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Cubierta de 'El Kremlin de azucar'

Cubierta de 'El Kremlin de azucar'Acantilado

‘El Kremlin de azúcar’: distopía y sátira en la Rusia de 2028

Cuando el futuro repite lo peor del pasado

Vladímir Sorokin (Moscú, 1955) ocupa un lugar privilegiado en la literatura rusa contemporánea. Considerado uno de los mayores escritores de su generación, es una figura central del posmodernismo y una de las voces más incómodas frente al poder. Su obra, marcada por la irreverencia y el afán de transgresión, combina sátira política, distopía y violencia, con las que denuncia las derivas autoritarias de su país. Con un estilo que bebe tanto de François Rabelais como de Jonathan Swift y Jaroslav Hašek, Sorokin se ha especializado en dinamitar clichés ideológicos y en desarmar las narrativas oficiales del poder.

Cubierta de 'El Kremlin de azucar'

Traducido por Jorge Ferrer. Acantilado (2025). 240 páginas

Vladímir Sorokin

El Kremlin de azúcar

Formado en el subsuelo moscovita de los años ochenta, Sorokin comenzó como pintor e ilustrador antes de dedicarse de lleno a la literatura. Su primera novela, La cola (1985), publicada en París porque era impensable difundirla en la Unión Soviética, mostraba con un lenguaje fragmentado y repetitivo el absurdo cotidiano de la vida bajo el socialismo tardío. A partir de ahí, cada una de sus obras ha desafiado los límites de lo permitido: Norma (1994), Manteca de cerdo azul (1999) o la Trilogía del hielo (2002) provocaron escándalos, persecuciones e incluso la destrucción pública de sus libros por parte de grupos progubernamentales. Ya en el siglo XXI, Sorokin orientó su obra hacia la distopía política. Con El día del opríchnik (2006) imaginó una Rusia futura gobernada por un zar y su policía secreta y mostró un país regresado al feudalismo, aislado del mundo exterior y sometido a un nacionalismo místico que legitima la violencia como práctica cotidiana. Dos años después publicó El Kremlin de azúcar (2008), una obra que retoma el mismo universo, pero lo despliega de manera más fragmentaria y alegórica.

El Kremlin de azúcar está ambientada en 2028, en una Vieja Nueva Rusia cerrada al mundo por una muralla y dominada por un líder semidivino. Lo inquietante no es la invención de un porvenir futurista, sino la certeza de que este futuro repite los peores rasgos del pasado: el autoritarismo, la obediencia forzada, la represión del disenso y la manipulación ideológica. Sorokin presenta una sociedad neomedieval en la que conviven hologramas, robots y cepillos de dientes animados con la miseria del racionamiento, las estufas de leña y la pobreza extrema. Esta yuxtaposición entre modernidad tecnológica y atraso social es una de las claves de la obra: muestra cómo un régimen puede apropiarse de los avances técnicos para sostener un poder arcaico y brutal.

Lejos de la narración lineal de El día del opríchnik, El Kremlin de azúcar se compone de quince relatos que no siguen un hilo argumental directo. Son escenas, voces y fragmentos que, al unirse, forman una especie de enciclopedia metafísica del alma rusa. El lector viaja desde un dormitorio del Kremlin hasta un campo de trabajo en Siberia, pasando por pueblos alejados y suburbios de Moscú. Los personajes que habitan estas páginas son múltiples: niños, mendigos, burócratas, torturadores, prostitutas, estudiantes o agentes de la policía secreta. En ellos se encarna la complejidad de una sociedad atravesada por la violencia del Estado y la obediencia impuesta. La dureza del régimen se expande como una red sofocante que alcanza todos los rincones y somete cada aspecto de la vida.

El eje que da coherencia a la colección es un objeto recurrente: un caramelo de azúcar en forma del Kremlin. Se trata de un regalo oficial del soberano ruso en la víspera de Navidad, distribuido en masa a niños, disidentes y mendigos. Este dulce, blanco y majestuoso, se convierte en un metasímbolo del régimen y encarna la dualidad del poder: es objeto de devoción y un consuelo ilusorio para un pueblo que lo consume sin cuestionarlo. Su solubilidad refuerza la metáfora: lo que parece sólido se disuelve de inmediato, como las esperanzas populares que se deshacen ante la brutalidad de la realidad. El acto de consumir el caramelo se repite en cada relato como un ritual digestivo que une simbólicamente a los ciudadanos con el Estado.

Sorokin despliega su talento posmoderno para imitar y deformar géneros tradicionales: crónicas festivas, cartas, cuentos populares, memorias imperiales o textos etnográficos. La parodia se convierte en herramienta de crítica política. El lenguaje juega un papel central. Sorokin recurre a un ruso arcaico, mezclado con expresiones populares, jerga criminal, neologismos tecnológicos y restos del habla soviética. El resultado es un grotesco verbal que refleja la amalgama de discursos que sostienen la ideología del régimen.

El Kremlin de azúcar está llena de estilizaciones de autores canónicos. Uno de los relatos reescribe Un día en la vida de Iván Denísovich de Solzhenitsyn, situando a los prisioneros en la construcción de un muro fronterizo. Otros textos recuperan de manera irónica obras tempranas del propio Sorokin, como La cola o El trigésimo amor de Marina. Estas reescrituras muestran cómo cualquier estilo puede ser absorbido por una lógica totalitaria.

Aunque ambientada en 2028, la sátira apunta directamente a la Rusia de comienzos del siglo XXI. En relatos como «La taberna», que imita las memorias de la Moscú imperial, aparecen caricaturas de figuras políticas contemporáneas. La crítica al autoritarismo se combina con la denuncia de la manipulación del lenguaje. Palabras como «nihilismo» se transforman en insultos para desacreditar a las democracias occidentales, mientras que el internet se reduce a un espacio controlado llamado «inter-sí», donde solo existen páginas aprobadas por el régimen.

El Kremlin de azúcar funciona como una advertencia disfrazada de ficción. En lugar de ofrecer un simple relato futurista, Sorokin compone un espejo deformante que devuelve al lector la imagen de una Rusia atascada en el ciclo del autoritarismo. Lo que inquieta no es la ciencia ficción de robots y hologramas, sino el reconocimiento de viejas estructuras de poder repetidas con nuevos ropajes.

Vladímir Sorokin no teme la irreverencia: sus metáforas son directas, su humor es negro y su crítica, implacable. El Kremlin de azúcar no busca consuelo ni esperanza, sino la incomodidad del lector. Al final, nos obliga a preguntarnos cuánto del futuro que describe ya forma parte del presente. Con esta obra, Sorokin reafirma su lugar como uno de los escritores más provocadores e incisivos de la actualidad. Galardonado con premios como el Andréi Bely, el Liberty y el Gregor von Rezzori, combina en su literatura la imaginación desbordante con la crítica más dura al poder.

El Kremlin de azúcar no es solo un libro sobre Rusia, sino una reflexión universal sobre la fragilidad de las sociedades cuando caen bajo el embrujo de un poder paternalista y represivo. El resultado es una fábula amarga y visionaria que recuerda que el futuro no siempre llega para traer algo nuevo: muchas veces vuelve para repetir, con otro disfraz, lo peor del pasado.

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