Las vacaciones de los profesores
Quisiera yo ver cómo se manejan en una clase de 25 o 30 adolescentes, desmotivados, rebeldes y con las hormonas fuera de madre muchos de esos indignados trabajadores cuyo agotador empleo consiste en sentarse frente a un ordenador ocho horas diarias
Comienza el mes de agosto. Para muchos españoles, es la mejor época del año. Después de once meses de trabajo, ha llegado al fin el ansiado momento de marcharse de vacaciones. Pero no nos engañemos. Los tiempos no son fáciles. Muchos no podrán irse siquiera unos días, a no ser que pertenezcan a ese grupo de afortunados que todavía tienen pueblo y una casa en él, la de los abuelos o los padres, a la que escaparse. A otros apenas les dará para una semana, quizá en alguna playa española, o en una casa rural, o en el Caribe, que cuesta ya casi lo mismo, o incluso menos. Y, por supuesto, no faltará quien disfrutará de una quincena o más de asueto, incluso el mes entero, como se hacía antes, en aquellos tiempos de operaciones salida al unísono, carretera y manta, atascos interminables y ciudades que parecían desiertos. Pero no nos engañemos: de estos quedan pocos.
Las cosas han cambiado mucho y no siempre a mejor, aunque así traten de hacérnoslo creer. Sin embargo, hay algo que no lo ha hecho: las vacaciones de los docentes. Se han acortado un poco, es cierto, pero siguen disfrutando de un par de meses, julio y agosto. Y tampoco ha cambiado la envidia, apenas disimulada —no son tan raras las discusiones entre amigos docentes y no docentes cuando sale este tema— que producen en los demás trabajadores, que ni en sueños disfrutan de un descanso tan prolongado y, a diferencia de ellos, se ven obligados a recurrir a los campamentos, urbanos o rurales, para colocar a los niños, o a tirar de abuelos, que siguen así viéndose obligados, como muchos de ellos lo están a lo largo del curso, a prolongar indefinidamente el ejercicio de una paternidad que ya no es suya y que no les corresponde desempeñar. Pero mucho habría que decir de esto. No todos los trabajos son iguales ni han evolucionado del mismo modo en las últimas décadas. Y si uno ha empeorado, y mucho, en los últimos años, es el de la enseñanza.
Quisiera yo ver cómo se manejan en una clase de 25 o 30 adolescentes, desmotivados, rebeldes y con las hormonas fuera de madre muchos de esos indignados trabajadores cuyo agotador empleo consiste en sentarse frente a un ordenador ocho horas diarias. Sí, reconozco que todo el mundo puede tener un jefe insoportable, compañeros que no merecen el nombre o clientes demasiado exigentes. Pero al menos los ordenadores no gritan, no desobedecen —bueno, a veces lo hacen—, no se pelean ni se acosan entre sí, no son incapaces de concentrarse más de cinco minutos seguidos, no padecen ansiedad, no sufren dudas acerca de su identidad sexual, no intentan suicidarse… además, no hay ordenadores incapaces de entenderte cuando les hablas, ni ordenadores que se duermen mientras escribes en su pantalla porque se pasan la noche navegando por internet por su cuenta; tampoco existen ordenadores que agreden a quien los usa y, desde luego, no creo que puedan existir ordenadores adictos a los ordenadores, ni ordenadores con padres dispuestos a atacarte, y no solo de palabra, si piensan que maltratas a sus hijos porque les has suspendido. Tampoco es necesario cumplimentar un formulario con decenas de ítems cuando quieres encender un ordenador o ha llegado el momento de apagarlo, ni los ordenadores te piden que los arregles tú mismo cuando se estropean porque se supone que tienes que estar preparado para ello. Con razón decía un compañero mío, y de eso hace ya casi 30 años, que las vacaciones de los docentes no son vacaciones, son una convalecencia.
Para muchos docentes, además, se trata de una convalecencia demasiado corta. Cuando regresan a clase, en septiembre, no lo hacen recuperados, con las pilas cargadas y deseosos de retomar una tarea que la mayoría de ellos han escogido voluntariamente, porque se han sentido llamados, porque, como suele decirse, era su vocación. Al contario. Cada vez son más los docentes que, a pesar de las interminables vacaciones que disfrutan, se están pensando dejar para siempre su trabajo. De acuerdo con el último informe de Esade sobre el estado de la profesión docente en España, solo el 24 % de los profesores afirma seguir manteniendo la ilusión a pesar de la creciente dificultad de los problemas que se ven obligados a abordar, mientras en 2007, hace menos de dos décadas, la conservaba el 60%. A la vez, se ha disparado la proporción de docentes que afirma vivir su profesión con cierta distancia, del 2% al 38% en el mismo período. El 25 % de los docentes han sufrido violencia en su puesto de trabajo (física, psicológica o digital) y el 40 % de ellos ha acudido al médico por sufrir ansiedad, depresión y estrés; no es, pues, casualidad, que la docencia sea la profesión con mayor incidencia de bajas laborales. En consecuencia, el 47 % del profesorado se muestra neutral ante la posibilidad de dejar de enseñar, cuando hace 15 años ocho de cada diez profesores rechazaba esa opción de manera tajante. Es más que evidente que muchos docentes solo soportan seguir con su trabajo gracias a las vacaciones. Otro día hablaremos sobre la pertinencia de su distribución a lo largo del curso y de cómo mejorar su utilidad. Pero ese es otro asunto. Y no es agosto el mejor momento para tratarlo.
Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación