativas asociadas al envejecimiento es una estrategia insostenible y, posiblemente, imprudente. El propio avance tecnológico eleva constantemente las expectativas sobre lo que consideramos buena salud. Así, cada generación exige más de la medicina que la anterior. Tal reivindicación atrapa en un círculo vicioso cuya consecuencia es un sistema sanitario hipertrofiado e insostenible, dentro de un mundo que ha convertido la salud en el objetivo supremo.