Faltan padres
Se objetará que los jóvenes españoles no tienen descendencia porque no pueden mantenerla. Se trata de la mayor falacia de los últimos tiempos
Escribía hace unas semanas que sin maestros, no hay educación; sobre todo, no hay educación de calidad. Pero tampoco la hay si no hay padres. Es con ellos, en el hogar, donde da comienzo la difícil, prolongada, y a menudo desesperante, tarea de educar. La familia, no la escuela, es la institución primaria de socialización; en ella deben aprenderse hábitos y valores; en ella debemos adquirir, y mal irá la cosa si no lo hacemos, los rudimentos básicos para enfrentarnos al mundo. La escuela es importante, muy importante incluso, pero no debe, ni puede, asumir esas funciones. Y lo malo es que en nuestros días se le pide, se le exige más bien, que lo haga. Pero si esto es así, es porque faltan padres.
Faltan en un doble sentido. Primero, en sentido literal, porque la tasa de natalidad, obviando un ligero repunte en el último año, del todo insuficiente para compensar la de mortalidad, lleva décadas cayendo en picado (solo en la primera década del siglo pareció estabilizarse un poco). En el año 2023, nacieron en España 320.656 niños con una población de unos 48 millones de habitantes; en 1964 nacieron casi 700.000, más del doble, cuando la población apenas llegaba a 32 millones, un tercio menos. Ya no queremos tener hijos. En España solo hay ahora seis millones y medio de menores de 16 años. Pero la mitad de los españoles conviven con una mascota; de ellos, ocho de cada diez las considera parte de la familia y los incluye en sus fotografías familiares; un 7 % incluso les llama hijos.
Se objetará que los jóvenes españoles no tienen descendencia porque no pueden mantenerla. Se trata de la mayor falacia de los últimos tiempos. Precisamente son los más humildes quienes tienen más hijos, en especial los inmigrantes, y los más acomodados quienes tienen menos. Se trata de una cuestión de valores, no de dinero. Criar y cuidar un perro no resulta mucho más barato que un hijo, si no resulta más caro, y, sin embargo, su número aumenta sin cesar. Pero los hijos son para siempre; requieren mucho tiempo, mucha atención, mucho sacrificio, muchas noches sin dormir… y requieren, también, aprender a decir que no.
Esta última cuestión no es baladí. En esta sociedad extremadamente infantilizada y buenista, la existencia del conflicto se niega. Hacemos como si los problemas no existieran. Nos evadimos sin cesar. Pasamos cada vez más tiempo en el mundo virtual de las pantallas y menos en el mundo real. Las relaciones son cada vez más numerosas, pero también menos profundas y menos sinceras. Nos hemos convertido en avatares de nosotros mismos. No solo en las redes, sino en la vida misma, que hemos transformado en una colosal obra de teatro en la que todos representamos un papel en el que apenas creemos. Y así es imposible educar. Y lo hacemos cada vez menos y cada vez peor. Faltan padres, y no solo desde un punto de vista cuantitativo; también cualitativo, porque de los que hay, muchos no ejercen.
Quizá acertaba el psiquiatra y sociólogo italiano Paolo Crepet cuando afirmaba, hace unas pocas semanas, que los padres actuales son los peores de la historia. Su afirmación puede parecer exagerada –los matices no venden muchos libros– pero no es disparatada, bien lo sabemos los que nos dedicamos a la docencia. Hacer de padres es difícil y hoy lo difícil asusta, porque entre los valores dominantes no figuran ya el esfuerzo, el compromiso, la constancia, el sacrificio… los valores que es necesario cultivar para ser buenos padres. Nuestra sociedad, por el contrario, es hedonista. Sus valores son el placer, el consumo, la juventud, la belleza; se dice que también la tolerancia, pero en realidad no es la tolerancia, sino el relativismo, el valor que impera entre nosotros. Tolerante es el que, teniendo sus propios valores, respeta a las personas que no los comparten, aunque desprecie sus creencias o su falta de ellas; relativista es el que, simplemente, afirma que todo vale, que cada persona puede hacer y pensar lo que crea oportuno, porque, en realidad, no cree en nada. Y desde esta perspectiva es imposible educar, porque educar exige creer en algo para poder transmitirlo a la siguiente generación y, sobre todo, vivir de forma coherente con lo que se cree. Los niños no aprenden de las palabras; suelen copiar los ejemplos.
Pero los padres de hoy, no todos, por suerte, no son así. Viven angustiados por la educación de sus hijos; dudan continuamente; toman por ellos todas las decisiones; los sobreprotegen hasta la náusea; no les llevan la contraria nunca para evitar que se frustren; se muestran incapaces de fijarles límites claros… o, por el contrario, e incluso a la vez, los abandonan durante horas frente a las pantallas, inermes frente a influencers cuyo único mérito es su éxito en las frívolas redes sociales para que sean ellos quienes los eduquen, porque solo de ellos reciben un mensaje coherente, aunque sea absurdo, hedonista e infantiloide. En otras palabras, tienen hijos, pero no son padres. Quizá sean otra cosa: amigos, colegas, talonarios…, pero no padres.
Y, así las cosas, ¿qué futuro les espera a sus hijos? ¿Qué tipo de adultos serán? Un principio básico en el mundo de la educación es que a andar se aprende andando. Si a los niños actuales no se les deja decidir nada, no sabrán tomar decisiones. Si no se les acostumbra a que, en ocasiones, la respuesta sea no, serán incapaces de manejar la frustración. Si no conocen los límites, no los respetarán cuando crezcan. En pocas palabras, no serán nunca adultos. Serán, como escribió el poeta mexicano José Emilio Pacheco, niños envejecidos que querrán lo que no tengan; sentirán miedo de todo; obedecerán siempre a alguien; no dispondrán de su existencia, y, en fin, llorarán por cualquier cosa. Pero lo harán, eso sí, «de noche y en silencio y a solas».
Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación