Romance del pañal sucio
Tus noches de discoteca/ y de jarana sin fin/ tal vez te parezcan plácidas/ siestas bajo un cielo añil/ si te da por compararlas/ con lo que vas a dormir…
es los hijos concebir.
Qué gozada trascendente,
qué prodigioso elixir,
qué gusto, literalmente,
es llamarlos a vivir.
Pero hay matices, detalles,
letra pequeña y sutil,
nimiedades, cosas tontas
que tal vez no ves venir.
Y con cuatro hijos criados
las querría yo advertir.
Primero de todo, el parto,
con que Dios te hace intuir
que tus hijos, tal cual llegan,
ya te ponen a parir.
Luego llegan los pañales
con meconio, caca y pis,
pestilencias inefables
impropias de tal querubín.
Y te turbas e interrogas
ojiplático y febril:
«¿Cómo ser tan adorable
pudo soltarme algo así?».
Tus noches de discoteca
y de jarana sin fin
tal vez te parezcan plácidas
siestas bajo un cielo añil
si te da por compararlas
con lo que vas a dormir…
¿Esa nana que cantaban
con estribillo pueril
«Tiene un ojito cerrado
y otro no lo puede abrir»?
Pues no iba para el bebé, no,
¡se referían a ti!
Y un día al llegar a casa,
al trabajo o hasta al gym,
bostezando te dirás:
«¿Cómo he llegado yo aquí?».
También hay gratas sorpresas
que es de justicia decir,
como el desarrollar poderes
y destrezas de faquir:
pisarás legos descalzo,
esquinas sabrás cubrir,
escucharás como un lobo
y olerás cual jabalí,
usarás bien ambas manos
y harás la danza sufí
cada vez que tu pequeño
caiga dormido por fin.
Después crecen, por fortuna,
–no en todo el mundo es así–
y un día echarás de menos
cuanto hoy quizá te hace sufrir.
Que los biberones, el pecho,
el chupete, el pirulí,
los potitos, los pañales
sucios de cacas y pis,
los cólicos, los orinales,
y el carro de Pepa Pig
pasan como en un suspiro.
¡Quién te lo iba a decir!
Y dentro de dos o tres años
–también lo quiero advertir–
alzarás a Dios los ojos,
y sintiéndole a Él en ti
abrazarás a ese hijo
(ponga usted su nombre aquí)
diciendo para ti mismo:
«¡Una y mil veces lo haría
de nuevo todo por ti!».