
Uso del fuego griego, ilustración de una crónica bizantina
El fuego griego, el arma secreta que podía arder en el agua y que salvó Constantinopla del ataque árabe
Pocas innovaciones militares han sido tan decisivas. Gracias a su empleo, las naves bizantinas se impusieron en cuantos combates se sucedieron, sembrando el caos una y otra vez
Muawiya fue uno de los grandes califas que aparecieron entre los árabes en la fase inicial de su historia. Una de sus decisiones, de gran calado estratégico, fue la construcción de una poderosa flota de guerra, aprovechando los inmensos recursos de las nuevas posesiones marítimas árabes en Siria y en Egipto. Su objetivo final era la conquista de Constantinopla y la destrucción de la cristiandad.
A las campañas terrestres anuales contra Anatolia se añadieron de forma simultánea expediciones marítimas contra la costa jónica. Por fin, en el 672 una poderosa flota consiguió remontar el Helesponto y apoderarse de la península de Cízico a tan solo 80 kilómetros de Constantinopla. Desde allí prepararon meticulosamente el asalto que se produjo dos años más tarde.
En la primavera del año 674 la situación del imperio parecía desesperada. Un gran ejército había llegado otra vez, hasta el mar de Mármara. Allí se había reunido con la flota más poderosa que se había visto jamás en el Mediterráneo. Les esperaba el joven emperador, Constantino IV, y un pueblo dispuesto a resistir hasta la muerte.

Nomisma de oro de Constantino IV
Constantinopla había sido sitiada anteriormente. Los bárbaros habían llegado hasta sus murallas, pero no tuvieron capacidad para asaltarlas. Eran impresionantes y se adaptaron cuidadosamente a la estratégica situación de la ciudad, que permitía recibir por mar refuerzos y provisiones. También lo habían intentado los persas en tiempos del emperador Heraclio, bisabuelo de Constantino IV.
En 674 las cosas eran diferentes. La potencia del imperio islámico no tenía parangón en la historia. Nada había conseguido detenerlo hasta entonces. Tampoco nadie había conseguido reunir unos recursos tan gigantescos. Que además podían ser reforzados con facilidad, porque esta vez, a diferencia de las anteriores, los atacantes poseían el dominio del mar.
Constantinopla contaba con otro tipo de recurso, aparte de sus murallas y su joven y decidido emperador: un pueblo enfervorizado en defensa de su fe y confiado en la protección de la Madre de Dios. El recorrido procesional por las murallas del icono de la Virgen «Hodigitria», la que «señala el camino», galvanizó a los defensores ante una situación que parecía cada vez más desesperada.
La terrible arma secreta de la Edad Media
Pero entonces apareció providencialmente una prodigiosa arma secreta: el «fuego griego», inventado por el arquitecto Calínico, un refugiado sirio procedente de la ciudad de Heliópolis. Se sabe que era una substancia líquida que podía arder en el agua causando terror entre los enemigos. Los ingenieros bizantinos diseñaron también un sifón que permitía proyectar un chorro de fuego a distancia sobre los barcos contraris con resultados habitualmente catastróficos.
Su composición fue un secreto, tan celosamente guardado, que hasta el día de hoy no se conoce con certeza su fórmula. Los marinos bizantinos planificaron también nuevas tácticas navales para aprovechar el invento contra sus colosales enemigos. Prescindieron del uso del espolón e impusieron el combate a distancia. Pocas innovaciones militares han sido tan decisivas. Gracias a su empleo, las naves bizantinas se impusieron en cuantos combates se sucedieron, sembrando el caos una y otra vez. La superioridad naval obtenida permitió mantener abastecida Constantinopla durante los cuatro años que duró el asedio, salvándola de la inanición.

Uso de un cheirosiphōn («siphōn de mano»), un lanzallamas portátil, utilizado desde el puente voladizo de una torre de asedio contra un castillo
Los musulmanes tuvieron que retirarse al comenzar el invierno. Aunque se negaron a admitir su derrota. Obtuvieron ingentes refuerzos desde Siria para volver al ataque la siguiente primavera. Fue inútil. El segundo año no resultó más exitoso que el primero. Tampoco lo fueron el tercero ni el cuarto. Además, la flota musulmana fue destrozada en una nueva batalla naval gracias al fuego griego. Por fin, en 679 el califa, desanimado por sus fracasos y por la desmoralización que reinaba entre sus ejércitos, se resignó a lo inevitable. No quedaba sino solicitar una paz humillante cuyos términos fueron ignominiosos: la devolución de los territorios conquistados y el pago de un tributo anual de 3.000 libras de oro.
El fuego griego había contribuido en gran medida a aquella victoria, contribuyendo además a reforzar la moral y la confianza en Dios necesarias para resistir a una potencia que había resultado invencible hasta entonces. Al hacerlo habían salvado no solo el imperio sino la cristiandad. En el siglo VII no había ningún poder al Occidente de Bizancio capaz de afrontar la oleada islámica. Si Constantinopla hubiese caído entonces en vez de en 1453, probablemente toda Europa – también América– sería hoy mahometana.
El fracaso obligó a los omeyas a reformular su estrategia. Llegar de nuevo a las fronteras de Europa les costó treinta años de campañas por la costa sur del Mediterráneo. Durante el proceso destruyeron inexorablemente la floreciente civilización cristiana del norte de África. Una civilización que tenía su centro en Cartago, otra de las grandes metrópolis de la antigüedad. Pero a pesar de su triunfo inicial contra los visigodos, encontraron en la Península Ibérica y en el reino de los francos otro valladar imposible de atravesar.