Imagen de cubierta de '1975'
El franquismo terminal y la España alegre y faldicorta
Un recorrido lúcido y ameno por la España del tardofranquismo, entre la represión, el humor y las ganas de vivir
1.800 pesetas. Aún recuerdo la etiqueta del precio. En mi cada vez más lejana adolescencia me llamó la atención el libro de una de las estanterías familiares. Se titulaba 1975/El año en que Franco murió en la cama y lo firmaba un recurrente autor de best-sellers como Fernando Vizcaíno Casas. Con patente nostalgia «sentimental», que no reivindicativa, un autor no muy entusiasmado con el cénit de los gobiernos socialistas (Expo 92 y Juegos Olímpicos de Barcelona), y con la propia Monarquía Parlamentaria en general, aseguraba que la democracia constituía la única opción para la convivencia en libertad de los españoles.

La Esfera de los Libros (2025). 333 páginas
1975. Esta España viva, esta España muerta
No solo la moneda y la inflación han cambiado. El único parecido entre aquel libro y el que ahora reseñamos apenas se reduce al tono ameno: los dos relatos se devoran de un tirón. Jorge Vilches, profesor universitario y habitual polemista en los medios de comunicación, aborda un riguroso relato histórico que reacciona contra la maniquea revisión historiográfica del tardofranquismo y la Transición. Con estilete sintético compatible con la pasión por el detalle significativo, nuestro autor alcanza la difícil virtud de reconstruir la España de aquel tiempo de incertidumbre y esperanzas. Lo verdaderamente valioso es que, sin prescindir del relato de las zozobras políticas y de las miserias varias de la dictadura, realza la vitalidad de una España que no era gris ni adocenada, sino alegre y faldicorta. A su juicio, los españoles priorizaban el tránsito ordenado hacia un sistema democrático homologable a los occidentales, pero su abstinencia en cuanto a la movilización había de entenderse como prudente expectativa y apuesta por las soluciones templadas. Esa latente cultura democrática conservadora –abrumadoramente católica, sin duda– estaba marcada por el deseo de orden, un concepto paradójica y machaconamente predicado por el régimen. Tampoco era ajena al deseo de justicia social, que tanto franquistas como opositores reivindicaban con mayor o menor convicción o influencia.
Desde su liberalismo alérgico a las explicaciones sistémicas, Vilches parece adscribirse a una escuela historiográfica aún innominada, pero no exenta de nombres aplomados, que habría que reivindicar. Se caracterizaría esta por priorizar al individuo frente a los colectivos y al poder explicativo de las circunstancias frente a la férula de las estructuras. Y, como bien sentencia el autor, repudiaría el presentismo, la politización y la «mezquindad» de reducir a «estereotipos» a los españoles del pasado desde la atalaya cenagosa de una falsa superioridad moral que, impúdica, con todo se atreve.
Esa tesis fundamental de que en 1975 España –su sociedad civil, claro– «no era el país que nos han contado», pues, entre otras cosas, «se divertía mucho», se desarrolla en cinco trepidantes y documentados capítulos. El primero disecciona diversos aspectos de la vida cotidiana del tardofranquismo, con especial acento en la entonces todopoderosa televisión (y también en la radio). Con extraordinario tino se aborda la explosión del destape erótico (con el consecuente recrudecimiento de la censura gubernativa, ahora circunscrita por la Ley Fraga), la situación de la mujer, la transformación de la publicidad comercial o la omnipresencia del fútbol. Aquí quizá se podría matizar la tesis general del autor. En el inmediato posfranquismo, que legalmente aún podía entenderse como franquismo sin Franco, la represión de la prensa se cebó muchísimo más con el desenfreno erótico que con la crítica política. Los sectores más conservadores de la sociedad (amas de casa, padres de familia o eclesiásticos ultramontanos) auspiciaban medidas alusivas a la moral pública y las buenas costumbres en las que apenas reparaba el Gobierno.
El epígrafe anterior se completa con otro dedicado a «La España de papel», que se centra no solo en la prensa periódica, sujeto y objeto de una minoría influyente (a la manera de lo expuesto por Lippmann), sino en un interesante examen del negocio editorial. Junto a la valiente reivindicación de Corín Tellado, se descubre la sorprendente evidencia de un país que, animado por las ya desaparecidas experiencias como la del Círculo de Lectores, leía… y mucho. Hace unos años, en plena efervescencia de la Primavera Árabe, hubo quien aprovechó para soltar la ocurrencia de que, de haber existido teléfonos móviles, Franco no hubiera muerto en la cama… de un hospital público español. Semejante boutade resulta tan inconsecuente como reivindicar la dictadura por sus positivos índices de lectura ciudadana. Los contrafactuales en la ciencia histórica son tan vanos como la nostalgia tramposa e impostada.
En los capítulos 3 («Dime de qué presumes») y 4 («Te diré de qué careces») Vilches calibra con precisión de orfebre «el alcance de la represión del régimen autoritario y la magnitud de la oposición en la España del tardofranquismo». Dibuja así un final de régimen con una escueta minoría políticamente movilizada, el desvanecimiento de las «familias» franquistas (oportuna recuperación del término frente a otros más recientes y reduccionistas como el de «selectorados») en favor del simple, pero no carente de grises, reajuste entre reformistas/aperturistas e inmovilistas (o búnker), o la represión selectiva de una oposición antifranquista en la que solo el PCE constituía una fuerza de significativa organización y «maquinaria bien engrasada». A lo que quizá más desproporcionada atención dedica el autor es a la inanidad inicial y a la sobreactuación retórica de un PSOE de cuadros y protegido por el último franquismo. Muy seguramente, por influjo de la deriva de los Claveles portugueses, una fuerte socialdemocracia con respaldo ideológico y financiación internacional (estadounidense y alemana) no se concibe tampoco precisamente ajena a los gustos de una sociedad alérgica a los riesgos.
Tras el acrisolado relato precedente, el penúltimo capítulo supone una crónica inteligible de los últimos meses de Franco, donde cada pieza encaja gracias a las explicaciones que constituyen el grueso de la obra. La coda final se detiene en los «cuatro nudos» que hubo de desatar felizmente el rey Juan Carlos («el Borbón», según referencia habitual del autor): el búnker, la oposición, las fuerzas armadas y su propio padre, el pretendiente don Juan. Es probable que de la resolución gradual y consecutiva de estos problemas resultara el éxito de un proceso desde arriba que, sin caer en la mitificación, brindó a los españoles la democracia. Los ciudadanos, a despecho del omnipresente revisionismo actual, tal vez no protagonizaran los cambios, pero le dieron su explícito asentimiento para resultar finalmente protagonistas de un sistema democrático que tiene su origen en las tensiones y esperanzas de aquel tiempo ya lejano.