Baltasar Gérard disparando al príncipe Guillermo de Orange en 1584
La espeluznante condena al asesino de Guillermo I de Orange
El magnicida fue juzgado y recibió una condena que llamó la atención por el grado de crueldad y salvajismo, incluso en unos tiempos donde la vida humana no tenía valor alguno
En otro «picotazo» les hablé a ustedes del intento de magnicidio en la persona de Guillermo I de Orange a manos de Juan de Jaúregui. Ese fracasó, aunque estuvo cerca de conseguirlo. Pero en 1584 se llevó a cabo otro atentado perpetrado por un borgoñón llamado Baltasar Gerard, que consiguió finiquitar a Orange.
Capturado el magnicida fue conducido ante los magistrados de la ciudad, siendo rápidamente juzgado y condenado que llamó la atención por el grado de crueldad y salvajismo, incluso en unos tiempos donde la vida humana no tenía valor alguno.
Los magistrados de la ciudad de Delft, ciudad donde el asesinato tuvo lugar, sentenciaron a Baltasar Gerard a que su mano derecha fuera quemada con hierros al rojo, a que la carne de su cuerpo fuera arrancada con pinzas ardientes en seis lugares diferentes, que sus miembros fueran separados de su cuerpo (despedazarlo), su vientre abierto y sus entrañas exhibidas ante su vista y, aún vivo, su pecho abierto para arrancársele el corazón y arrojárselo a la cara. Finalmente el cadáver sería decapitado y los restos repartidos para ser exhibidos en diferentes ciudades. ¿Les parece una salvajada? Pues eso no es nada en comparación con los preliminares.
Los magistrados también establecían que durante cuatro días el reo fuera torturado públicamente, cuidándose que no le fallara la salud para la ejecución de la sentencia. Y aquí es cuando empieza la verdadera «juerga».
La horripilante condena
Gerard fue llevado a la plaza mayor de Delft, atado a un poste y azotado, después untaron sus heridas con miel y llevaron a una cabra para que las lamiera, algo en lo que el bicho no puso mucho entusiasmo. Tras algunas perrerías menores le ataron los tobillos y las muñecas juntas, haciendo de él una bola, y lo dejaron que pasara la noche, insomne y dolorido, al escarnio y desprecio del populacho, pero con cuidado de que no le arrojaran objetos que pudieran causar una herida fatal. Durante los siguientes días soportó el estar durante horas con las manos atadas a la espalda y alzadas, en una postura particularmente incomoda. Se le colgó de las muñecas y se le ataron pesos de ciento cincuenta kilogramos en cada uno de los dedos gordos de los pies. Se le hicieron unas botas de cuero de perro sin curtir, especialmente pequeñas para él, y se ataron su pies cerca de un fuego que fue secando el cuero. Al calentarse y contraerse, lenta y dolorosamente aplastaba los miembros, al tiempo que el calor quemaba la piel. Cuando se le retiraron los zapatos los muñones, que un día fueron pies, aparecían a algo más de la mitad de su tamaño y la piel se desprendió de ellos. Le aplicaron hierros al rojo en las axilas y lo vistieron con una camisa empapada en alcohol para que sus heridas rabiaran más. Se hizo gotear sobre su cuerpo ardiente sebo derretido y se introdujeron clavos entre las uñas de todos y cada uno de los dedos de sus manos y pies...
No dudo del carácter pedagógico y ejemplarizante, pero además de brutos, ¡que mala leche tenían entonces!