Gabriel Rufián
El pueblo 'feo' y sin playa donde veranea Gabriel Rufián
El independentista veranea sin mar y sin glamour. Para no ser visto, se esconde donde nadie pueda encontrarle
El curso político toca a su fin, como cada verano, y los diputados —agotados tras tantos debates, pactos y comparecencias— se lanzan a eso tan humano que es veranear. Cada uno escapa a su rincón de descanso: los hay que eligen Sotogrande, otros prefieren Lanzarote… y luego está Gabriel Rufián. Un hombre que dice detestar las aglomeraciones, que huye de los selfies playeros, de la arena pegajosa, de los chiringuitos de postureo y, sobre todo, de salir enseñando «la tripa» en revistas del corazón.
Y, sin embargo, también necesita desconectar. Y no elige cualquier sitio. Lo hace a la española —aunque le pese—: con cerveza en mano, pollo empanado y tortilla de patatas, tal como él mismo ha confesado. Porque sí, defiende la independencia de Cataluña, pero a la hora de descansar, lo hace como cualquier parroquiano del bar del polígono.
Gabriel Rufián en las fiestas de su pueblo en 2018
«Un pueblo feo»
Lo curioso es dónde veranea: nada de Ibiza ni Cadaqués. Su refugio estival es un sitio tan auténtico que parece de broma: la Torre del Español. Sí, así tal cual. Un nombre que no parece hecho precisamente para un independentista de Esquerra, pero allí va cada verano, tan feliz. Una pequeña localidad de poco más de 600 habitantes situada en la comarca de la Ribera del Ebro, en la provincia de Tarragona, a los pies del Tormo. Un lugar tranquilo, casi escondido en el mapa, que él mismo tuvo el detalle de calificar como «pueblo feo» en una entrevista con Jordi Évole: «Es… Pues a ver, que nadie se enoje tampoco. Un pueblo feo, pero tiene piscina, tiene amigos, tiene bar. Así que tampoco se necesita nada más. Es como Springfield».
El comentario, claro, no pasó desapercibido. Porque si algo sobra en el pueblo (además de calor y melocotones), es orgullo local. El desliz provocó cierto revuelo, y el portavoz de Esquerra Republicana tuvo que recular y entonar un mea culpa digital con tono entre arrepentido y entrañable:«Pido perdón a la gente de la Torre del Español. La cagué y lo siento mucho. Es un pueblo extraordinario lleno de buena gente y bondad. ¡Id allí!»
Y, en el fondo, no le faltaba razón. Porque, aunque lo disimule, se lo pasa en grande. Lo hemos visto. Hay fotos. Hay pruebas. En 2017, por ejemplo, participó en un «partido de veteranos» en el que su equipo ganó 4-0. Lucía camiseta de fútbol, pantalón corto, deportivas y una saludable mata de vello en las piernas. Estética modesta, sí, pero con carisma. Alguien en redes comentó: «No sabía que salías en Torrente 4». No iban mal encaminados.
El look
Pero más allá de los goles, su verdadero ritual estival transcurre en la piscina municipal: ese oasis de cloro y sombra donde pasa los días rodeado de amigos, vecinos y niños correteando. Se toma sus cañas, bromea y se mezcla con el pueblo como si llevara allí toda la vida. Y sí, todo esto con su ya célebre gorro de pescador, al que él mismo ha calificado —no sin razón— como «lamentable».
Aquí, sin embargo, toca hacer justicia al accesorio. Porque el bucket hat —como lo llaman en el universo de la moda— no es tan terrible como parece. Ese sombrero blando, redondeado, con ala caída, fue diseñado para proteger del sol a marineros y pescadores, pero en las últimas décadas ha saltado del puerto al escenario: lo llevan raperos, modernos y festivaleros por igual. ¿Qué culpa tiene el gorro de haber acabado en la cabeza equivocada?
Volviendo al pueblo: la Torre del Español no tiene playa, pero sí historia. Tiene fuentes romanas, casas del siglo XVIII, una iglesia barroca con campanario octogonal y rutas que conducen hasta la ermita de Sant Antoni o la cima del Tormo, desde donde se contempla media Cataluña (si la calima lo permite). Todo esto, además, por precios que no hacen llorar al banco: una casa rural por 25 euros la noche.
Así que, aunque reniegue de la multitud, huya de las playas nudistas y no quiera «salir enseñando los huevos», como él mismo dice, Rufián ha encontrado su paraíso particular. Y está en ese pueblo «feo» que, en realidad, no lo es tanto. Donde se ríe, bebe, juega… y tal vez, sin quererlo, se reconcilia con esa España profunda que él combate en el Congreso, pero que lo acoge cada verano sin pedirle el DNI político.