Arvo Pärt y el sonido alentador de las campanas
Del Museo Reina Sofía hasta el Carnegie Hall, los auditorios de todo el mundo celebran los 90 años del compositor más popular en nuestros días
El compositor Arvo Pärt en 2020
Judith pretendía que se abriesen todas las puertas, lo cual incluso puede resultar inconveniente. Richard Strauss entreabrió alguna y rápidamente decidió dar marcha atrás. Lo hizo con sus óperas Salomé y Elektra. Pero su aventura por los nuevos territorios que pregonaban los aguerridos partidarios de la vanguardia musical duró poco.
El compositor alemán asomó su cuerpo unos centímetros, los suficientes para que, con su clarividencia de pensamiento, intuyese lo que había al otro lado. Por eso decidió replegar velas: mejor volcar la atención sobre lo ya conocido, la transparencia mozartiana (por ejemplo, en su caso), que dedicarse a explorar determinados senderos ignotos cuyo resultado solo podía alejarle de su potencial clientela: y don Ricardo, por encima de cualquier otra cosa, apreciaba la buena vida.
A Stravinski le pasaría algo parecido. Al final también regresó sobre sus pasos porque, como aseguraba Chesterton, «no puede haber expresión a menos que exista comunicación», «y el artista, en definitiva, se muestra como un ser inteligente al hacerse inteligible». A lo que aclaraba: «No digo haciéndose fácil de comprender, sino siendo verdaderamente comprendido».
Primeros pasos bajo el yugo de la URSS
Bajo el dominio soviético, en su natal Estonia, sometida durante ese tiempo al opresor que pretendía llevar su tiranía hasta los pensamientos de todos sus súbditos moldeándolos a su antojo, otro autor más próximo a nosotros (acaba de soplar 90 velas), Arvo Pärt, experimentó en sus propias carnes el dilema que formularon Schönberg y sus sucesores.
Contra el parecer de la oficialidad rusa, que reclamaba música para las masas, capaz de conectar con el hombre nuevo, pero sin desviarse un milímetro de las sencillas esencias del campesinado eslavo, desprovista de toda malsana sofisticación, Pärt también insistiría durante algún tiempo en abrazar la nueva fe del serialismo, aunque sin demasiada convicción.
Le dedicó iniciales esfuerzos y por ello hubo de cumplir su condena, con matices. El régimen, que no lo colocó entre los elegidos (Prokofiev y Shostakovich), en cambio le permitiría ganarse el sustento con trabajos alimenticios en la industria del cine, como también había ocurrido, durante una época, con el mismo creador de la Sinfonía Leningrado.
Un autor influido por su honda fe
Pero Pärt, hombre de acendradas creencias religiosas, nunca llegó a sentirse cómodo del todo en el disfraz vanguardista. Interiormente, anhelaba hallar esa voz singular que le facultase, a la vez, para plasmar su hondo viaje espiritual en obras que predispusieran al oyente a una escucha plácida, reflexiva y conciliadora, concebida para conectarle con lo inefable, la íntima unión con esferas elevadas, sin agredirle.
Eso que, de nuevo Chesterton, define con aguda percepción de tan complejo asunto: «La cuestión es, no obstante, que no basta con que el músico saque su música fuera de él, sino que además debe introducirla en algún otro».
En pocos casos, en la historia reciente de la música, el arduo combate que debió librar Arvo Pärt entre sus dos fundamentales vías expresivas, durante aquel periplo, se debe encontrar reflejado como en la obra que marcaría un punto de su inflexión en su carrera, y por consiguiente en la propia vida. Escúchese con atención (no supera los trece minutos) Credo, de 1968, donde conviven, en aparente lucha, el Canto Gregoriano con audaces disonancias.
Aunque aquí, el conflicto ayudaría a resolverlo, una vez más, la tenaz burocracia. Las autoridades podían haber tolerado las veleidades formalistas de aquel chico que, al fin y al cabo, ya regresaría al redil de la épica rusa con mensaje redentor destinado al pueblo, pero lo que resultaba absolutamente inaceptable era que comenzase su nueva creación haciéndole cantar al coro: «Credo in Jesum Christum».
Contrario a los postulados estéticos de la revolución… podía pasar; pero ¡religioso!, jamás. Arvo Pärt resultó definitivamente expurgado de la vida musical, algo a lo que él mismo contribuyó sumiéndose en un periodo de voluntario silencio, mientras en su interior seguía labrándose su postergada reinvención.
El consejo del barrendero
A aquel periodo sin obra (aunque pintaba y también escribía), mientras profundizaba en J.S. Bach, y durante el que se unió a la Iglesia Rusa Ortodoxa, seguramente pertenece la anécdota, tantas veces expuesta, según la cual, en uno de esos días de prolongada zozobra, Pärt se acercó a un barrendero para preguntarle qué es lo que debe hacer un compositor. El hombre le respondió escuetamente: «Amar cada nota».
Gracias a su mujer, de origen judío, el músico pudo beneficiarse de un exilio que primero les condujo hasta Viena, y más tarde a Berlín, donde vivió durante tres décadas. En Alemania pudo ser por fin él mismo otorgándole otro sentido definitivo a las profundas cavilaciones sobre su cercenado impulso creador. Y, sobre todo, encontró allí al editor que publicaría esa música que se ha convertido, en parte, en la ideal aspiración humana de una nueva época, volcada hacia lo espiritual.
Unos sonidos sutiles, tejidos con perspicaz paciencia de orfebre, capaces de suscitar en el ánimo del oyente una indefinible paz interior, como el eco de una antigua campana que en medio del caos existencial se propusiera rasgar el tiempo.
Esa división que identifica dos partes bien diferenciadas: la relativa a pasadas querellas, fatigas y miserias opuesta a la otra, la de la posibilidad que ya apuntaba Cirlot: «Para salvarse es forzoso situar las existencias en el corazón del ser: aniquilar imágenes y convertir en interior lo extenso. Luego, dentro de la interioridad, anular distancias musicales y llegar a la dulzura silenciosa de lo indistinto».
El descubrimiento de la campana
La metáfora de la campana no resulta ociosa, se encuentra en la raíz del discurso más significativo de Pärt. De hecho, él mismo bautizó su proceder con el nombre de tintinnabuli, proveniente del latín tintinnabulum, la campana a la que se referían los romanos, cuyo demorado repicar marca precisamente un antes y un después, el llamado a la ceremonia, la antesala del rito.
Buceando con infatigable perseverancia en la polifonía renacentista, y más atrás, con las principales referencias del Canto Gregoriano o la Escuela de Nôtre Dame, el autor emergería de su recóndita indagación con una fórmula de una extrema, aparente sencillez: vulgar, dirán esos que lo han definido como una suerte de místico o santurrón del minimalismo, pero que a través de sus obras más populares, desde la inicial Für Alina hasta Tabula rasa, Fratres, La canción de Silouan o la suprema Spiegel im Spiegel irradian esa pureza detenida («Silentium») que otorga pleno sentido a su «pequeña isla de sonido, ‘el lugar’ dentro de mí, donde -llamémosle así- un diálogo con Dios puede ocurrir», en sus palabras.
Pecado y perdón, en una misma música
Pärt se inspira en la oposición de dos líneas que transcurren en paralelo: la melodía, línea principal, ondulante, cautivadora y el tintinnabuli, a menudo el más simple acorde, la base que con su carácter más bien estático reproduce el sonido de una eterna campana. A partir del juego alternativo de tensión y relajamiento, el autor suscitaría la oposición entre los rasgos subjetivos del pecado, o sufrimiento, frente «a la calma objetiva del perdón».
Expuesto así, el procedimiento puede parecer básicamente sencillo pero su expresión resulta a menudo de una extraordinaria dificultad para los intérpretes. En ocasiones les obliga a sostener largamente una nota durante varios interminables compases, lo que exige gran poder de concentración, un dominio absoluto de la afinación, intensidad, etc. Al respecto, Paul Hiller, uno de los más acreditados divulgadores del músico estonio, afirmó que «casi puede oírse a los cantantes contar su duración».
Sus obras se escuchan en todo el mundo
Su personal lenguaje, que estos días, con motivo de su aniversario (el pasado 11 de septiembre), vuelve a inundar los auditorios, desde el Museo Reina Sofía hasta el Carnegie Hall neoyorquino (esta temporada le ha consagrado su «Silla del compositor» con la programación de varios conciertos), se encuentra dotado con una extraordinaria eficacia para proponer una liberación de la angustia de vivir, al tiempo que ofrece lo que añora el reciente galardonado con el Princesa de Asturias, Byung-Chul Han: «Al mundo le falta la belleza mientras está ausente la reconciliación, la paz infinita».
Arvo Pärt ya no compone más. Estos días disfruta del deseado silencio entre la vasta colección de libros religiosos de su enorme biblioteca, o en el recogimiento de la capilla que también forma parte de su Centro, el edificio situado como un monasterio en medio de los pinos de la remota Laulasmaa, un paraíso estonio de bosque surgido frente al Báltico, que proyectaron dos arquitectos españoles, Fuensanta Nieto y Enrique Sobejano.
Mientras conserve un átomo de lucidez, continuará perseverando en el consejo de Marco Aurelio: «En tu interior excava. En tu interior está la fuente del bien y es capaz de manar siempre, siempre que excaves». Y nosotros podremos seguir, también, intuyendo la presencia eterna de lo divino a través de su música: «luz blanca que contiene todos los colores, sólo divisibles a través de un prisma; y este prisma podría ser el espíritu del que escucha».