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26 de abril de 2024

Lu Tolstova

Lu Tolstova

Que se vuelvan «pequeños tiranos» y otros riesgos de no educar a tus hijos en la cultura del esfuerzo

Dependencia, inseguridades, baja tolerancia a la frustración, falta de responsabilidad, de autoestima... «jóvenes de cristal, duros pero frágiles»

«La vida es esfuerzo», comenta Javier Urra, doctor en psicología y en ciencias de la salud. Es una realidad: cuesta levantarse por la mañana, vestirse, ir al trabajo... igual que también lo es despedirse de un ser querido cuando fallece o recoger los pedazos de un corazón roto. Desde bien pequeño, uno va entrenando para todo ello, para controlar la voluntad, la constancia y la persistencia.
Voluntad, constancia y persistencia: los tres pilares de la cultura del esfuerzo, olvidada por muchos en la vorágine del día a día, en el pensar que nada es suficientemente importante para sacrificarse y últimamente en el pasar de curso sin aprobar. Cuando se tienen objetivos, el esfuerzo es lo que te lleva a la cama más cansado, pero más feliz.
A las nuevas y frescas generaciones, en un intento de sobreprotección, se les pone en bandeja demasiadas veces el tener éxito sin mover un dedo, o moviéndolo alguien por ellos, acostumbrados todos a la inmediatez del clic que tan impacientes nos ha vuelto. «Los niños tienen derecho a que les enseñemos lo que es el esfuerzo», afirma Urra, a lo que añade la psicóloga Bárbara Zapico, «es clave en la educación, ya que está relacionada con la motivación y la superación».
María Solano, experta en educación, decana de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Comunicación de la Universidad San Pablo CEU y madre, saca a relucir otra palabra clave en la educación de los hijos: autoestima. El mejor camino que lleva a ella es el esfuerzo, el quedar satisfecho, que no conformarse, al conseguir lo que uno se propone.
«No debe ser una obsesión por ser el mejor», concreta Zapico, sino más bien hacerlo todo lo mejor que uno pueda. Para la psicóloga, la inmediatez imperante está desatando la frustración y el abandono de actividades, porque «la consecución de resultados no se consigue a corto plazo, sino a largo plazo».

Los talentos

En cuanto entran en la ecuación los talentos, la cosa se complica. Aquello que a uno se le da bien, requiere un menor esfuerzo, o mejor dicho, no es consciente del esfuerzo realizado por lo que está disfrutando. Solano no cree en recetas mágicas, pero, como Aristóteles, plantea remitirse a que en el punto medio se encuentra la virtud y que los niños «aprovechen al máximo sus talentos y suplan con un mayor esfuerzo sus carencias».
Aunque la experta en educación ha encontrado un punto más neutral, lo cierto es que existe controversia. Mientras que una corriente, explica Solano, anima a poner un mayor énfasis en las áreas que de manera natural son más sencillas para un niño en particular, porque obtendrá más réditos de su esfuerzo; la contraria es partidaria de perseverar más en lo que a uno no se le da bien, para remplazar los dones naturales.

La ansiedad de la meritocracia

El valor del esfuerzo cobra aún más importancia cuando se atiende a todo lo que ocurre, cuando no lo hay, todas las consecuencias que tiene para los más pequeños el dárselo todo hecho. Aunque para ciertas personalidades de la izquierda política, como Lilith Verstrynge, consideran que la meritocracia «genera fatiga estructural y ansiedad», Urra, quien es también autor de 19 libros sobre infancia y educación, explica que de la mano del desinterés y la falta de constancia vienen una baja resistencia a la frustración, inseguridades, dependencia, incapacidad para asumir responsabilidad y, como consecuencia de todo ello, una falta de libertad.
«Si a un niño no se le exige esforzarse, se acostumbrará a que otro lo haga por él. Lo convertiremos en un pequeño tirano», ahonda el psicólogo. Y al contrario, cuando se fomenta la exploración, las emociones y las relaciones, con un acompañamiento con límites y con cariño, aunque «sin un exceso de exigencia» –apunta Zapico–, se obtienen adultos más estables, menos frustrados y más asertivos; mientras que esa ansiedad, más que causada por la meritocracia, es fruto de la impaciencia, del esfuerzo sin rumbo, de que todo funcione con un clic.
Más allá del valor del esfuerzo, Solano cree en la diferenciación, porque «no es lo mismo un 10 copiado que un 5 desde un 0, que puede ser un gran triunfo». Hacerlo lo mejor que uno pueda tiene distintos premios, porque cada uno parte de sus propias capacidades y talentos: haber llegado el primero, haberte superado a ti mismo, haberlo hecho mejor que ayer, haber terminado a pesar del dolor de rodilla, haber competido cuando el cerebro pedía no hacerlo… «Cada uno tiene que valorar cuál es el premio personal obtenido y alegrarse enormemente de los que, en función del mérito y la capacidad, han alcanzado los demás. Y, por supuesto, aspirar al siguiente reto», explica la decana de la facultad de Humanidades del CEU.
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