Quieren que veamos pornografía
Si supiera dibujar, podría pintar con detalle, porque las tengo grabadas, la mirada envilecida y la sonrisa rijosa que tenía el dueño del videoclub cuando salió a recibirnos, dejando a su presa al otro lado de la cortinilla
De chaval hice amistad con un vecino de mi calle que era diez o quince años mayor que yo, y a quien, en esta historia, llamaremos Abelardo.
Patizambo y rollizo, siempre sonriente y atento con las ancianas, miedoso de los perros y torpe con las mujeres, Abelardo tenía un grado de discapacidad intelectual que le hacía ser una suerte de niño grande, un inocentón sin malicia, bromista y amable, de dedos morcillones, dientes pequeños y gafas de montura fina.
Cuando me topaba con él, echábamos un rato hablando de sus trabajos de encuadernación, de los resultados del Madrid –si lo busco, tal vez encuentre el casete que me regaló con el himno histórico del club, el de las mocitas madrileñas–, o de alguna anécdota cotidiana sobrevenida durante sus paseos junto a su madre, viuda, por el parque de Santander (sito, por cierto, no en Cantabria, sino en pleno Chamberí).
Nuestra amistad se prolongó por más de veinte años.
Como siempre fui locuaz y extrovertido, también trabé relación con el dueño del videoclub del barrio. Tanto que, junto a otro buen amigo, conseguimos que nos patrocinara las camisetas del equipo de fútbol sala, a cambio de poner su logo en la equipación. Más que un ejercicio de marketing, aquello era una obra de filantropía, porque cuando aceptó ser nuestro benefactor él ya sabía que quienes componíamos aquel despojo futbolístico no éramos capaces de meterle un gol ni al Arcoíris, y que yo, que fungía de portero, a punto estuve un año de reclamar el pichichi en propia puerta, y si no me lo dieron fue, sospecho, por abusón.
Cierto día en que fuimos al videoclub para contarle nuestras cuitas deportivas («Esta vez sólo hemos perdido 8-1», o algo similar), no encontramos a su dueño en el mostrador, sino que escuchamos su voz desde un pasillo anejo, que siempre permanecía separado del resto por una cortinilla.
Todos los clientes sabían que ahí, como ocurría en otros establecimientos similares, era donde se alquilaban las películas pornográficas.
«Tú llévatela y verás como repites. Si yo también las veo. Para todo hay una primera vez», estaba diciéndole al otro.
Si ya resultaba perturbador saber que había dos adultos entre aquellas cintas, mucho más me impactó reconocer la voz del otro tipo cuando le respondió, inseguro y vacilante, un «Bueno, venga, vale...».
Era Abelardo.
Si supiera dibujar, podría pintar con detalle, porque las tengo grabadas, la mirada envilecida y la sonrisa rijosa que tenía el dueño del videoclub cuando salió a recibirnos, dejando a su presa al otro lado de la cortinilla.
Sentí repugnancia y un profundo desprecio por aquel canalla que había decidido hacer negocio a costa de la inocencia de mi amigo, un hombre débil en lo mental y en lo afectivo. Pero como aún me faltaban el coraje y la ausencia de respetos humanos que dan los años, le miré con menos asco del que me produjo y me fui en cuanto pude, pero sin decir nada.
Con el tiempo, ya adultos ambos, Abelardo terminaría por confesarme, arrepentido, que había comenzado a frecuentar un piso de prostitutas que se anunciaba en la sección de contactos de un periódico de respetable fama. Traté de disuadirle, en vano. No sin dolor, también me reconoció que algo de aquello había tenido que ver con una reciente embolia que había sufrido su madre, y que de no haber empezado a ver pornografía, «no habría caído tan bajo», aunque ya no sabía, ni quería, salir de aquel lodazal.
Hoy los Abelardos y los dueños de videoclub se han multiplicado a golpe de clic, y los expertos hablan de una generación entera emponzoñada de porno online. Las consecuencias son por todos conocidas, y por casi todos obviadas: no hay estudio que no certifique el vínculo que tiene la pornografía online, por ejemplo, con el número de matrimonios rotos, con el incremento de la violencia sexual, con las nuevas adicciones, con la promiscuidad adolescente, con las violaciones en manada, o con la crisis de salud mental que tantos titulares ocupa.
Los heridos en lo emocional y en lo afectivo, los que tienen inmensas lagunas intelectuales que les dificultan distinguir el bien del mal, los incapaces de gobernarse, los anestesiados por el relativismo de la cultura pop, han sido hoy encerrados tras la cortinilla de sus smartphone. Y no por comerciantes de barrio, sino por magnates sin escrúpulos, expertos en neuromarketing, que se lucran destruyendo la inocencia de niños y adolescentes, y envileciendo a los adultos. Porque el porno es, ante todo, un problema de adultos, que son los que más lo consumen y se ven por él consumidos.
Este narcótico moral e intelectual es, además, consentido y tolerado, y por tanto promovido y alentado, por los gobiernos y las grandes compañías tecnológicas.
Porque si en el internet abierto un niño no puede comprar tabaco, ni fuera de la deepweb un adulto puede encontrar videos con desmembramientos o instrucciones para cometer un magnicidio, porque los servidores capan esos contenidos dada su peligrosidad potencial, también puede procederse del mismo modo con la pornografía online... y no lo hacen.
Y si no lo hacen quienes abren y cierran la cortinilla de la ley y de la tecnología, es porque no quieren. Y si no quieren es porque, o son también adictos, o se lucran de ello, o ambas cosas. Hoy hay gente encorbatada y poderosa que quieren que veamos pornografía, y que nos miran a usted y a mí con la misma envilecida mirada que aquel dueño de videoclub arrojó sobre Abelardo.