
Un niño castigado de cara a la pared
Una reprimenda o dejarle sin salir: ¿funcionan realmente los castigos para educar?
Alternativas a los castigos hay muchas, pero la principal, para la psicóloga Cristina Noriega, es una: «Utilizar el sentido común»
Porque ha pegado a su hermano, porque se ha enfadado y ha roto un vaso, porque se ha saltado la hora de volver a casa o ha sacado malas notas; no les faltan los motivos a muchos padres para castigar a sus hijos. Lo que no todos saben es que funcionan, sí, pero con un efecto a corto plazo. Según explica Cristina Noriega, profesora de psicología social en la Facultad de Medicina de la Universidad CEU San Pablo, los últimos estudios indican que hay otras técnicas que son mejores, a nivel emocional y cognitivo, para los niños. «El castigo funciona, pero a corto plazo», advierte, y continúa: «Cuando educamos, lo que queremos son efectos a largo plazo».
Uno de los estudios que lo demuestran fue conducido en 1965 por el psicólogo de la Universidad de Standford, Jonathan L. Freedman. Lo llevó a cabo en un aula escolar, donde dividió a los alumnos en dos grupos. Uno por uno, llevó a los alumnos a una clase aparte donde había muchos juguetes normales y un robot lleno de luces por control teledirigido. Al primer equipo, les dijo que tenía que salir de la habitación y que, mientras tanto, podían jugar con cualquier juguete, menos con el robot. «Si lo tocas, me enteraré y me enfadaré mucho», les decía. Casi todos los niños evitaron acercarse al artilugio prohibido. En el caso de la segunda cuadrilla, lo único que cambió fue que, en vez de mostrar la amenaza del enfado, Freedman simplemente les dijo que «no estaba bien jugar con el robot». De nuevo, se conformaron con el resto de entretenimientos de la sala.
Los resultados llegaron pasado un mes
Poco más de un mes después, Freedman envió a una de sus colaboradoras al mismo colegio y repitieron el mismo experimento. Lo único que cambió fue que cuando la mujer salía de la habitación no les decía absolutamente nada. Los únicos niños que aun así no tocaron el robot fueron aquellos a los que la primera vez se les había explicado que no era correcto jugar con él. En cambio, los que habían estado bajo amenaza en el pasado, se atrevieron a utilizarlo en esa nueva ocasión, puesto que el castigo había desaparecido.
A través de esta prueba, la conclusión a la que llegó el psicólogo estadounidense fue que, como avisa Noriega, las amenazas y los castigos tienen una duración caduca. Como herramienta educativa, son propios de estilos parentales más autoritarios, que hoy están dejando paso a uno democrático. Este combina, según explica la psicóloga, la comprensión y la calidez con la capacidad para poner límites. «Esto implica que seas cariñoso, afectuoso y comprendas que un niño no hace las cosas para fastidiarte, pero sigas manteniéndote firme, sino que el niño cree que en la vida no hay frustraciones», explica mientras lo ejemplifica con el caso de las rabietas.
El premio tampoco es una opción
Alternativas a los castigos hay muchas, pero la principal, para Noriega, es una: «Utilizar el sentido común». Su recomendación es acudir primero al origen del problema: ¿por qué un niño no quiere comer? ¿Por qué no estudia? O ¿por qué pega? Y a raíz de conocer la causa del mal comportamiento, habría que iniciar un diálogo con el menor y no saltarse los límites ya establecidos. «Entras en una situación peligrosa», incide la profesora, y lo explica con un ejemplo: si un niño no ha querido probar las verduras que tenía en el plato un día y sus padres deciden cocinarle algo especial, aprende que si no come, le van a hacer lo que quiere. En cambio, propone que «de lo que hay en la mesa, que escoja».
En el caso de los adolescentes ocurre lo mismo. Los castigos siguen funcionando, pero no deja un poso en su educación. Además, según avisa la psicóloga, si se abusa de ellos, pierden su efecto. «He tenido pacientes que me han llegado a decir que, como siempre están castigados, hacen lo que les viene en gana», recuerda. La otra cara de esta moneda, no solo pasada la pubertad, sino también antes, serían los premios. «Lo que se desarrolla así es una motivación extrínseca, es decir, el adolescente hace las cosas o deja de hacerlas en función de los que ofrezcamos», aclara.
Entre los problemas que Noriega ha observado en la educación enumera la falta de consistencia entre lo que uno dice a sus hijos que tiene que hacer y lo que luego predica con el ejemplo, pero también entre los miembros de la familia encargados de la educación de los menores. La disciplina positiva ha sido malentendida y muchos padres, con tal de evitar el castigo, «lo están consintiendo todo», concluye la psicóloga.