Por derechoLuis Marín Sicilia

El hedor y la peste

«Los últimos acontecimientos han desvelado la realidad de una descomposición orgánica que estaba viciada desde su origen, de ahí los pactos contra natura negociados en indecentes actos mercenarios»

Actualizada 04:30

La vida termina con la muerte. A veces se pretende, normalmente por egoísmo, que un muerto siga ajeno a ese tránsito hacia la nada que define todo deceso. Y se quiere seguir conviviendo con el cadaver que, por lógica biológica de la descomposición orgánica, despedirá un hedor cada vez más intenso, hasta hacerse insoportable por su expansión putrefacta.

Mientras los seres vivos se relacionan emiten distintos aromas, olores agradables a veces y desagradables otras. Pero, a diferencia del olor, cuya convivencia con el puede ser agradable o desagradable en función de determinados vínculos de simpatía o sintonía personal, el hedor es siempre un mal olor, sin matices ni condicionantes.

La gestión de Pedro Sánchez al frente del Gobierno de España venia dando síntomas evidentes de putrefacción. Los últimos acontecimientos han desvelado la realidad de una descomposición orgánica que estaba viciada desde su origen, de ahí los pactos contra natura negociados en indecentes actos mercenarios. Cuando una cesta de frutas tiene una podrida y se convive demasiado tiempo con ella, la sabiduría popular decreta la realidad de que termina pudriendo a las restantes. Cuando conviven en un mismo vehículo, durante cientos de días y miles de kilómetros, cuatro personas y ya, a estas alturas, quedan pocas dudas de que tres de ellas al menos tienen serias dificultades para acreditar una higiene moral aceptable, hay que entender que sean muchas y razonables las dudas sobre la honestidad de la cuarta.

Los cadaveres conviene enterrarlos, con la máxima dignidad, a ser posible, pero siempre, por muy deleznable que haya podido ser la conducta del sujeto, con las medidas higiénicas adecuadas para la feliz convivencia de los sobrevivientes. El sanchismo es hoy, políticamente, un cadaver. Sus correligionarios y quienes le sostienen deben cumplir las mínimas normas de higiene que adoptaría cualquier enterrador que se precie. De no hacerlo, el hedor será tan irrespirable para ellos mismos que serán víctimas de su contagio y la peste que genere puede acabar con todos ellos.

Hace unos años, un avión que partió de Gran Canaria con destino a Amsterdam hubo de realizar un aterrizaje de emergencia en Faro porque un viajero olía fatal. «La gente vomitaba. El hombre olía fatal… la gente comenzó a gritar y se ponía pañuelos para tapar la nariz». Así recogía la prensa aspectos de la noticia. Ante la situación, la tripulación colocó al pasajero en la última fila, pero ni aún así fue posible la convivencia. Según De Telegraaf «los pasajeros de las últimas filas huyeron hacia la parte de delante. La tripulación sacó botes de perfume para rociar el avión, pero el horrible olor no desaparecía». El sobrecargo, hasta llegar al aterrizaje de emergencia, le obligó a sentarse en un inodoro de la nave.

La anterior historia, por rocambolesca que parezca, retrata la situación política maloliente que padecemos en España. Sostenemos a un cadaver putrefacto al frente del Gobierno, sus compañeros de viaje, a los que les ha pagado el pasaje, se quejan del mal olor, pero no le exigen que abandone la nave. Al fin y al cabo, están viajando de balde gracias al que despide el hedor. Y la conclusión más probable es que, si persisten en no enterrar al cadáver, la peste del hedor insoportable se los lleve también a ellos por delante.

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