Paul McCartney, joven rockero de 82 años, pide paso con un concierto deslumbrante en Madrid
El exbeatle dio en la primera de sus dos actuaciones en el Wizink Center de la capital una lección de nostalgia positiva y virtuosismo a la altura de su insuperable leyenda
Un DJ pinchaba mezclas de Los Beatles con el Wizink aún llenándose. Era como el Sgt. Pepper's del futuro, dado la vuelta. Paperback Writer para bailar por la noche, pero no toda entera, porque le seguían sin parar hasta las versiones de Los Quarry Men (la prehistoria de los Fab Four) y de los Beatles hamburgueses, todo allí metido en el aperitivo que no cesaba.
«Hola, España»
Twist and Shout en los altavoces ya se coreaba como si estuvieran los cuatro allí. Pero todavía no había nadie. Faltaban 10 minutos para que saliera Paul McCartney, el último de ellos (con permiso de Ringo) vivito y cantando, que aquí es como colear con un bajo entre los brazos.
En las pantallas del escenario ya salían ellos, no solo él, subiendo en una torre de Babel infinita. Luego ya fue solo él: McCartney y su más de medio siglo de carrera en solitario (también con sus Wings), y después otra vez los demás: Brian Epstein como serigrafiado por Andy Warhol; Ringo fumando en plenitud: morritos de piscina de hotel, el jipismo final, los pelos y las barbas.
Una fumata blanca provocaba los primeros pitos impacientes entre sonidos eurovisivos. Un bajo (EL bajo) de diamantes apareció en las pantallas y luego él, por fin, con 82 años todavía diciéndote que no puedes comprar su amor: Can't Buy Me Love. Más que erguido, estrella en la tierra y más arriba: «Hola España. Buenas noches Madrid. Estoy muy feliz de estar aquí de nuevo. Oh, yeah».
«Wingismo» casi como hilo musical a la espera del «beatleismo». Aullaba Paul travieso, insultantemente joven. Parecía el cantante de AC/DC entre trompetas y saxofones. «Voy a tratar de hablar un pelín de español», dijo, antes de ponerse al volante con Drive My Car. McCartney se paraba, mirando fijamente a la multitud, y parecía un dios. Era un dios de la música con ganas de seguir lanzando sus rayos desde las nubes hasta el fin de los tiempos.
Impresionaba cuando cantaba e impresionaba (casi más) cuando no lo hacía: el griterío espontáneo era el medidor de su grandeza. Las emanaciones de la deidad en las que flotaba: un colchón olímpico como una alfombra mágica con la que sobrevolaba el Wizink Center de Madrid. Se quitó la chaqueta e hizo monerías, con la cara y con los dedos.
Sonó Let Me Roll It, de los Wings, la banda que fundó después de Los Beatles, y era un milagro escuchar esa voz. Más que la voz el timbre inconfundible, imposible. Pero no, no era imposible. Era él. Rockeando, tocando, como si estuviera en una «jam session» o haciendo el gamberro en aquellos ensayos donde Yoko Ono observaba al lado de John encogida sobre una banqueta. Después subió al piano de cola a través de cuatro escalones. Lo hizo bailando y luego silbó y tocó y cantó como siempre, queriendo enloquecerse, desmelenarse como cuando en The Cavern, con la misma vitalidad pasmosa, y consiguiéndolo en el hábitat donde todavía (y siempre) es poderoso.
Donde se transforma o donde vive y se conserva. «Escribí esta canción para mi hermosa esposa Nancy. Ella está aquí con nosotros esta noche». Un segundo antes había movido las caderas para corresponder la pasión desatada. Un señor octogenario sentado haciendo saltar a 16.000 personas. Bromeó con que en España había que pronunciar «gracias» con la «c» y no con la «s» y acompañó con su guitarra acústica el «oeee-oe-oe-oeee» del público.
Fue el preámbulo de la primera canción que grabaron Los Quarry Men, In Spite of all the Danger. Y la cantó con el mismo gesto de niño simpático de siempre, el meneo del rostro inconfundible vencedor esencial del inexorable paso del tiempo. Se atusaba la melena intacta en medio de la apoteosis que solo iba a comenzar con Love me Do, la primera canción de Los Beatles.
Cogió la mandolina y lo dijo: «¡Mandolina!». Amenazó con lanzarse al público. Un maestro. Allí subió en un cubo a lo Taylor Swift, extraordinario en las subidas y en las bajadas, en los dedos visibles de hombre de 30. Luego le cantó a John Lennon casi a capella, inmortal en el falsete de la nostalgia positiva que siguió (o empezó) con Now and Then y todos esos recuerdos en imágenes como cuando aparecen en espíritu visible todos los jedi al final de La guerra de las galaxias. Salieron hasta los adolescentes peinados como Elvis. Lady Madonna fue lo siguiente para acabar con la melancolía con más melancolía, pero sin que se note con los saltos y con las chicas, desde Florence Griffith a ¡Greta Thunberg!
Pirotecnia real, vocal y musical
Para entonces había rejuvenecido definitivamente como si cada concierto (o cada canción) fuera El curioso caso de Benjamin Button: la voz ya con todos los matices, la potencia, el McCartneysmo pimpante. Hasta el cuerpo, siempre prudente, saltaba removido por la vida que le bullía por dentro. Solo le faltaban los galones de colorines en su creación, en su impulso creativo, en su viraje aún latente más de medio siglo después. Sacó el ukelele de George y cantó su canción Something «a su hermano».
La mecha ya corría cuando Ob-La-Di, Ob-La-Da produjo la primera explosión y el incendio que ya no se extinguió. Menudo repertorio. A Band on the Run de Wings le sucedió Get Back y los casi 20.000 espectadores se cayeron entonces felices desde la azotea de los estudios Abbey Road. Allí aplastados, el joven Paul los remató con Let It Be. Pero la saña bella no había terminado. Live and Let Die trajo pirotecnia real, vocal y musical. Se sentía el calor verdadero del fuego en el espectáculo sorprendente y grandioso.
Todo el mundo había muerto de felicidad y hasta el cielo les siguió Paul McCartney para que no quedara ni uno con Hey Jude. Y todos cantaban «nanana» y enseñaban carteles de «nanana» en medio de la locura, que trajo al inicio del epílogo una extraña exhibición de banderas. El protagonista portaba la española y otros dos miembros del grupo la inglesa y la arco iris. Era un sentimiento, se supone. Una concesión guiri que pasó porque se la llevó por delante I'Ve Got a Feeling con John cantando en las pantallas.
Era el impulso rockero de Paul. Guitarra y guitarra. Sgt. Pepper's antes de la imponente Helter Skelter, el repertorio de un joven que se presentaba al mundo como si nadie le conociera aún, sin concesiones, a golpes y a gritos intercalados entre la suavidad íntima de las melodías. Se despidió en Abbey Road con Carry That Weight y The End de nuevo al piano. Todos viejos temas que no lo eran. «Hasta la próxima», dijo Paul McCartney, joven liverpuliano de 82 años, es cierto, que vino a pedir paso en Madrid.