
Vista del Arco del Triunfo de Córdoba sin luz en la noche del lunes
Frente al apagón moral, estoicismo
El ser humano busca unos referentes sólidos, una guía de comportamiento a su medida que sea capaz de integrar dicha, comportamiento, sabiduría y sociabilidad
Desde hace unos pocos años, el estoicismo se ha puesto de moda. O eso hemos de creer, si nos fijamos en los títulos que publican grandes y pequeñas editoriales. Un par de meses atrás, dentro de la oferta aconsejada y resaltada de un importante almacén comercial, se acumulaban en una estantería libros de Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio, No cosas, Vida contemplativa), nada menos que tres ediciones diferentes de Meditaciones de Marco Aurelio, volúmenes como Diario para estoicos: 366 reflexiones sobre la sabiduría, la perseverancia y el arte de vivir (Ryan Holiday y Stephen Hanselman), Cómo ser un estoico: Utilizar la filosofía antigua para vivir una vida moderna (Massimo Pigliucci), Mi cuaderno estoico: Cómo prosperar en un mundo fuera de tu control (Massimo Pigliucci y Gregory López). Al lado, Biografía del silencio, de Pablo D’Ors. En una mesa con novedades o reediciones destacadas, Felices como estoicos, de Jorge Freire, una selección de extractos de Epicteto, Séneca, Cicerón o Marco Aurelio. Asimismo, el libro de Holiday y Hanselman quizá cabría definirse como centón glosado de Epicteto, Séneca, Marco Aurelio. El catálogo no acaba aquí, pues podemos sumarle Ser un estoico: Guía práctica para vivir bien cada día (William Mulligan) o Sea feliz... estoicamente: Meditaciones y actividades de filosofía estoica para la vida cotidiana (José Manuel García González), donde se da espacio a Boecio e incluso algún autor moderno, como Montaigne.
En algunos de estos libros se adivina un aire de fast-food filosófico que, a fin cuentas, vendría a ser una especie de manual de autoayuda a base de «copiar y pegar» traducciones. No es el caso del que ha elaborado Jorge Freire, donde advierte a las claras de que la moda no sea más que una fórmula simplista para adaptarse a unos tiempos ásperos, repletos de transformaciones diarias que nos impiden arraigar o sentir que hay un suelo firme que pisar. Tiempos —nuestra época— que los especialistas en Recursos Humanos —ahora se hacen llamar Talento, Felicidad, Cultura, Personas, y antes no era más que una parte del departamento de contabilidad—, se ufanan calificando como VICA (o VUCA, en inglés): volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad. Si observamos las cifras del coste de la vivienda, de la sostenibilidad del sistema de pensiones, de la fragilidad de los matrimonios, de lo que duramos en el mismo puesto de trabajo…, entenderemos mucho mejor la necesidad de hallar algo que nos dote de un mínimo de estabilidad. Algo que no falle, algo que sea sólido. Algo que no sea líquido, fluido, mutable, vacío. Ante el apagón —literal y metafórico—, una luz de la que fiarnos.
A esto cabe añadir un detalle no exento de relevancia. En la Antigüedad, el estoicismo —en sus tres fases: originario, medio, nuevo— se desarrolla durante el helenismo y el dominio romano sobre la Ecumene (oikoumene gê «tierra habitada») mediterránea. Zenón de Citio —el fundador de esta filosofía eminentemente práctica— tiene unos diez años cuando Alejandro Magno se encuentra con la muerte. Algunos de sus maestros se adscriben a la escuela cínica, una suerte de actitud contracultural y efectista que guarda alguna semejanza con el movimiento hippie de los años 60 a 80 del siglo XX. Hablamos, por tanto, de una época de receso de la libertad política personal y de ascenso del autoritarismo, aunque fuese aquel un autoritarismo evergeta —el euergetes es el bien-hechor, y por eso dice Jesús: «Los reyes de las naciones las gobiernan bajo su dominio y quienes ejercen autoridad sobre ellas se hacen llamar bienhechores; pero vosotros no seáis así». La denominación de estoicismo —que hoy usamos como sinónimo de silente paciencia ante el dolor y la frustración— se debe a la Stoá («pórtico» en griego) donde Zenón de Citio —que era un respetado extranjero en Atenas— impartía sus enseñanzas.
El estoicismo aparece en épocas cosmopolitas, en eras donde los gobiernos, la tecnología, el comercio y las finanzas resultan apabullantes. Es una reacción, quizá, o una perspectiva que pretende recuperar el tono humano ante un mundo que se ha vuelto inmenso, un mundo que nos afecta ineluctablemente en nuestro día a día y que se encuentra más allá de la medida que una persona puede asimilar o entender. Como hace poco nos decía el profesor Ricardo Piñero, «el estoicismo es una llamada a la moderación, al disfrute de la vida, pero controlado, que surge en momentos muy estridentes». Cuando todo es enorme, ser estoico parece algo muy razonable, si lo que intentamos es continuar siendo humanos. O al menos si queremos siquiera entender qué significa ser humano. Con un título significativo (Lucha de gigantes), cantaba Antonio Vega: «En un mundo descomunal siento mi fragilidad … Me da miedo la enormidad, donde nadie oye mi voz».
Estas notas pueden servir para preguntarse si el estoicismo puede conducir a una forma derrotista e individualista de encarar la vida; si la autárkeia o «autosuficiencia» no es más que un palabro pedante para disimular el egocentrismo. Pues, si bien el estoicismo —en la Antigüedad al menos— era una filosofía con su propia epistemología y concepto del universo, sobre todo la conocemos como una escuela de vida, una ética, un talante. En el contexto actual —una mentalidad secularizada, desenraizada parcialmente del cristianismo, nutrida en su alma por el culto al dinero y el placer— es fácil hacerse estoico de baratillo. Picotear de algunas máximas estoicas con el mero propósito de cosechar un caparazón que nos aísle de todo aquello que no dependa de nosotros. Ser islas tras el naufragio donde sean otros quienes se ahoguen. Sin embargo, incluso en estos casos podemos hallar, a fin de cuentas, alguna referencia a los pilares más sólidos de esta ética que traspasa el mundo gentil, anida a gusto en entornos cristianos, y puede seguir persistiendo en este páramo de apostasía: su apelación a la forja del carácter, al modo discreto y cívico de desenvolverse, al tacto y la morigeración, a la naturaleza humana como fuente de nuestro comportamiento y nuestra manera de observar y asimilar. Incluso el estoicismo de saldo puede contener cierto grado de ascesis y gimnasia del espíritu, fitness del alma y del temperamento. Porque el buen estoico es aquel que tiene un buen maestro, un mentor, alguien de quien aprender, alguien a quien escuchar.
Ese fitness del alma encaja en el cristianismo que quiere recuperar el cultivo de las virtudes, como enseñaban Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila —los maestros, no lo olvidemos, de Escrivá de Balaguer—, y que muchas entidades católicas, quizá sin saberlo, han asimilado. Se ve en ese «pensar bien» que se cultiva en los ambientes de Regnum Christi. En el agradecimiento como punto de partida de Marco Aurelio en sus Anotaciones personales. En una suavidad de trato que no cae en la hipocresía ni la doblez. En la búsqueda del tao —empieza a ser quien eres, nos decía Píndaro y nos repite Jorge Freire— para saber que el lujo siempre sobra y nos dice poco de quiénes somos. En un enfoque de la Providencia que asume que, tal como dice el Génesis, Dios creó un mundo bueno, y no es sino la soberbia, el exceso, la hýbris lo que lo pervierte. Una fe en la clemencia y en la limitación voluntaria. Una apuesta por reconciliarse con el distinto, para reconciliarnos con nuestros propios defectos y apiadarnos de nosotros mismos, para luego exigirnos un cambio a mejor.
Aunque el estoico partía de una indiferencia ante el dolor y de la convicción de que el alma es la verdadera identidad, y no el cuerpo, también supo identificar la felicidad con estar centrados en aquello que hemos de hacer nosotros. Estar en lo que se es y lo que se hace. No viene mal en un mundo que apuesta por estar siempre ausente, sumergido en la virtualidad de las pantallas. El estoico, por tanto, nos invita hoy a apagar el móvil para vernos cara a cara con quien compartimos un rato tranquilo de ocio sano, vino sabroso, conversación inteligente y silencios repletos de deleite. Al contrario que el budista, el estoico no niega el yo, aunque —a diferencia del cristiano— no vea con malos ojos perderse en la identificación con el universo. Y, con respecto al dolor, el cristiano añadirá, no sólo que es un misterio que debe aceptarse, sino que le importa el dolor del prójimo, de ese vecino que se ha vuelto hermano. Un hermano que puede ser Caín, que puede derrochar el patrimonio de la familia. Ahí es donde el estoico quizá pueda escandalizarse o entender que la justicia humana consiste en limitarse, y que es Dios, al fin y al cabo, el que obra esa misericordia impetuosa.