Guadalete: la derrota de una España dividida
El enemigo se benefició de la fragilidad de la Spania visigoda, debilitada por graves fracturas internas que ofrecían grandes oportunidades a cualquier potencia hostil que se propusiera someterla
Corría el año 711 cuando 7.000 bereberes, comandados por Tariq ibn Ziyad desembarcaron junto al peñón que después llevaría su nombre: Gibraltar. 6.000 más acudirían enseguida como refuerzo. El rey de Spania, Rodrigo I, que se hallaba en el norte guerreando contra los vascones, marchó a su encuentro a mediados de julio y, tras algunos titubeos que permitieron a los invasores organizarse, cayó sobre ellos en un lugar que la tradición sitúa en el río Guadalete, pero que hoy ubicamos en los montes Transductinos, al pie del Cerro de Torrejosa, en el actual término de Tarifa.
La magnitud de los ejércitos enfrentados aún se discute. Lo más probable es que Tariq contara con 13.000 soldados, en su mayoría de infantería, de los cuales unos 3.000 serían árabes, sirios y egipcios y el resto bereberes, infantes armados tan solo con venablos, alguna lanza o espada y escudos de cuero endurecido, poco adiestrados, feroces, pero prontos al desánimo si la lucha se dilataba.
Por el contrario, los escasos soldados árabes de Tariq debían de ser muqâtila, arqueros y lanceros bien entrenados y equipados. Pero su número era demasiado escaso para hacer del ejército del emir una fuerza temible. Sus posibilidades de victoria residían más en la debilidad del enemigo, con la que sin duda contaba, que en su propia fortaleza. El resultado de la batalla habría de darle la razón.
En teoría, la superioridad hispana era evidente. El ejército real debía alcanzar los 25.000 soldados, pues una cifra similar acaudilló Wamba unos años antes para enfrentarse a la rebelión del duque Paulo. Pero lo más relevante es su calidad. Aunque unos 16.000 eran reclutas obligados a servir en las guerras del monarca, infantes mal armados con venablos, dagas y hondas, al menos 9.000, los que integraban el exercitus real, eran jinetes bien armados y entrenados, que constituían una caballería temible contra la que bien poco tenían que hacer los arqueros y lanceros de Tariq.
Animado por su evidente superioridad, Rodrigo I ordenó formar a sus tropas en tres cuerpos: el centro, que dirigía él mismo, y dos alas, a derecha e izquierda del exercitus, que comandaban familiares de Witiza, el soberano anterior, que habían acudido a la llamada real. A sus espaldas corrían las aguas de un pequeño río, quizá el actual Almodóvar, elección poco afortunada, pues podía dificultar la retirada en caso de que fuera necesaria. Frente a ellos esperaba el ejército de Tariq, con los montes cubriendo su retaguardia, pero sin impedir su huida, pues en ellos se abría un camino por el que podían escapar hasta Algeciras y embarcarse con rapidez hacia África.
De su formación no sabemos nada, pero la habitual en los ejércitos musulmanes era el jamis, una ordenación en tres cuerpos, centro y dos alas, presentados como formaciones cerradas de lanceros de tres líneas de profundidad, con una reserva en retaguardia, el saqah, que podía intervenir si se la requería. Por delante, el comandante musulmán habría hecho formar a su infantería ligera, dispuesta a hostigar el avance enemigo con sus arcos y hondas y a desgastar a sus tropas antes del enfrentamiento decisivo con sus soldados mejor armados y entrenados, que podían esperar mientras tanto sin fatigarse.
Así debió de suceder. La caballería visigoda desbarató la resistencia de las primeras líneas musulmanas y se lanzó sobre infantería árabe, con la que se enzarzó en un duro combate. A pesar de la fatiga, la superioridad de los jinetes visigodos, apoyados por la infantería, mal armada pero numerosa, sin duda habría dado la victoria a Rodrigo. Pero debió de ser entonces cuando las dos alas de su ejército, comandadas por los traicioneros partidarios de Witiza, que no le habían reconocido como rey, cambiaron de bando, sellando el destino de la batalla.
No sabemos si se contentaron con retirarse del campo o, uniéndose a Tariq, se volvieron contra sus compañeros de armas. Pero lo cierto es que el centro del ejército visigodo fue rodeado por las alas sarracenas, que lo empujaron hacia el río y lo aniquilaron. Quizá Rodrigo pudo huir. Las fuentes musulmanas señalan que su cuerpo no fue encontrado nunca y el Romancero viejo nos muestra al monarca derrotado caminando cabizbajo por intrincadas veredas, lamentando sin cesar la pérdida de España y buscando penitencia junto a un ermitaño para acabar muriendo en una tumba picado por una serpiente. Fuera como fuese, la resistencia visigoda murió con su rey.
Spania se desmoronó como un castillo de naipes y su territorio fue conquistado por los musulmanes en muy pocos años ¿A qué se debió la derrota? ¿Cómo un reino que pasaba por ser el más poderoso del Occidente fue incapaz de sobreponerse a un único revés militar? ¿Qué hubo en la batalla de Guadalete que la hiciera distinta de la de Vouillé, dos siglos antes, a la que los entonces mucho más débiles visigodos sobrevivieron sin dificultad?
La versión tradicional es hermosa, pero poco creíble. Más amante de las lides románticas que de la exégesis política, atribuyó la «pérdida de España» a la sucia traición del conde don Julián, gobernador de Ceuta. Resuelto a vengar la ofensa que el rey le había inferido al deshonrar a su hija, la Cava, que se contaba entre sus huéspedes, habría abierto a los musulmanes las puertas del reino. Que sucediera así o no, no importa demasiado.
Lo fundamental es que Tarik se benefició de la fragilidad de la Spania visigoda, debilitada por graves fracturas internas que ofrecían grandes oportunidades a cualquier potencia hostil que se propusiera someterla. La conquista, siendo como fueron los invasores tan solo unos pocos miles, les habría resultado imposible de no ser por este hecho ¿Sería este nuestro destino si tuviéramos hoy que afrontar una invasión semejante? Según un estudio realizado por Gallup, la mayoría de los españoles (53 %) no estaría dispuesto a luchar por su país en caso de que hubiera un conflicto bélico. No aprendemos.
- Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación