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La educación en la encrucijadaJorge Sainz

La familia y la educación, a pesar de Celaá

Cuando determinados valores, como el esfuerzo, la paciencia o la confianza interpersonal, tienen altos retornos en determinados sectores, tienden a concentrarse en familias que los valoran y saben transmitirlos

Cuando en 2019, la entonces ministra de Educación, Isabel Celaá, afirmó que «no podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres», la frase desató una tormenta mediática. La afirmación es un ejemplo de la deriva estatista de este gobierno y sus socios que pone en cuestión el papel de la familia en la transmisión intergeneracional de principios y valores. Sin embargo, más allá del escándalo político, la afirmación escondía una verdad jurídica obvia, los menores son sujetos de derechos, pero también un debate profundo: ¿a quién corresponde formar en valores? ¿Qué papel tiene el Estado en la socialización de los hijos? ¿Y hasta qué punto puede intervenir sin desdibujar el vínculo familiar?

El reciente trabajo de Agostinelli, Doepke, Sorrenti y Zilibotti, publicado como Working Paper por el National Bureau of Economic Research (2025), permite poner estas preguntas en perspectiva. Su tesis no niega en absoluto el papel del Estado en garantizar derechos o condiciones materiales mínimas, pero subraya con contundencia que la familia sigue siendo el canal fundamenta, e insustituible, para la transmisión de valores, actitudes y preferencias. A pesar de Celaá, Alegría y la LOMLOE, la visión del mundo de los niños se gesta, casi sin excepción, en el seno familiar.

La tesis central del estudio es clara: los padres no solo educan, también transmiten cultura. Y lo hacen a través de decisiones conscientes o implícitas, desde el estilo de crianza hasta la elección del colegio o el barrio, influidas tanto por el amor (altruismo) como por la convicción moral (paternalismo). Es decir, los padres no solo quieren que sus hijos prosperen, también desean que adopten ciertos valores, incluso si no coinciden con los deseos de los propios hijos.

Este proceso, además, se ve afectado por incentivos económicos: en contextos donde el mercado premia la autonomía, la creatividad o el pensamiento crítico, los padres tenderán a adoptar estilos más autoritativos o permisivos; si lo que se valora es la obediencia o la disciplina, el autoritarismo educativo cobra protagonismo. Es aquí donde la economía y la crianza se entrelazan: los valores no flotan en el aire, responden a recompensas y castigos percibidos, igual que los precios o las tasas de interés.

Desde la psicología del desarrollo, Diana Baumrind distinguía entre tres estilos parentales: autoritario (control estricto), autoritativo (moldeamiento con diálogo) y permisivo (libertad de elección). Los autores del artículo reinterpretan estos estilos como decisiones estratégicas: los padres ajustan su estilo educativo según lo que creen que mejor preparará a sus hijos para el mundo que les espera. La clave, por tanto, no está en la ideología, sino en el cálculo: qué valores tienen más «retorno» en la vida adulta.

Pero no todos los padres están en igualdad de condiciones para tomar estas decisiones. Aquí entra en juego la desigualdad estructural. Las clases con mayor capital cultural y económico pueden permitirse invertir tiempo, recursos y esfuerzo en una crianza centrada en el diálogo, el desarrollo emocional y la formación de hábitos duraderos. En cambio, familias con menos recursos o insertas en entornos hostiles suelen adoptar estrategias más protectoras, defensivas o directamente autoritarias, no por convicción ideológica, sino por necesidad.

Además, el entorno social amplifica estas diferencias. Los padres no crían en el vacío: el barrio, la escuela, los amigos, los medios y las redes sociales forman parte del ecosistema cultural en el que los niños crecen. Cuando este entorno refuerza los valores familiares, se produce una sinergia; cuando los contradice, los padres tienden a redoblar su control, a veces retirando a sus hijos de escuelas o contextos que perciben como amenazantes. De ahí el auge de la educación en casa o de los colegios religiosos en contextos secularizados: no es tanto una reacción contra el Estado como una estrategia de defensa cultural frente a intromisión del gobierno en un ámbito privado.

La consecuencia de todo ello es una creciente estratificación, no solo económica, sino también cultural. Cuando determinados valores, como el esfuerzo, la paciencia o la confianza interpersonal, tienen altos retornos en determinados sectores, tienden a concentrarse en familias que los valoran y saben transmitirlos. Así, no solo se reproducen las posiciones socioeconómicas, sino que se consolidan clases sociales diferenciadas también por su ethos: hay una economía de los valores, y su distribución es tan desigual como la renta.

Frente a esta complejidad, las políticas públicas no pueden limitarse a la provisión de recursos materiales. El artículo subraya que cualquier intervención en educación, empleo o bienestar debe considerar el comportamiento parental como un elemento central. Si no se tiene en cuenta cómo responden las familias a los incentivos, las políticas resultan ineficaces. Por ejemplo, un programa de tutorías o de ampliación del horario escolar solo funcionará si los padres lo perciben como útil, seguro y compatible con sus valores.

A pesar de las ambiciones estatalizadoras de este gobierno, la familia sigue manteniendo un papel fundamental como transmisora de cultura y valores. Por eso, la desigualdad no se combate solo con transferencias o becas, sino también comprendiendo los valores, estrategias y límites de las familias reales que conforman nuestra sociedad. No conviene no olvidar que, sin el compromiso cotidiano de padres y madres, ninguna política educativa puede tener éxito. Porque, por mucho que le pese al Gobierno de Sánchez, los hijos no son del Estado, son de quienes les enseñan a mirar el mundo.

Jorge Sainz es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos

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