El expresidente Felipe González, con su hija María, en una imagen de archivo
La hija menor de Felipe González recuerda sus días más difíciles en La Moncloa
María González Romero, de 47 años, creció entre escoltas, mudanzas, focos y pasillos infinitos, pero sin infancia propia
Ser hija del presidente del Gobierno suena a privilegio. Pero la letra pequeña no viene en los cuentos. Lo cuenta ahora, con calma y muchos años de distancia, María González Romero (47), la menor de los tres hijos de Felipe González y Carmen Romero. Tenía solo cuatro años cuando su vida dio un giro tan radical como incomprensible para una niña: un día vivía en una casa normal de Sevilla; al siguiente, se encontraba perdida en los salones infinitos del complejo presidencial.
Porque aquel lugar que para los adultos era símbolo de Estado, para una niña era un laberinto. La escena que más recuerda es la de sí misma sentada en una escalera gigantesca, llorando porque se había perdido en su propia vivienda. No era una imagen metafórica: simplemente no sabía regresar a donde estaba su familia. Su refugio terminó siendo una habitación apartada, donde guardaron los muebles de su antigua casa, tapados con sábanas blancas. Ese rincón se convirtió en la única prueba de que antes existió un hogar.
Con el tiempo llegó la exposición pública: cámaras, revistas, portadas, escrutinio. Su identidad infantil se desdibujó hasta quedar reducida a una etiqueta: «la hija del presidente». Como resume ahora, «te ven, pero no te miran». En el documental, el propio González admite que ella fue la más golpeada por ese traslado forzado a la visibilidad institucional. No estuvo «una temporada»: vivió catorce años dentro de la residencia oficial, desde los 4 hasta marcharse a la universidad.
Felipe Gonzalez, con sus hijos en una imagen de 1982
La etapa política más turbulenta tampoco fue ajena a la familia. A comienzos de los 90, el entonces jefe del Ejecutivo atravesó sus mayores crisis (corrupción, desgaste y el caso GAL) y esa presión también atravesaba paredes. María recuerda esa época como «difícil», sobre todo porque los hijos percibían la tensión sin comprender plenamente las luchas del poder: había ruido, pero no explicación.
A pesar de todo, la lealtad nunca se rompió. Fue la única de los tres hermanos que asistió a la boda de su padre con Mar García-Vaquero en 2012, un gesto silencioso pero elocuente. Ya adulta, trató de construir una vida propia lejos del escaparate: se casó en 2005 con el economista Enric Berganza, con quien tiene tres hijos y una discreción escogida, no accidental.
Felipe González y Mar García Vaquero
Su recorrido profesional siguió ese mismo equilibrio: pasó una década trabajando junto a su padre, primero en su gabinete, gestionando su agenda institucional tras dejar la Moncloa, y después en la creación de la Fundación Felipe González, donde coordinó proyectos, archivo histórico y líneas de memoria democrática. Fue clave en el tránsito del poder político al legado documental.
Pero esa cercanía también le permitió descubrir que seguía ocupando un rol heredado, no una voz propia. El golpe definitivo llegó el día de su licenciatura, cuando la prensa comparó sus notas con las del hijo de Aznar. «Nadie lo recuerda, pero yo sí». Ahí entendió que aún vivía observada desde fuera, no reconocida desde dentro.
Esa grieta fue el inicio de su reconstrucción. Se formó en Comunicación No Violenta, primero como herramienta personal y después como vocación. Y ahora, en un curioso giro del destino, mientras su padre recibe este 21 de octubre el Toisón de Oro (la mayor distinción que concede el Rey Felipe VI), ella conquista algo mucho más íntimo: su propio relato. La Moncloa consagró al político; ahora La última llamada muestra, por primera vez, a la hija detrás del nombre. La serie, original de Movistar Plus+, reúne a los cuatro expresidentes vivos y revela el lado humano que nunca aparece en los discursos.