Tatuajes y grafitis
«Ambos representan una negativa a tolerar lo ordinario, trocando la posibilidad de la belleza por lo grotesco»
A mi edad, ya mayor que Don Quijote, hay que escoger bien las máquinas que utilizas en el gimnasio. Y es que haciendo alguno de los ejercicios te podría sobrevenir el primer infarto o el temido ictus. Así que mejor que te pillen sentados. En los dispositivos de press de pecho, hombros, jalón de espalda o piernas, observo al paisanaje. En ocasiones soy casi el único no tatuado. Me fascina especialmente una persona que se ha dibujado a un tuareg en la pantorrilla: le representa a sí mismo vestido de Lawrence de Arabia en un panorama desértico, seguramente recuerdo de algún viaje. Para qué vas a hacer una foto si puedes inmortalizar el momento en el gemelo y el sóleo. Abundan cada vez más las personas que apenas dejan piel sin tinta, llegando las figuras, lemas o motivos hasta más allá del cuello, pues suben por la parte de detrás de las orejas, trepando a veces, como extrañas enredaderas, por los huesos temporales y parietales de aquel que se ha dejado rapada la cabeza. Si antaño los tatuados pertenecían a tribus urbanas, clubes de motos o ámbito patibulario -con aquel oficial «amor de madre»-, hoy día el que deja su epidermis sin decoración añadida debe ser un bulto sospechoso que incita a cambiarse de acera. Curiosamente, este horror vacui se corresponde con el mismo fenómeno en la ciudad. No hay verja de negocio, esquina, muro o mobiliario urbano que no tenga su pintada o firma. Cada barrio de Córdoba es un cuerpo tatuado desde la punta del dedo gordo del pie hasta el colodrillo, al igual que sus habitantes.
Pienso en esto cuando más de la mitad de los bancos colocados en Ronda del Marrubial tras la recientísima conclusión de las obras ya están vandalizados. El Ayuntamiento ha instalado muchos asientos blanquitos y con una estructura sencilla, como dando a entender que, puestos a maltratarlos, se pone al menos unos que sirvan de hoja para dibujar y sean fácilmente sustituibles, como un peculiar bloc de anillas ofrecido por el área de Infraestructuras. Y así, cada día, cientos de personas con múltiples tatuajes se sientan en sus bancos llenos de grafitis. Cada frase que circula por sus antebrazos o muslos parece tener eco en otra de la parilla, la farola o la papelera. Escrituras y pinturas en los hombres corren en paralelo a los de la urbe.
En ambos casos se contempla cada vez más el anhelo de tapar la normalidad, lo cotidiano, haciendo del cuerpo una llamada y de cada rincón de la calle una reclamación. ¿A quién llaman y qué reclaman? Unos, creyendo hacerse únicos, sepultan su apariencia bajo una avalancha de pintarrajos; otros, percibiéndose quizá rebeldes o artistas, afean y dañan la plaza pública, lugar donde viven y pasean sus vecinos y seres queridos. Ambos representan una negativa a tolerar lo ordinario, trocando la posibilidad de la belleza por lo grotesco, invirtiendo el uso para el que fueron concebidos los tatuajes o las pinturas en la historia de la humanidad. Generan autodestrucción y destrucción a partes iguales.
Bajo un caparazón de monigotes o una cubierta de garabatos, personas y ciudad llevan a la superficie los que antes quedaba dentro, en el subsuelo o en el margen. En el fondo, todos son, de un modo un otro, tachaduras.