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Luis E. Íñigo

Abandono escolar temprano

Cualquier docente que lleve en este negocio tres décadas, como es mi caso, es consciente de que lo que un alumno medio de 4º de ESO sabe palidece frente a lo que sabía, y sabía hacer, un alumno de 8º de Educación General Básica

Actualizada 04:30

Hace unos días se publicaron las cifras de abandono escolar temprano en el sistema educativo español correspondientes al año 2024. Los datos, sostiene el Ministerio, son excelentes. En la última década, hemos pasado del 21,9 % al 13 %, una reducción de 8,9 puntos. La distancia con la media de la Unión Europea también se ha reducido, pasando de los 10,8 puntos de hace diez años a los 3,5 puntos de 2024.

Para evitar caer en la ambigüedad, pues es esta una expresión que se presta a equívocos, el abandono escolar temprano mide el porcentaje de alumnos que no siguen estudiando una vez completada la educación básica obligatoria, en nuestro caso, la ESO. No se refiere, por tanto, a los chavales que no acaban esta etapa o la abandonan sin titulación, sino a los que no continúan, una vez obtenido el título, cursando Formación Profesional de Grado Medio, o enseñanzas asimiladas, o Bachillerato. Esto les coloca en una posición de gran desventaja de cara a su inserción en el mercado laboral, pues les condena a aspirar tan solo a los puestos de trabajo de escasa o nula cualificación. Se trata, claro está, de empleos muy mal remunerados y ocupados, en su mayoría, por inmigrantes dispuestos a trabajar en condiciones precarias, de ahí que Guy Standing se refiera a ellos con una expresión que ha hecho fortuna: «el precariado» (The Precariat), al que considera toda una nueva, y peligrosa, clase social compuesta por millones de personas que viven de empleos eventuales, con ingresos que no les permiten alcanzar un nivel de vida mínimamente decente.

Pero el problema no es solo ese. Elevar las tasas de titulación y disminuir el abandono escolar temprano es muy sencillo. Para lograr lo primero, basta con malbaratar el título de la ESO; para conseguir lo segundo, con flexibilizar las condiciones de acceso. Y esto es, precisamente, lo que se viene haciendo en los últimos años. Así que es cierto que las cifras cantan, pero no lo es menos que desafinan.

El número de titulados se incrementa sin cesar en España. La población entre 20 y 24 años que ha alcanzado al menos el nivel de segunda etapa de la Educación Secundaria, esto es, la FP de Grado Medio o el Bachillerato, alcanza en 2024 el 79,9 %, lo que supone 14,1 puntos más que en 2014 (65,8 %) y 0,9 puntos más que en 2023. Además, el porcentaje de población de entre 25 y 34 años que ha alcanzado el nivel de Educación Superior sube 0,6 puntos hasta situarse en el 52,6 %, superando el objetivo fijado para 2030, que es de al menos el 45 %.

Magnífico, pero ¿qué hay detrás de esos datos? Es obvio que las tasas de titulación crecen, pero no lo es menos que disminuye la competencia curricular de los titulados. Cualquier docente que lleve en este negocio tres décadas, como es mi caso, es consciente de que lo que un alumno medio de 4º de ESO sabe –y sabe hacer, no nos engañemos, no es solo cuestión de contenidos– palidece frente a lo que sabía, y sabía hacer, un alumno de 8ª de Educación General Básica, su equivalente en la Ley de 1970. Pero claro, se nos dirá, los alumnos actuales hablan mejor inglés, manejan ordenadores y navegan por la red como peces en el océano. Por supuesto. Solo faltaría, cuando han nacido en ese mundo y vivido en él desde que nacieron. Pero ¿cómo ha evolucionado su competencia lectora? ¿Ha mejorado su comprensión del mundo? ¿Son, en realidad, más autónomos, como a menudo se dice de ellos? No creo que las respuestas a estas preguntas puedan ser positivas. ¿Y qué decir de los titulados universitarios, una especie más abundante en España que en otros países avanzados? ¿Saben más ahora que hace tres décadas? No lo creo. Claro está que nuestra Universidad sigue produciendo excelentes médicos, ingenieros, arquitectos… Pero ¿qué sucede con esa plétora de titulados que arrojan al mercado laboral nuestras facultades, convertidas muchas ellas, en especial las privadas (no todas, por suerte) en verdaderos bazares dedicados a la venta de títulos? ¿Podemos estar orgullosos de una Universidad que produce, con perdón, analfabetos titulados?

Y, sobre todo, ¿qué nivel de vida asegura en nuestros días una titulación posobligatoria? Ninguno. Cuando se regalan las cosas, cuando se hacen hiperabundantes, pierden todo su valor. Muchos títulos son hoy, en España, papel mojado, y muchos de quienes los poseen, candidatos seguros a integrar las filas de ese precariado que antes era exclusivo de los trabajadores no cualificados y se extiende ahora a un gran número de jóvenes con un título medio y superior. ¿Y qué harán estos jóvenes, engañados por el sistema? ¿Cómo afrontarán la frustración de sus expectativas? Quizá, aunque no nos guste, acaben votando a partidos extremistas. Pero ¿debería sorprendernos?

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación

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