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Platón, la filosofía política como búsqueda de la verdad

Platón, la filosofía política como búsqueda de la verdadRedes

El dogma democrático

La filosofía política de la modernidad ha establecido la dicotomía Estado-sociedad civil, pero para Alvira, esto produce la corrupción de la sociedad civilizada, que es aquella en la que el Estado es solo una institución de ella

Ve la luz un trabajo póstumo de Rafael Alvira que sintetiza un concienzudo estudio prolongado a lo largo de varias décadas. Entre los muchos campos de la filosofía en los que el autor se detuvo pormenorizadamente, quizá este de la democracia es uno a los que más pensamiento y tiempo dedicó. Son múltiples sus disertaciones académicas —clases, conferencias, seminarios, artículos, etc.— en las que, a lo largo de los años, ha tratado este tema esencial de la filosofía política. No se aborda la cuestión desde la perspectiva de la praxis política sino desde la antropología que inspira ese sistema que pasa por ser hoy en día como el único que garantiza la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos.

Para Rafael Alvira, la democracia no es solo un régimen político en el sentido más restringido del término; no es sin más un método para la determinación de los agentes del poder político. Nuestro autor es consciente de que, así concebida, la democracia puede quedar reducida a una democracia puramente nominal, a una democracia que es compatible con esa forma de totalitarismo que consiste en la construcción de un Estado Providencia, de un Estado del Bienestar que provee a los ciudadanos de todo lo necesario para su vida privada, a cambio de que cada uno solo se preocupe de lo suyo. Este Estado monopoliza toda función social, y la sociedad queda privada de toda responsabilidad acerca de su propia configuración y suerte común. Frente a este totalitarismo, el liberalismo, en su versión más estricta, que insta igualmente al ciudadano a desentenderse de lo común y a insertarse por completo en el mercado, no tiene otra cosa que ofrecer que una confianza ciega en que los resultados sociales del mercado -profetizados, pero siempre por cumplirse- tarde o temprano se acabarán cumpliendo.

La filosofía política de la modernidad ha establecido la dicotomía Estado-sociedad civil, pero para Alvira, esto produce la corrupción de la sociedad civilizada, que es aquella en la que el Estado es solo una institución de ella. El Estado, en dicha sociedad civilizada, es civil porque, como institución, sirve a la sociedad, no se le contrapone ni se identifica con ella. Por eso, del mismo modo que la corrupción de la monarquía produce el absolutismo, la del radicalismo democrático genera el totalitarismo, y la de la democracia moderada el providencialismo político o Estado de bienestar. En las tres fórmulas la sociedad civil pasa a desaparecer o a particularizarse. El absolutismo no se ocupa de la sociedad civil nada más que para protegerla, pero la despolitiza completamente. El totalitarismo como reacción revolucionaria antiabsolutista, identifica la sociedad civil con el Estado. El providencialismo político sustituye en muchos campos a la sociedad civil.

El autor entiende que, ante esta situación, renazca como salvación el liberalismo, con su tesis del Estado mínimo y al servicio de la sociedad. La propuesta es adecuada, pero queda lastrada en su presentación radical por el hecho de partir de una idea excesivamente individualista del hombre, que no puede servir de fundamento para ninguna auténtica sociedad civilizada.

La solución, según Rafael Alvira, va en esta doble dirección: la atención a lo que él denomina subsistemas sociales y la construcción de instituciones. Una sociedad civil lo es de verdad en la medida que es una sociedad civilizada. Y esto sólo es posible cuando los mencionados subsistemas sociales están jerarquizados correctamente. Es decir, cuando la economía es dirigida por el derecho, este por la política y esta por la ética. Cuando la economía se convierte —o mejor, se pervierte— en crematística —economía de la mera riqueza—, entonces todos los subsistemas se desvirtúan, y tal economía termina manejando al derecho, a la política y a la ética. A partir de ahí no hay más lógica que la del poder puro. La vida social civil que el sistema justo propicia se hace real cuando aparecen las instituciones. La red de instituciones sociales, en trabajo armónico, da el toque definitivo para la existencia de la sociedad civil. Las instituciones son las virtudes particulares de la sociedad: esta vive con perfección gracias a ellas.

Para Rafael Alvira, la democracia, en su sentido y valor íntegros, reside en el vigor de una sociedad para participar en la configuración de su propio destino. La realidad de la democracia consiste, en última instancia, en la vitalidad de la «sociedad civil». Y esta vitalidad implica superar el individualismo, al que conduce tanto el Estado providencialista cuanto el liberalismo mercantilista. En estos dos planteamientos no hay lugar para otra libertad que la entendida como independencia individual, como autonomía del individuo para gestionar sin interferencias los asuntos de su exclusiva incumbencia. Pero una democracia real exige, por el contrario, entender y hacer real la libertad como el vínculo activo y positivo de cada ciudadano con el bien común, con aquellos asuntos e intereses que incumben a todos.

El autor, con una apuesta profunda y netamente contracultural desenmascara uno de los mitos intocables de la cultura contemporánea, argumentando de manera rigurosa por qué la democracia, tal como el pensamiento ilustrado de la modernidad ha conseguido imponer, no es más que un dogma en el que se puede creer, pero no se puede demostrar. Es superficial, por tanto, identificar democracia con libertad política. Rafael Alvira explana con argumentos convincentes, que hay otras posibilidades de articular el gobierno de las naciones, al reivindicar la centralidad de la sociedad civil (eclipsada por el Estado en el radicalismo democrático hoy en boga), al comprender que el tejido social está compuesto por familias y no por individuos, al rescatar el concepto de bien común, y al demostrar que sin la presencia de la ética y de la religión es imposible que la gente deje de ser gente y se cohesione en forma de pueblo.

Desde hace algunos años prolifera una cierta literatura que pone en tela de juicio algunos aspectos de la democracia —por ejemplo, Michael Sandel «El descontento democrático»— pero quizá son pocos los que abordan esa crítica no a nivel puramente procedimental sino yendo a los fundamentos antropológicos y de la filosofía política que sostienen esa praxis política que se presenta hoy como indiscutible, y que no tiene otra alternativa —según ellos— que la dictadura. Y uno de esos pocos es Rafael Alvira.

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Rafael Alvira (Madrid, 1942-2024), catedrático de Filosofía y profesor ordinario de la Universidad de Navarra, fue cofundador, y director del Instituto «Empresa y Humanismo» durante 25 años, doctor honoris causa por las Universidades Panamericana (México) y Montevideo. En su larga carrera académica ha escrito una docena de libros, cientos de artículos y colaboraciones, ha dictado conferencias y seminarios en los cinco continentes y ha dirigido 82 tesis de doctorado. De 2010 a 2024 ha sido secretario general de Civilitas-Europa.
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