Carmen Martín Gaite (1995)
'Entre visillos': redescubrir la calma en los tiempos del vacío
Una relectura madura de la novela de Carmen Martín Gaite en su centenario
En este año en el que celebramos los cien años de Carmen Martín Gaite, me pareció buena idea releer su novela más célebre: Entre visillos. Como digo, ya la había leído hacía más de treinta años, y aún recuerdo la sensación que me dejó: en ese momento estaba muy de acuerdo con todo el argumentario que se decía sobre ella. Hablamos de una novela localizada en una capital de provincias –previsiblemente, Salamanca, de donde era la autora–, que pretende mostrar la parálisis, el marasmo y la cerrazón de miras de la pequeña burguesía. Se dice que es un libro antifranquista, pero no encuentro crítica que no pudiera referirse a la vida provincial de los años treinta o incluso del siglo XIX.

Austral (2012). 288 páginas
Entre visillos
Reconozco que las pequeñas cuitas amorosas de jovencitas con rebeca y permanente me interesaron más bien poco en mi juventud. En los noventa, la posguerra se veía demasiado en blanco y negro, en fuerte contraste con la luminosidad de las oleadas contraculturales que llegaron después y que, en la España de la postmovida, aún nos cegaban con sus chiribitas de colores.
Han pasado los años y lo que pensaba que iba a ser una lectura en la que las ideas previas se asentaran ha resultado en una experiencia mucho más intensa, en la que ya no se ven los grises y negros franquistas, sino los blancos neorrealistas y dreyerianos que aportan paz a la mirada y tranquilidad al espíritu.
Lo que recordaba como aburrido prosaísmo ahora lo disfruto como la descripción de unas vidas sencillas y previsibles que ya no producen rechazo, sino casi envidia por su consistencia, por estar cargadas de sentido. Hasta el luto por el padre muerto (un año sin cine, ropa oscura y ventanas cerradas), de despreciado pasa a ser melancólicamente deseado, en consonancia con las ideas, tan antiguas y tan contemporáneas, que el ahora famoso Byung-Chul Han desarrolla con tanta brillantez en La desaparición de los rituales (2019).
Según leía y disfrutaba Entre visillos, me planteé el motivo de ese cambio en la recepción del libro. Pensé en que simplemente me había hecho mayor y en que la vida se ve de otra manera cuando se frisan los cincuenta. También pensé que ha pasado el suficiente tiempo como para no sentir una posguerra que nos muerde los pies y, en consecuencia, podemos contemplarla con unas lentes más objetivas.
Pero me temo que no soy yo quien tanto ha cambiado, sino el mundo en que vivimos. Me gustaría conocer la opinión de aquel militar norteamericano que definió la vida hace treinta años como volátil, incierta, compleja y ambigua, porque ahora es eso y mucho más. Si tenemos que añadirle otro calificativo, me atrevo a sugerir el de vacío o vaciado, como dicen que está media España, pues hemos logrado que el significado y el sentido se hayan ido reduciendo hasta no dejar más que la cáscara. Pienso en el contraste con ese mundo de Entre visillos: una vida sencilla, previsible, llena de contenido (aunque no gustara lo que contenía), donde los planes vitales tenían cabida y se podía mirar con tranquilidad hacia el futuro sin sufrir una crisis de ansiedad. Tiempos en los que la rebeldía no era una imposición social, sino una decisión personal y arriesgada.
Seguramente esta lectura no sea la más ortodoxa ni cupiera en la cabeza de Martín Gaite, pero también es cierto que los buenos libros se ajustan a todos los tiempos y que, según explicó Hans Robert Jauss en su Estética de la recepción, el horizonte de experiencias del lector transforma la obra y la enriquece a su manera. Esta es mi lectura actual.
Decía Joaquín Sabina que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Alguien le puso a ese sentimiento el nombre de anemoia, que me suena a afección pulmonar o a animal marino. Tal vez esa sea la enfermedad del tiempo vivido.