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03 de mayo de 2024

Ramón Rodríguez Arribas
Ramón Rodríguez Arribas

La hora del Tribunal Constitucional

Cuando el poder constituido trata de erigirse en constituyente y pretende cambiar de facto el texto constitucional, como pasó en Alemania con la Constitución de Weimar en tiempos muy tristes, el deterioro del Estado de Derecho se precipita y el tiempo empieza a correr deprisa hacia alguna forma de totalitarismo

Actualizada 23:17

Tribunal constitucional

Ilustración de la JusticiaLu Tolstova

Hace unos años, muy pocos, aunque la pandemia ha trastornado los recuerdos de los últimos años, desde una cadena de televisión, un buen amigo me preguntó fuera de pantalla, «¿Para qué sirve el Tribunal Constitucional?», sin dudarlo contesté «Para evitar y, en su caso, corregir, los abusos de la mayoría parlamentaria».
Efectivamente, los Tribunales Constitucionales nacieron y permanecen para poner límites al poder constituido, de manera que no rebase los que le fijó el Poder Constituyente. Esta distinción que desgraciadamente empieza a desdibujarse, es fundamental para el buen funcionamiento y la permanencia del Estado de Derecho. Las constituciones son verdaderos marcos normativos, la nuestra lo es de aplicación directa, que regulan el funcionamiento de las Instituciones y, además, las sujetan a los principios y valores que inspiran la Constitución, pero no solo a éstos, sino también a los principios generales del Derecho y en muchos aspectos, a la regulación concreta que la propia Constitución establece.
Cuando el poder constituido trata de erigirse en constituyente y pretende cambiar de facto el texto constitucional, como pasó en Alemania con la Constitución de Weimar en tiempos muy tristes, el deterioro del Estado de Derecho se precipita y el tiempo empieza a correr deprisa hacia alguna forma de totalitarismo. En este momento, cuando eso sucede o se empieza a advertir, la existencia de un Tribunal Constitucional independiente, que sea técnicamente experto y goce de imparcialidad entre las diferentes opciones políticas, es el único remedio a esas derivas que, desgraciadamente y con regularidad, se van produciendo a lo largo de la historia en los diferentes países.
En España hemos disfrutado, desde 1978, de una democracia real, de un Estado de Derecho envidiable y aunque en algún momento se hayan producido situaciones de exceso por parte del poder constituido, es decir, de quienes lo ostentaban, al final y hasta ahora, siempre se ha impuesto el mantenimiento razonable y razonado de los que están encargados de la defensa y protección de lo que dispuso el Poder Constituyente.
Alguna de esas desviaciones y pongamos un ejemplo expresivo, se produjo en 1985 con ocasión de la aprobación por una mayoría parlamentaria verdaderamente aplastante (más de 200 Diputados) de la nueva Ley Orgánica del Poder Judicial, en la que se cambió el sistema de elección de los Vocales judiciales del CGPJ, pasando de ser elegidos por los propios Jueces, a serlo formalmente por las Cámaras Legislativas, Congreso y Senado, pero real y verdaderamente por los Comités Ejecutivos de los partidos políticos. En aquel momento, el Tribunal Constitucional reconoció la desviación y el peligro que representaba si en un régimen de partidos, éstos atendían solo a su interés y a la proporción de fuerza parlamentaria respectiva, en lugar de proceder al margen de esos criterios. En aquella Sentencia, el Tribunal no pasó de esa advertencia, aun reconociendo que el uso desviado del nuevo sistema vulneraría lo establecido por el Poder Constituyente. Desgraciadamente, eso es lo que ha sucedido siempre en cada renovación del CGPJ y en esa línea desviada se persiste.
Pues bien, a pesar de esa desviación y alguna otra posterior, es lo cierto que, hasta tiempo relativamente reciente, las costuras de la Constitución no se habían resquebrajado y lo que se pensó por el Poder Constituyente, permanecía como valores intocables.
Basta asomarse a la realidad actual, en las declaraciones de los políticos, en las normas que se aprueban por la mayoría parlamentaria y hasta en un cierto ambiente perceptible en la actividad política, para advertir que las cosas han cambiado y que ya se habla sin rebozo de cosas tan graves como «reinterpretar la Constitución» (cuando solo al Tribunal Constitucional compete hacer la permanente y leal interpretación en casa caso); y se habla también de «interpretación constructiva» y otros eufemismos que solo van dirigidos a enmascarar pretendidas mutaciones del texto constitucional, que se promueven por quienes careciendo de mayorías suficientes para la reforma del texto constitucional, se deslizan por la ladera peligrosísima del cambio de hecho y por los hechos consumados a través de pactos hechos fuera de las propias Instituciones.
Así, vemos como se anuncia una ley de amnistía, exigencia de partidos separatistas a cambio de apoyar la investidura de un candidato socialista a la presidencia del Gobierno, lo que supondría reconocer, mintiendo, que ha habido un tiempo en que se castigaba como delito lo que nunca debió serlo, como fueron los sucesos catalanes que derivaron en una serie de actuaciones legislativas y ejecutivas, declaradas inconstitucionales por el Tribunal Constitucional y castigadas como delitos por los Tribunales penales. Está claro que ya no basta con la rebaja de la malversación o la práctica desaparición del delito de sedición, ni basta el indulto de los condenados, ahora ya se exige que se pida perdón por las instituciones jurídicas del Estado por el hecho de haber aplicado la Constitución y el Código Penal, dejando en la degradación el prestigio de nuestro Estado de Derecho.
Por otra parte, se insiste en un referéndum pactado sobre autodeterminación de una región española al margen de la voluntad de los demás ciudadanos de la Nación, haciendo tabla rasa de la íntegra Constitución, poniendo en peligro la unidad nacional y en subasta la igualdad de los españoles.
Llegado este momento, es decir, si se dicta la disparatada ley de amnistía y se promueve, aunque se disfrace eufemísticamente, un referéndum de autodeterminación en Cataluña, habrá llegado la hora histórica de que nuestro Tribunal Constitucional cumpla con la misión esencial que decíamos al principio, esto es, «evitar y en su caso, corregir, los abusos de la mayoría parlamentaria», porque si no lo hace y convierte en realidad la apariencia, que se denuncia, de sintonía con el poder constituido, no solo habrá faltado a lo que se espera de él, sino que habrá dejado a los españoles en el desamparo más absoluto y por encontrarse herido nuestro Estado de Derecho, gravemente lesionada nuestra Democracia, puesta en peligro la soberanía e independencia de España y su integridad territorial, quedará en cuestión todo nuestro ordenamiento constitucional, creando una crisis, a nivel crítico, que solo describir resulta trágico.
  • Ramón Rodríguez Arribas es abogado y vicepresidente emérito del Tribunal Constitucional
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