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Censura, autocensura y libertad

Andrey Kolmogorov fue un excelso matemático ruso/soviético que en 1980 ganó el premio Wolf

Andrey Kolmogorov fue un excelso matemático ruso/soviético que en 1980 ganó el premio Wolf, el equivalente, con la medalla Fields, al Premio Nobel en la materia por sus contribuciones entre otras a la probabilidad, la topología y su constante esfuerzo por la difusión y enseñanza de las matemáticas (su libro, «Introducción al análisis real» todavía me causa pesadillas). Pero entre sus brillantes contribuciones a las matemáticas, su biografía tiene un punto oscuro, el affaire Luzin.

Su director de tesis en la Universidad Estatal de Moscú, Nikolai Luzin, fue acusado durante la gran purga de Stalin en 1936 de llevar a cabo «ciencia fascista» y, por lo tanto, apartado de todos sus cargos oficiales. El detonante de la condena fueron las declaraciones en su contra por parte de sus estudiantes, entre ellos el propio Kolmogorov, y pruebas tan contundentes en contra del Estado soviético como el hecho de que muchos de sus artículos estaban publicados en revistas francesas y no en ruso. Todo ello fue causa suficiente para demostrar el profundo anticomunismo del autor. Luzin tuvo suerte. Stalin tenía cabezas más importantes que cortar (su persecución coincidió con el juicio de Kamenev) y simplemente llegado el momento le ignoró, lo que le salvó de Siberia y/o el asesinato.

Siempre me ha llamado la atención el comportamiento de Kolmogorov y sus compañeros, entre los que se cuentan algunos de los científicos más relevantes de la historia de las matemáticas. He achacado su proceder al miedo: su familia era parte de la baja nobleza campesina de la Rusia zarista y se rumoreaba que durante sus años de doctorado tuvo relaciones homosexuales con un compañero de clase, situaciones ambas que le colocaban en una posición de debilidad en el paraíso del proletariado soviético.

Anna Krylov, una eminente profesora de química de la Universidad del Sur de California, nacida durante la guerra fría en la Ucrania soviética y formada en la misma Universidad Estatal de Moscú donde Kolmogorov fue profesor, publicó el año pasado un artículo, en una de las revistas con más tradición en química, que responde en parte a mi pregunta. Sobre todo, la transpone a la reprobación que se está experimentando en algunos ámbitos científicos en la actualidad: «Cada vez veo más intentos de someter la ciencia y la educación al control ideológico y a la censura. Al igual que en la época soviética, la censura se justifica por el bien común.»

Krylov recuerda episodios de la historia de la ciencia tan controvertidos como la quema de Giordano por hereje. O como el comité Nobel recomendó a Madame Curie que no acudiese a recoger su premio en química debido a que, tras la muerte de su marido, había pasado a tener relaciones fuera del matrimonio con otro hombre. O como Alan Turing, figura clave para entender el desarrollo de la inteligencia artificial en la actualidad, y uno de los héroes científicos de la Segunda Guerra mundial, que se suicidó en 1954 al no poder soportar la situación de ser detenido por «comportamientos homosexuales».

Estamos hablando de situaciones que hoy se denominarían de «cancelación» por comportamientos que en las sociedades democráticas actuales están claramente superados, pero que en su momento supusieron motivo suficiente para intentar excluir de la comunidad científica a sus autores. Es el pasado. ¿O no?

Hoy en día la censura toma nuevas formas. La Universidad de Essex tuvo que disculparse el año pasado por retirar la invitación a dos profesoras a sendas conferencias sobre antisemitismo, no por sus opiniones sobre el tema, sino por sus escritos sobre género, que fueron tildados por algunos grupos como transfóbicos y que dio lugar a una vehemente campaña en contra de ellas. Lo mismo sucedió en la Universidad de Sussex en contra de Kathleen Stock, que tuvo que abandonar la universidad tras señalar que «la identidad de género no prevalece sobre el sexo biológico cuando se trata de leyes y políticas». En términos actuales, las 3 fueron canceladas.

No entro en el fondo de sus opiniones, sino en el hecho de la censura de aquellos que opinan en términos distintos de aquellos que se han arrogado la verdad absoluta. De hecho, algunos países, como denunció recientemente el Times Higher Education, han decidido «ayudar» a sus científicos orientándoles en sus investigaciones para evitar «la contaminación de la ecología académica» y conseguir un «estilo de estudio marxista, adherido a la supremacía del país, la supremacía de la nación y la supremacía del pueblo». Las publicaciones ya no serán únicamente evaluadas por su posición en los rankings internacionales, sino que la evaluación integral de los profesores se hará «en términos de ideología y política, ética docente, educación y enseñanza, investigación científica, servicios sociales, desarrollo profesional, etc.» (nótese a qué altura aparece el término investigación). Como consecuencia lógica, el acceso a algunas revistas y artículos queda cancelado.

Otro resultado de todo lo anterior es la autocensura, que desgraciadamente se/nos aplicamos los académicos de países autoritarios y no autoritarios. Muchos científicos, especialmente aquellos vinculados a las áreas más sociales, se/nos cuidamos muy mucho de tratar según qué temas. Ya hemos recibido nuestra ración de troles, ilustrados y no tan ilustrados, como respuesta a nuestras publicaciones fuera de la «verdad» oficial, pero que han pasado las exigentes evaluaciones por pares en revistas internacionales de prestigio. Pero como no queremos ser cancelados, nos autocensuramos. Y el formato de carrera, promoción y gobernanza universitaria de la nueva Ley de Universidades, fruto del consenso Frankenstein, no ayuda a proteger la alternativa científica, aunque como diría Michael Ende, eso es otra historia que se contará.

¿Cómo queda la libertad? Mal. En palabras de Krylov «Nuestro futuro está en juego. Como comunidad, nos enfrentamos a una importante elección. Podemos sucumbir a la ideología de extrema izquierda y pasarnos el resto de nuestras vidas persiguiendo fantasmas y cazando brujas, reescribiendo la historia, politizando la ciencia, redefiniendo elementos del lenguaje y convirtiendo la educación […] en una farsa. O podemos defender un principio clave de la sociedad democrática ‘el intercambio libre y sin censura de ideas’ y continuar con nuestra misión principal, la búsqueda de la verdad, centrando la atención en resolver problemas reales e importantes de la humanidad.» Esa es la elección.

Jorge Sainz es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos

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