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17 de junio de 2024

North Ireland. Ulster. Derry-Londonderry. The town of Derry-Londonderry was famous for the catholic resistance against the British as all the murals can testified. Here one about the Bloody Sunday, when the 30th of january 1972 the british army killed 28 people during a demonstration for civil rights. (Photo by Antoine LORGNIER / ONLY WORLD / Only France via AFP)

AFP

'La colonia': dos gallos en el mismo corral

Audrey Magee retrata en esta excelente novela el enfrentamiento de un francés y un inglés que pasan un verano en una isla remota de Irlanda en los años de plomo del IRA

Decía el viejo Tolstói: pinta tu aldea y serás universal. No basta con pintar la aldea, por supuesto, muchos lo han hecho sin grandes frutos, pero es un buen principio si se tiene el talento para extraer lo universal. Audrey Magee, nacida cerca de Dublín en 1966, ha tomado una pequeña isla del oeste de Irlanda, una isla de apenas cien habitantes sin nombre conocido, aunque sabemos que formaría parte del condado de Mayo, para retratar los estragos de la herencia colonial pero también las contradicciones de la militancia anticolonialista y, sobre todo, para acercarnos a la vida de un puñado de isleños cuya existencia está expuesta a vientos contrarios.

Portada de 'La colonia'

SEXTO PISO. 320 páginas

La colonia

Audrey Magee

La colonia, ambientada en el año 1979, arranca con una escena pintoresca y cómica, que podría ser propia de Jerome K. Jerome o de un filme irlandés de John Ford. El señor Lloyd, un pintor londinense en horas bajas, alquila un currach, un típico bote de la zona, para llegar hasta la isla en la que pretende pasar el verano pintando sus espectaculares acantilados. Podría haber tomado la lancha motora que hace de enlace con tierra firme, pero ha preferido esta inmersión radical. Busca el tipismo, la aldea; quiere ser el Gauguin de esta isla.

Lo que no sabe es que pocos días después llega, como cada verano, Jean-Pierre Masson, un lingüista francés que estudia el gaélico incontaminado de este reducto y lucha por preservarlo frente al asedio del idioma inglés. Son «dos gallos en el corral» y el choque entre ellos está servido desde el principio. En lo tocante a la lengua y al vínculo de los isleños con el resto del mundo, Masson defiende a ultranza una idea esencialista mientras que Lloyd se muestra pragmático; para ambos, la isla es un pretexto, un marco del que extraer un rédito propio: en el caso de Masson, un libro que lo situará en la academia como garante de las lenguas en peligro de extinción; en el caso de Lloyd, el lienzo que le permita volver a situarse en la escena londinense. Para ello no dudan, sin darse cuenta, en ‘explotar’ al otro.

Entre estos vientos contrarios, la preservación de su originalidad, un modo de vida extemporáneo, y la inevitable apertura y ‘contaminación’ con el exterior, se sitúan los habitantes de la isla, que, pese a un inicio marcado por la dicotomía Masson-Lloyd, acaban revelándose como los verdaderos protagonistas: ahí está James, un adolescente de genio artístico innato que acaba prohijado por Lloyd y aspira a huir de una isla en la que solo puede ser pescador, o su madre Márien, que perdió a su hermano, su padre y su esposo en un mismo naufragio; están también la madre y la abuela de Márien, mujeres que custodian la herencia inveterada de la isla, y Francis, el tío de James, que abjura de los ingleses pero no duda en aceptar su dinero.

La colonia es una novela muy dialogada, con interludios de flujo de conciencia de los personajes y pequeños capítulos, como hachazos o aldabonazos cada tanto, que dan cuenta de forma sumaria de sucesos de aquel verano de 1979 en lo que se conoció como el conflicto. Asesinatos del IRA, por un lado, y de los protestantes del Ulster, por otro, que llegan como ecos de una contradicción aún mayor hasta esta isla. La política, en toda su extensión, está muy presente en este libro en el que, a caballo de las posturas de sus protagonistas, las ideas restallan como el mar en los acantilados que pinta el señor Lloyd, pero la autora no permite que se apoderen del libro, que no es realmente político. A la batalla cultural, opone la posibilidad del entendimiento, un lenguaje no contaminado, y la irreductible dignidad de las personas que buscan su lugar en el mundo aplastadas entre pasado y futuro.

Audrey Magee ha escrito una gran novela con algo de neorrealismo, algo de fábula, algo de comedia de costumbres y algo de debate de ideas. Una novela que llega justo cuando la teoría decolonial ha revivido con fuerza, pero que no pierde nunca la cara al puñado de personas que viven, alientan y sueñan en una isla, una aldea, que es universal.

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