Las dos mujeres que marcaron la vida de Robert Redford

Una vida en la que el galán de Hollywood convivió con el Redford vulnerable: el que lloró a sus hijos, el que supo amar y perder, el que buscó refugio en las mujeres que marcaron su historia. Robert Redford parecía hecho de la materia de lo eterno: la sonrisa que iluminaba la pantalla, los ojos que hipnotizaban a cámara, el aura del galán imposible de resistir. Pero el hombre que conquistó Hollywood con Memorias de África o Dos hombres y un destino no fue solo un icono; detrás del mito habitaba un ser marcado por amores intensos, pérdidas irreparables y una melancolía que nunca dejó de acompañarlo. Hubo dos mujeres que atravesaron de verdad su vida como un hilo invisible: Lola Van Wagenen y Sibylle Szaggars.

La primera llegó cuando Redford estaba al borde del abismo: huérfano de madre, perdido en la bebida y sin rumbo, vagaba por Europa buscando respuestas en la pintura. Lola era una joven mormona, estudiante de Historia, con una serenidad capaz de domar tormentas. Fue ella quien le tendió la mano, lo animó a estudiar arte en Nueva York y lo llevó, casi sin saberlo, a descubrir la interpretación.

Con Lola aprendió a disciplinar su talento y a creer de nuevo en sí mismo. Se casaron en 1958 y juntos construyeron una familia atravesada por luces y sombras: el primer hijo, Scott, murió con solo unos meses; después nacieron Shauna, James y Amy. Juntos compartieron casi treinta años de vida, y aunque el matrimonio terminó en 1985, la complicidad sobrevivió. «Aún nos queremos mucho, tenemos cariño y una gran amistad», decía él, consciente de que ella había sido el salvavidas de su juventud.

Tras Lola, llegaron romances más fugaces, que alimentaron la leyenda del seductor: Debra Winger, con quien rodó Peligrosamente juntos; Sonia Braga, la actriz brasileña con la que vivió siete años de pasión fotografiada hasta la saciedad; Kathy O’Rear, Nathalie Naud, nombres que confirmaban que la industria lo quería como eterno sex symbol.

Pero detrás del brillo, Robert se sentía incompleto. Incluso Jane Fonda, con quien formó una de las parejas más magnéticas del cine en películas como Descalzos por el parque o Nosotros en la noche, reveló en Cannes que Redford «tenía un problema con las mujeres: no le gustaba besar». Ella misma confesó, entre risas, que estuvo enamorada de él, y tal vez ese desencuentro entre lo que proyectaba y lo que sentía sea la clave para entenderlo.

La verdadera calma llegó en la madurez, cuando él ya había atravesado todas las tormentas y conocía de sobra los vaivenes de la vida. Fue entonces cuando apareció Sibylle Szaggars, pintora alemana veinte años menor, primero como una amiga cómplice unida a él por el amor a la naturaleza y al arte, y después como un amor sereno, sin prisas ni estridencias, casi un pacto de almas. En 2009, con 72 años, Redford volvió a decir «sí» en la intimidad de la iglesia de St. Katharinen, en Hamburgo. Apenas treinta personas —sus hijos, algunos amigos, la familia más cercana— fueron testigos de aquella boda discreta que sellaba la nueva etapa de su vida. Con Sibylle encontró la serenidad: pintar en su rancho de Utah, caminar entre bosques y dejar que el ruido de Hollywood se disolviera en el horizonte. A ella la llamaba «especial», porque le había dado, en sus propias palabras, «una vida completamente nueva». Y juntos compartieron no solo el amor, sino también un compromiso firme con el cuidado del planeta, como si el vínculo entre ambos se prolongara en algo más grande, más universal.