De este agua no beberéRafael González

Los niños del exceso en un exceso sin niños

Actualizada 05:00

Recuerdo haber llevado a mis hijos cuando eran pequeños a esas instalaciones recreativas que colocan en el Vial, frente a la estación, bajo una carpa y con la Navidad como excusa, como el telón de fondo para el ocio con sonido a feria y sabor a buñuelo.
En los últimos años se recortaba en luminaria ya que tanto la izquierda como sobre todo la derecha son sostenibles, y las luces ofrecían también una posibilidad para el mitin, porque todo es política para el que vive de ella, para los muchos que cobran de nosotros.
Así, más luz podría representar un pecado neoliberal para cualquiera de los partidos que nos han gobernado o nos han de mandar. Unos por convicción y otros por carecer de ellas apagaban cada vez más la intensidad de las luces para aumentar, curiosamente, las baldosas de decibelios, el tren de la bruja, la montaña rusa de pin y pon y los metros cuadrados invadidos a la ciudadanía. Ciudadanía, cuántas cosas se comenten en tu nombre.
Este año esa carpa que en su interior huele a niños sudados de saltos y carreras, a padres rapados con cogote acabado en uve y a madres en grupo de madres, esa carpa, digo, es gigantesca. Tiene un cartel o varios donde se lee chiquilandia, o chiquipark, o chiquichiqui, que es un parque de atracciones que habla un andaluz socialista que pega sablazos para ponerse la amnistía por Montero. Pero podría llamarse Las Vegas, Nevada, El Vial.
La diversión es elefantiásica, con andamios multiplicados y una oferta lúdica y avasalladora. Es imposible caminar sin un estímulo, un reto, una oferta de cabriola o un chiquillo loco que tira de la mano de un adulto casi en estado de shock. Navidad, dicen.
Vista desde fuera esa calle del infierno en pleno adviento es un gigante todo, un cúmulo de sensaciones que sobrepasan, que superan a los niños, que, confusos, no saben si volar, correr, comer o saltar. Son los niños del exceso. Del exceso de juguetes, de actividades extraescolares, de comida basura, de pantallas móviles, de juguetes sin abrir, de libros no leídos, de padres ausentes, de madres presentes, de pedagogía identitaria, de ocio vacío y de ocio repleto, de derechos sin obligaciones, de vacaciones y puentes, de series en streaming y regalos de cumpleaños. En ese mastodonte presuntamente navideño me fijé en las gradas de una especie de sala de cine al aire libre donde proyectaban algo de Disney. Las gradas estaban vacías y Aladdin dibujaba solitarias acrobacias mágicas ante los no niños. Porque aquello es grande como todo lo grande de hoy: las hamburguesas, los desengaños, las pizzas de los viernes por la noche, la soledad de las emponderadas, las comidas de empresa y los huecos que dejan los ausentes cuando se instalan en los recuerdos.
Ya no hay niños, o tenemos menos niños, porque son hijos programados como la alarma de las siete en punto. Y a veces no suena. No hay suficientes niños para llenar el excesivo parque temático de la navidad falsa. Ni para darnos el relevo el día de mañana.
Justo al lado, un parque canino cercado está lleno de adultos que les hablan a los perros como los niños que ya no tenemos.
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