Explicar no es justificar
Allí por donde hacemos formación es fácil encontrarse una mentalidad de gueto, pero quien se encierra en él necesita justificar su diferencia y la mejor forma de hacerlo es decir que los de fuera son «malos»
Hemos empezado un nuevo curso escolar y es fácil que la cantidad de reclamos que cada uno tiene que atender se vivan en competencia con los que tienen los demás. Si cada uno se entiende desde lo que las urgencias le reclaman, parecería que cada uno va a la suya y se producen momentos conflictivos. El padre, el alumno, el docente, la institución… cada uno centrado en sus intereses. Los intereses cambian, pero todos viven esa tensión. A eso se añade que, a lo largo de nuestra historia, todos hemos vivido y sufrido muchas desavenencias, que son reconocibles en las heridas que llevamos y se manifiestan en los conflictos. Entonces, es posible que se instale en nosotros una mirada en la que el otro aparece como una dificultad en nuestro camino e, incluso, como enemigo. Entonces, el ridículo que hacemos es soberano, como metafóricamente muestra la imagen siguiente:

En esta vida casi todo puede comprenderse, seguro que siempre hay alguna circunstancia que explique por qué se actuó de cierta manera. Pero no hay que engañarse: explicar algo no es justificarlo. Y, como espero poder mostrar, los actos humanos, en el fondo, son todos injustificables si se considera la interioridad de la persona. Entonces se descubre que la única justificación acaba siendo asumir la propia responsabilidad.
Allí por donde hacemos formación es fácil encontrarse una mentalidad de gueto. Cuando estoy con padres es fácil escuchar: «¡Qué bonito todo! Eso le iría muy bien a los colegios, pero la familia es distinta». Cuando estoy en los colegios se oye: «¡Qué bonito todo! Eso le iría muy bien a la universidad, pero el colegio es distinto». En la universidad: «¡Qué bonito todo! Eso le iría muy bien a la familia, pero la universidad es distinta». Y lo mismo pasa cuando se hace formación a inspectores de educación, monjas, directivos de empresas, policía, curas, políticos, asistentes sociales… Y da igual el país: España, Polonia, Inglaterra, Camerún, México, Perú, Ecuador, Brasil, Colombia o Venezuela. En todos esos ámbitos y países hemos hecho formación y en todos aparece la mentalidad de gueto junto con personas que asumen la propia responsabilidad y dejan de poner pegas. Que a uno le paguen poco no justifica que uno se dedique con poca intensidad a su trabajo, pues si hay otros que cobrando poco se dedican con intensidad, quiere decir que dedicarse con poca o mucha intensidad no lo determina el hecho de cobrar poco, sino que, en el fondo, la responsabilidad de cada uno cae a plomo sobre sus propios hombros.
Pero quien se encierra en su gueto necesita justificar su diferencia y la mejor forma de hacerlo es decir que los de fuera son «malos». La conciencia de gueto se reconoce porque quien la tiene, suele pensar que la vida de los demás es más fácil. La autojustificación se convierte en autocompasión, dándose pena a uno mismo. Y las heridas reales (nadie lo discute) que se van viviendo, se acaban instrumentalizando para justificar que el caso de uno es distinto.
Cuanto más se entra en esa mirada, más se acaba viendo al otro como dificultad e incluso como enemigo. Además una sociedad actual que se centra en la autocomplacencia del yo (la obsesión por el bienestar) favorece que cualquier contradicción que uno viva se entienda como agresión. Muchos programas de educación socioemocional no hacen más que gente meliflua y pusilánime. Si a eso se añade la obsesión enfermiza por controlarlo todo junto con la evidencia de que el otro, por ser persona, no es atrapable bajo nuestro control, entonces los límites del conocimiento de uno se acaban entendiendo como agresión del otro. No comprender al otro se convierte en sinónimo de ser agredido por el otro.
La mirada sobre el otro se va viciando y el vicio se retroalimenta. Y no nos damos cuenta que «sin el otro, uno no tiene futuro». El ser humano existe en relación y para el encuentro. Eso hace que la vida de uno sólo encuentra consistencia cuando se descubre viviendo en el otro. Vivir en el otro es la experiencia de conocerse a sí mismo gracias a la aceptación del otro, que me acepta como persona, más allá de mis características (agradables o desagradables). Cuando un profesor no trata al alumno en función de su comportamiento disruptivo, sino que acepta al alumno como persona e interactúa con él para ayudarle en su crecimiento personal, entonces el docente se conoce a sí mismo como persona en la persona del alumno. Al mismo tiempo, si el alumno acepta al docente como persona más allá de sus características (agradables o desagradables), estos encuentran su consistencia, su entereza, su peso, en la persona del otro. Tanto el comportamiento como las características de la otra persona no son la otra persona. Todos somos más que lo que vivimos, hacemos o nuestra forma de ser.
Tanto aceptar como rechazar al otro es injustificable, podrá ser explicable, pero no es justificable. Si las circunstancias sirvieran para justificar una aceptación o un rechazo de otra persona, dejaríamos de ser libres y las circunstancias nos determinarían. Si somos libres, las circunstancias nos condicionarán, pero no nos determinan pues, en último término, aceptar o rechazar al otro no es una decisión que se tome por lo que pasa fuera de nosotros, sino que es un posicionamiento personal y, por eso, la responsabilidad cae a plomo sobre los hombros de cada uno.
Ánimo con el curso: el otro es tu futuro. Ante la presencia del otro no hay justificación de los propios actos si no es porque cada uno es responsable del otro. ¿Qué vas a hacer, educador, con las personas que te encuentres?
- José Víctor Orón Semper es director de Acompañando el Crecimiento y asesor educativo de la Universidad Francisco de Vitoria