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19 de mayo de 2024

Rudolf

Rudolf Hoss narró en 'Yo, comandante de Auschwitz' la insípida vida de un funcionario del totalitarismo

Se reeditan las memorias de Rudolf Höss: de posible sacerdote a genocida nazi

De familia católica y amante de las tradiciones, Höss es el ejemplo de buen empleado, necesario para ejecutar el horror con la máxima normalidad

Próximamente se van a cumplir 75 años de la condena del administrador del campo de concentración de Austwichz, Rudolf Höss. Por ello, la editorial Arzalia ha editado las memorias, descatalogadas ya, que el comandante escribió durante el año de cautiverio previo a su ahorcamiento, y que tituló Yo, comandante de Auschwitz.
En esta autobiografía, escrita entre abril de 1946 y abril de 1947, el retrato que Höss hace de sí mismo es el de un trabajador más dentro de un engranaje al que responsabiliza de sus acciones como teniente coronel de las SS, responsable de un campo de exterminio que busca la eficiencia o, como diríamos hoy, la excelencia y los buenos resultados. En sus páginas, no encontraremos un monstruo sanguinario sediento de sangre aunque, sin duda, lo fuera. Lo que encontraremos es la figura de un profesional en su lugar de trabajo, viviendo con su familia, que podría haberse dedicado a otras labores, pero acabó siendo un genocida que mató a dos millones y medio de judíos.

Su padre le veía como sacerdote

El narrador creció en una familia católica tradicional; su padre quería verle ordenado sacerdote. Sin embargo, Höss buscaba otro tipo de orden. Por eso, se enroló en el Ejército, fue a la guerra, pasó algún tiempo en prisión y entró en el partido nazi y en las SS, donde se especializó en asuntos penitenciarios, dada su experiencia carcelaria. Todo normal; incluso su confesado amor por los caballos y la vida rural.
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Rudolf Höss durante el juicio en el Tribunal Supremo Nacional de Polonia en 1947

Höss no era un sádico ni, aparentemente, un psicópata. No estaba impedido para sentir afecto por sus víctimas, como se puede leer en alguna página en la que se lamenta por no tratar con más dignidad a los judíos, o que cambiaba a los soldados que eran excesivamente violentos con ellos. Pero en seguida cambia de tema para describir que el sistema se corrompía por el oro que las víctimas introducían en el campo, o que debían ser gaseados con el zyklon B: producto que el mismo Höss recomienda para tan macabro uso, con la inexpresividad profesional del oficinista.

La banalidad del mal cotidiano

El relato se centra, sobre todo, en esta etapa al frente de Auschwitz-Birkenau, y en palabras de Primo Levi, que firma la introducción, «muestra con qué facilidad el bien puede ceder al mal, ser asediado por este y, finalmente, sumergido, para sobrevivir en pequeñas islas grotescas», como la cotidianidad de la familia, la comida, los problemas con el servicio, o los trabajadores de un campo de exterminio.
Lo terrible, lo escandaloso es que, para imponer sus propósitos, una sociedad totalitaria debe encontrar estos hombres normales como islas grotescas, como Höss; hombres convertidos en instrumento perfecto para que el nazismo llevará adelante la Solución final: personas morales dentro de la inmoralidad; concienzudos en su conciencia, inamovibles en la acción.
Con una sumisión al orden y al Estado fundada en el imperativo categórico de lo que se debe hacer; de lo entendido como correcto y adecuado para llevar a cabo una monstruosa tarea, que años después, frente a otro juicio a otro hombre «normal» como Adolf Eichmann, Hanna Arendt escribiría su famosa expresión sobre lo banal que anida en ciertos monstruos y en toda una sociedad:
«Fue como si en aquellos últimos minutos, Eichmann resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes».
Adolf Eichmann pasea en su celda de Ramala, en Israel

Adolf Eichmann pasea en su celda de Ramala, en Israel

Adolf Eichmann, como Rudolf Höss tras ser detenido por el Mossad en Argentina, en 1960, y ser trasladado a Jerusalén, declaró: «No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el Gobierno quien lo hizo. La persecución, por otra parte, solo podía decidirla un gobierno, pero en ningún caso yo. En aquella época era exigida la obediencia, tal como lo fue más tarde la de los subalternos».
Aquel juicio a Eichman, como años antes a Höss, desveló la naturaleza de un fruto de la ideología totalitaria: un hombre anodino e insípido, sumiso al engranaje estatal; un empleado necesario de la banalidad del mal y de la muerte.
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