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19 de abril de 2024

Napoleón en su trono imperial, por Jean Auguste Dominique Ingres, 1806

Napoleón en su trono imperial, por Jean Auguste Dominique Ingres, 1806

Dinastías y poder

De Córcega a un Imperio: los Napoleón

Napoleón Bonaparte quiso eliminar tronos, pero convirtió a los suyos en una nueva dinastía, más fastuosa, si cabe, que aquellas a las que había borrado del mapa

Pocos sabrán que cuando Napoleón nació en Córcega, hacía poco que la isla se había incorporado a Francia. Su apellido original era Buonaparte y hablaban francés con las cadencias propias de quienes habían crecido fuera de los territorios continentales de los Borbones. De ascendencia nacionalista corsa, soldado de la República y fervoroso jacobino, se autoproclamó Emperador y transformó las fronteras de Europa dejando una herencia de Gobierno visible en la actualidad. Quiso eliminar tronos, pero convirtió a los suyos en una nueva dinastía, más fastuosa, si cabe, que aquellas a las que había borrado del mapa. Los Bonaparte ciñeron coronas y su estela pervive en nuestros días.

Ególatra y hambriento de poder

Genio militar, magnífico artillero, amante de la historia y heredero de la Ilustración. Todas estas características definen a una de las personalidades más brillantes de la contemporaneidad. También ególatra y hambriento de poder. Las biografías de Max Gallo y Emil Ludwig son un referente para acercarse al personaje. Desde que ingresó en la Academia de Brienne, pasó de ser un simple oficial del Ejército francés, al comandante que lideraba el sitio de Toulón. Era el segundo de los hermanos –el mayor, José, será el Rey de España– y abrazó el fervor revolucionario en la facción política de un hermano de Robespierre. Abel Gance recreó, en costosísimo cinemascope, este primer Napoleón que destilaba determinación. Cuando aún era poca cosa, conoció en Marsella a una de las hermanas Clary, adinerada familia del textil, de la que se enamoró sin mesura. Pero llegar a París le deslumbró y la virtuosa Desiree quedó a la espera de la gloria que sólo Bernadotte le dio años después al convertirla en reina de Suecia. La otra hermana, Julia, sí mantendrá su romance con José para ser la «reina intrusa» de los españoles. Pero la irrupción de Josefina en la vida del corso cambió el destino de Francia. Ella, antillana y viuda de un revolucionario, se movía con soltura en los salones parisinos en los que se cocinaba el Directorio.
Por entonces amante de Barrás, uno de los hombres fuertes de la situación, no dudó en introducir al joven general en los círculos de la alta política. No todo, pero en el fondo, a la bella Josefina, Bonaparte le debe mucho. Y también a su hermano Luciano, presidente del Consejo de los Quinientos y quien le propuso para el Golpe de Brumario. Josefina y Napoleón se casaron y desde entonces la historia sentimental de la pareja es conocida.
Josefina se arrodilla ante Napoleón durante su coronación en Notre Dame, pintura al óleo por Jacques-Louis David, 1808

Josefina se arrodilla ante Napoleón durante su coronación en Notre Dame, pintura al óleo, por Jacques-Louis David, 1808

De provincianos a reyes de Europa

Bonaparte fue proclamado primer cónsul, cónsul vitalicio, y comenzó la verdadera transformación del Estado. Los Códigos Napoleónicos eran como los hijos que Josefina no conseguía darle. El 2 de diciembre de 1804 en Notre Dame y ante la mirada escrutadora de Pío VII se proclamaba Emperador. David, el gran pintor neoclásico, retrató de manera insuperable aquel grandioso ceremonial. Comenzaba la conversión de los Bonaparte provincianos en reyes de Europa.
A Luis lo convirtió en Rey de Holanda tras casarlo con la hija del primer matrimonio de Josefina, Hortensia. A Jerónimo, el menor, lo colocó en Westaflia, a su hermana Carolina la hizo Reina de Nápoles por matrimonio con Murat y a José nos lo endilgó en España, aunque patrióticamente nos rebelásemos contra el ocupante mientras los liberales de Cádiz liquidaban el Antiguo Régimen. Su otra hermana, Paulina, era ya princesa Borghese tras su boda con Camillo, perteneciente a una de las familias más poderosas de Italia. Y a Elisa, la menor, la nombró Gran Duquesa de Toscana. Todo llenó de nuevas Altezas Imperiales. Sólo Luciano quedó fuera del reparto, desilusionado, como estaba, por la contradicción ideológica de un hermano que había combatido la aristocracia y ahora repartía coronas.
Mientras tanto, el Emperador se mostraba imbatible en el campo de batalla. En su entrada triunfal en Varsovia para seguir con su marcha a Rusia, Napoleón conoció a la aristócrata María Walewska. Él le ofreció una Polonia libre –el «Gran Ducado de Varsovia»– y ella le dio un hijo: Alejandro, conde Walewski, que con los años desempeñará una interesante labor diplomática al servicio de Francia. Su melodrama fue llevado al cine con Greta Garbo y Charles Boyer en los papeles protagonistas. El escándalo fue mayúsculo y los celos de Josefina hicieron temblar los muros de la Malmaison. Pero los rumores de esterilidad del Emperador quedaban desmentidos. Quizá por ello, por terminarse la pasión o por motivos estratégicos, Napoleón empezó a pensar en romper con la polaca y separarse de Josefina en busca de un heredero legítimo: un sucesor de la dinastía. Negoció con una hermana del Zar Alejandro, el de Tilsit, pero aquello no llegó a buen puerto. Al final, la elegida no fue otra que la feúcha María Luisa de Austria: abrazaba así a la única dinastía que nunca había tirado la toalla frente a Francia. Una enmarañada maniobra diplomática. Josefina fue repudiada y María Luisa se convertía en nueva Emperatriz.

Heredero de un Imperio

En 1811 nacía Napoleón Francisco Carlos, 'El Aguilucho'. Rey de Roma por concesión de su padre. Este niño estaba llamado un día a ser el heredero del Imperio. Pero la historia iba a dar un giro con la retirada de Rusia y la derrota en España. En 1815, en Waterloo, Napoleón era vencido por el Duque de Wellington. Había llegado a su fin: los Cien Días resultaron sólo un espejismo. Con cuarenta y seis años, Napoleón Bonaparte, quien había sido amo de Europa, partía al exilio rocoso de Santa Elena. Su esposa y su hijo no le acompañaron. Se quedaron en Viena, en la Corte de su padre, Francisco de Austria. Napoleón II, el hijo legítimo que había tenido Napoleón, murió en 1832 sin herederos.
La rama bastarda del corso sí ha tenido descendencia, aunque no conserva el apellido Bonaparte. Napoleón III, «el pequeño», quien fue Emperador de los Franceses entre 1852 y 1870, es sobrino del gran Napoleón, hijo de su hermano Luis. Pero su estela también se perdió tras la muerte trágica de su único descendiente, Eugenio Luis Napoleón, atravesado por una lanza zulú en África. Los actuales herederos de los Bonaparte son los descendientes de Jerónimo. ¿Sabían que su nieta María Leticia Bonaparte, se convertirá en la segunda esposa de Amadeo I de Saboya? Pero se trata de enrevesados «lazos de sangre» que dejamos para otra entrega…
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