‘La guerra perpetua’: análisis de un (sin)sentido
Una reflexión sobre la constante belicista humana, desde Troya hasta Gaza, y una apuesta por la esperanza.
Estamos en la era en la que la guerra ya no es un «juego» de caballeros, ni un ejercicio reglado de la violencia contra el vecino por cualquier motivo. La ambición de los líderes que arrastran a sus pueblos a la catástrofe, por la simple pretensión de pasar a la historia o de cualquier otro oscuro motivo, es un sin sentido de final imprevisible. Los componentes irracionales que diluyen los objetivos que justificaron la guerra en el origen la han transformado en una carrera de locos hacia el apocalipsis. La historia parece hacer profética la idea shakespeariana narrada en Macbeth: «La vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido». El genial Shakespeare empieza, en esta misma obra, confirmándonos lo que todos pensamos: la guerra ya no es bella y noble, como podría decirnos Clausewitz o Hegel, adalides de la versión estética de la negatividad, sino fea, muy fea: «Lo bello es lo feo y lo feo es lo bello; la niebla, el aire impuro, atravesemos (sale)» dice Macbeth cuando ya la guerra está finalizando y el humo derivado de los fuegos de la batalla invade el escenario.
Encuentro (2024). 214 páginas
La guerra perpetua. Apocalipsis y redención
En este libro de Ángel Barahona que acaba de publicar Encuentro (La guerra perpetua. Apocalipsis y redención) nos habla de esa parte fea de la guerra incomprensible, por más análisis que hagamos que traten de explicar sus razones. Su crueldad sigue asombrándonos y llamando nuestra atención en los medios. Estos toman partido, parecen solo compadecerse de aquellos que forman parte de lo que consideran víctimas de la violencia de los otros. Cada cual defiende a sus propias víctimas. No quieren captar la complejidad del litigio. El victimismo de moda les ciega para ver la verdad. El libro no toma posiciones. Describe la implicación circular en la violencia de todos los actores y barrunta la posibilidad de escalada exponencial de altares sacrificiales de inocentes al modo que lo anticipan y denuncian los evangelios.
Nadie advierte que los efectos colaterales o «perversos», es decir, desviados de la intención primigenia que los causa, son crueles e imprevisibles. El juego de los guerreros simula al de los niños que juegan a las tabas y entran en éxtasis, repitiendo una y otra vez, afirmándose en cada instante en un acto de la voluntad indiferente al mundo que le rodea, como recuerda Nietzsche en Así habló Zaratustra: «Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí».
Este círculo de reciprocidad y de razones arrojadizas contra el otro no hace más que perpetuar un futuro violento. Ni siquiera hablar de azar en la acción o en los sucesos imprevistos nos evita el justificar nuestras decisiones o acciones por la mirada odiosa del otro. Somos autorreferenciales, vemos y vivimos el mundo desde nuestra mirada subjetiva, siempre. Esta «autorreferencialidad transforma el azar en destino» que decía Jean-Pierre Dupuy. Esta lógica tiene la extraña virtud de dar significado a lo que no lo tiene, dar sentido a lo que fue fruto del sinsentido, poner racionalidad a lo que fue un producto de un emotivismo irracional. El interés que despierta la guerra se centra en dar sentido, aunque espurio, al tiempo que nos asfixia de aburrimiento. El tiempo y su paso inexorable que nos recuerda que nos acercamos a la muerte nos hace precipitarnos en su búsqueda si con ello entramos en éxtasis. Pero hasta esta argumentación la convertimos en razón de ser, cuando no es más que profecía autorrealizada: el punto de partida de esta profecía, de que todo empieza por la acción culpable y malvada del otro que debe ser respondida, posee una doble información contradictoria: imítame, no me imites (el doble vínculo contradictorio de Gregory Bateson). Y una doble propiedad aparentemente insignificante, hasta que le conferimos un significado fuerte, por la adherencia de las pasiones incontroladas derivadas del odio tras lo que hemos visto y oído, o que nos han contado. Hacer memoria de la historia es empezarla cuando queramos que empiece. Parece que todo tiene una causa que predetermina el desencadenamiento de las acciones recíprocas, pero ese determinismo es construido desde mentiras que se toman colectivamente como verdades, auto-ocultándonos a nosotros mismos que sabemos que son mentiras.
Lo que ya nadie cree es que la historia y sus guerras tengan un sentido, aunque todos estemos seguros de que el final es lo esperado y lo predecible: el apocalipsis. Pero, como dice Girard, nadie habla de él tomándoselo en serio. Es como si alguien nos hiciera el spoiler de una película: saber el final no impide que sigamos viéndola, pero ya sin sobresaltos, sin gusto, desafectados por el desenlace. No tiene ningún valor tratar de entender algo que no tiene sentido, porque no hay nada que esperar, no hay nada más allá del devenir de los momentos inconexos. «Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» que decía San Pablo en la Carta a los Corintios. La pérdida de sentido embarga toda esperanza. Si Cristo no ha resucitado, la vida de los seres humanos está abocada a la desaparición, toda preocupación por el presente deja de tener lógica y el futuro solo afecta a otros por los que solo siento desinterés en palabras de Hans Jonas. Como no tenemos pruebas y la fe ha perdido su conexión con la realidad, nos decimos: «no hablemos de ello y aceptemos con sencillez y sin pasión la vida biológica, animal y sometámonos a sus leyes». O según Girard, «el amor se ha 'enfriado', en efecto, eso es lo que parece. Sin embargo, la verdad es que el amor, no podemos negarlo, actúa como jamás había actuado en el mundo, que la consciencia de la inocencia de todas las víctimas ha avanzado gracias a la defensa que la inocencia de Cristo ha hecho de ellas. La caridad planta cara al imperio hoy planetario de la violencia. Contrariamente a muchos, continúo creyendo que la historia tiene un sentido, que es precisamente aquel del que hemos dejado de hablar. Esta escalada hacia el apocalipsis es la realización superior de la humanidad. Ahora bien, cuanto más este sentido se hace probable, menos hablamos de él». Empecemos a hablar en verdad, los hechos nos lo exigen, la historia lo demanda. No dejaremos nunca de «oír hablar de guerras» y desastres. Asumámoslo. Tomemos en serio pensar lo peor para poder sentir la urgencia de poner en juego lo mejor de nosotros mismos.